La mòmia de Bentham.
Uno de mis paseos favoritos en Londres incluye una visita a la momia
de Jeremy Bentham, que está expuesta al público en una caja de madera en
el University College y que rivaliza con los célebres faraones egipcios
embalsamados que se exhiben, a poca distancia de allí, en el Museo
Británico. Me fascina contemplar los restos de Bentham, que me inducen a
pensar si algunas ideas liberales no se encuentran también momificadas y
expuestas como iconos vinculados a viejos cultos ya fenecidos.
Ciertamente, la versión utilitarista del liberalismo, propia de Bentham,
ha envejecido mucho. El paseo lúgubre me ayuda a reflexionar sobre las
partes mortecinas del liberalismo que todavía hoy en día dirigen (dicen)
la actividad de muchos políticos.
Desde luego, el antiguo corpus
liberal ha sido expurgado y modernizado repetidas veces, con el objeto
de eliminar elementos secundarios caducos. Pero hay una idea central del
liberalismo que hoy en día luce muy avejentada y marchita. Es la
convicción de que el mundo, a pesar de sus inmensas fracturas, se dirige
inexorablemente hacia la adopción de principios universales que han de
encarnar en un sistema que, aun en sus versiones tolerantes, contempla
las diferencias y las disidencias como formas equivocadas de
comportamiento. Este ideal se ha apuntalado con la esperanza de que la
globalización impulse a las más diversas sociedades hacia un modelo
unificador de vida económica, en la creencia de que solamente existe un
modo de producción viable y compatible con los tiempos modernos. Así
surge la ilusión de que todas las sociedades al modernizarse confluyen
hacia un mismo sistema de valores. En la tradición ilustrada las
verdades las alcanzan los individuos gracias a principios racionales
universales que se aplican lo mismo a la ciencia que a la política,
tanto en unas culturas como en otras. Este ideal, que tanto defendió
Kant, se enfrentó a las críticas románticas que sostenían que las
verdades no procedían de principios universales sino de las raíces que
ligan a cada individuo a su comunidad, a su cultura y a su nación. El
individualismo liberal exaltó la razón más allá de los contextos
culturales. El romanticismo, en cambio, enalteció las pasiones
nacionales y locales.
El liberalismo ha impulsado la idea de
alcanzar un consenso en torno a un proyecto de naturaleza universal.
Friedrich Hayek y John Rawls, cada uno a su manera, han intentado
fundamentar este ideal. Pero el resultado no siempre ha sido bueno. Algo
similar le ocurrió a la momia de Bentham. Cuando murió en 1832 se
procedió a disecar su cadáver, siguiendo las instrucciones que había
dejado el filósofo. El esqueleto debía ser preservado, junto con su
cabeza. El cuerpo, vestido con su ropa y su sombrero, se colocó en un
gabinete de madera. Los esfuerzos para momificar la cabeza, basados en
supuestas prácticas indígenas neozelandesas, fueron técnicamente
exitosos pero la dejaron con una apariencia tan repulsiva que se decidió
sustituirla con una réplica en cera en la que se usó el cabello
original. La cabeza original se colocó en la misma caja, entre sus
piernas; pero después de muchos años de ser objeto de las bromas
estudiantiles, fue retirada de la exhibición y guardada. Lo mismo pasó
con muchos ideales liberales: la cruda realidad capitalista los afeó de
tal manera que muchos piden que sean retirados del gabinete que expone
las miserias de la economía moderna.
Es inevitable que se asocie
el liberalismo a gobiernos que, especialmente en Europa, administran en
su nombre economías en crisis y fomentan un fundamentalismo de mercado
que causa estragos en grandes sectores de la población, condenados a una
existencia precaria y al desempleo. El socialismo de estirpe comunista
ha prácticamente desaparecido del mapa y quienes retan hoy en día a las
élites occidentales son corrientes religiosas radicales y
antidemocráticas que no dudan en utilizar formas terroristas de combate.
El socialismo democrático se encuentra en graves dificultades, pues no
ha logrado definir un camino que sea algo más atractivo y creativo que
la gestión de un capitalismo en crisis que no se deja conducir hacia
modos de vida nuevos.
El mundo que surge después del hundimiento
del mundo bipolar propio de la Guerra Fría no resulta, contra las
previsiones liberales, un espacio más homogéneo y coherente. De hecho,
debido a los flujos migratorios masivos, las sociedades más ricas han
visto un aumento de su heterogeneidad cultural. La globalización, con
sus tendencias a expandir los tentáculos de las economías centrales
hacia los países pobres, ha ocasionado también un crecimiento de la
diversidad cultural en las regiones menos desarrolladas del planeta,
pues ahora los valores occidentales se agregan a las tradiciones
antiguas. Y a escala global, a pesar de que las economías de mercado son
hegemónicas y se han extendido por todos los rincones, el surgimiento
de potencias emergentes (como China, la India, Brasil o México) ha
generado un elevado grado de incongruencia en la política internacional.
Ante
este mundo fracturado e incoherente la tentación relativista es muy
fuerte, especialmente en quienes buscan escapar del etnocentrismo. Si no
es posible encontrar valores universales, entonces es necesario –se
supone– aceptar que cada expresión cultural o política es tan válida
como las demás, y que se puede legitimar cualquier práctica, idea o
institución por el hecho de tener una base cultural diferente. El
problema es que muchos conjuntos de valores, sean religiosos o no,
rechazan el postulado relativista y por lo tanto no aceptan que otras
ideas y creencias tengan la misma validez que las propias. En varios
casos este rechazo auspicia la idea de que es necesario eliminar a las
otras expresiones como si fueran plagas peligrosas.
Para que el
relativismo funcionase adecuadamente se requeriría no solamente que
todas las variantes fueran igualmente tolerantes; sería necesario además
que cada expresión cultural, religiosa o política se pudiese definir
con precisión, se lograse dibujar sus fronteras y constituirse en un
sistema internamente coherente. Pero ello solo sucede en casos de un
extremo fundamentalismo asociado a prácticas dictatoriales, que acaba
disolviéndose a veces por medio de la guerra (como el fascismo) o por el
colapso interno (como el comunismo).
Ante estas tensiones
aparentemente irresolubles podemos preguntarnos si el pensamiento
socialista democrático puede ayudar a que el liberalismo encuentre una
salida. Desde luego, la tradición socialista es también heredera de la
Ilustración y de los ideales que han buscado una razón universal en la
que apoyar la lucha por el bienestar. Pero alberga un poderoso
componente cosmopolita que es capaz de impulsar un pluralismo que ha
cristalizado, por ejemplo, en la idea y la práctica de una coexistencia
pacífica. Es interesante que esta noción, que viene de la Guerra Fría,
haya sido recuperada por liberales como John Gray, quien en la línea de
Isaiah Berlin busca fundamentar un pluralismo de valores para escapar
del callejón sin salida al que llegaron Rawls y Hayek. Un pluralismo
capaz de eludir las trampas del relativismo y el estancamiento del
subjetivismo.
Una alternativa cosmopolita y pluralista proviene
precisamente del hecho de que, en la realidad histórica, social y
cultural, lo que hallamos son flujos heterogéneos de valores y modos de
vida que no suelen cristalizar en sistemas conceptuales cerrados. A
diferencia de los sistemas filosóficos, las civilizaciones no son
sistemas conceptuales cerrados, sino conjuntos fluidos compuestos por
fragmentos con frecuencia contradictorios. Esta es la realidad del mundo
contemporáneo, y así ha sido desde hace algunos siglos.
Hoy
estamos viviendo un periodo especialmente fluido y cambiante al que los
mecanismos políticos tendrán que responder, si tenemos suerte, con
flexibilidad y creatividad. Las bases del pluralismo democrático tienen
que construirse a partir de esta enorme plasticidad propia de las
sociedades globalizadas. Liberalismo y socialismo pueden aunar esfuerzos
para encontrar alternativas que nos alejen de las miserias y eviten que
caigamos en el abismo. ¿Serán capaces las corrientes liberales y
socialistas más sensibles de contribuir a un cambio o se dejarán
arrastrar por las tendencias socioeconómicas que en su ceguera nos
pueden llevar al estancamiento? Si no lo logran, tendremos que
conformarnos con el culto marchito a las ideas embalsamadas del
liberalismo y del socialismo, encerradas en un gabinete como la momia de
Bentham.
Roger Bartra, La cabeza de Bentham, Letras Libres, abril 2013
Comentaris