El respecte als Drets Humans i la incoherència d'algunes lleis.
El descubrimiento de nuevos casos de ablación de clítoris a niñas de origen africano residentes en España, ha vuelto a plantear la cuestión de cuáles deben ser los límites del derecho a la diversidad cultural. La polémica, en sí, debería quedar cortada de raíz a partir de un presupuesto innegociable: ningún argumento puede exculpar de la vulneración de una ley democrática, y no digamos de un derecho humano fundamental. Cualquier persona estaría en condiciones de aducir «razones culturales» para justificar cualquier delito o transgresión. Un marido que acaba de asesinar a su esposa o un conductor ebrio podrían alegar que sus actuaciones han respondido a pautas que, puesto que no tienen nada de instintivo, obtienen su sentido de los códigos culturales en que los infractores se han socializado. En una palabra: la cultura en que cada ser humano ha sido educado no puede, bajo ningún concepto, ser eximente para violar lo que se ha consensuado como justo.
Por desgracia, la denuncia de la cliterodoctomía en España no se limita a insistir en que ninguna tradición puede exculpar un crimen. Tal y como se está planteando el asunto, no puede dejar de contribuir a que aumenten la desconfianza y el rechazo hacia los inmigrantes de origen africano, un grupo humano al que se hace ya no sólo culpable de haber venido, sino también de haber traído consigo costumbres que prueban su condición incivilizada. Se alimenta así ese nuevo racismo que jerarquiza a las personas no por su raza, sino por el grado de adaptabilidad de sus respectivas culturas. En este sentido, los africanos tienen todas las de perder, puesto que ya aparecían asociados, en el imaginario social dominante, con el exotismo salvaje de las «tribus de la selva».
Todas las civilizaciones presentan aspectos incompatibles con los valores democráticos. Sabemos que existen sociedades en el mundo que tienen por pertinente torturar a un enemigo capturado. En muchas –casi todas– las mujeres reciben un trato denigratorio. En otras, se han practicado sacrificios humanos. Se conoce incluso el caso de sociedades que, en un extremo ya insuperable de barbarie, han sido capaces de considerar legal en lanzamiento de bombas atómicas sobre ciudades indefensas. Todo eso es inadmisible y ninguna «razón cultural» puede justificarlo. Ahora bien, esas mismas sociedades han sido capaces de escribir, al lado de las de la ignominia, páginas magníficas de sabiduría y de belleza. Juzgar a una cultura por sus rasgos más injustos es, por principio, perverso y distorsionador, puesto que entonces ninguna conseguiría sobrevivir al juicio que de ella hiciéramos. La nuestra, menos que ninguna.
Esos miles de africanos que, entre nosotros, se mantienen leales a una tradición que les obliga a amputar el clítoris de sus hijas, deben entender que eso no van a poder continuar haciéndolo. Lo que pasa es que se antoja un poco comprometido obligar a acatar deberes fundamentales a personas a las que les negamos derechos no menos fundamentales. ¿Cómo pueden obedecer la ley personas que en mucho casos son, ya de por sí, íntegramente ilegales?
En otras palabras. Es cierto que algunas de sus costumbres son incompatibles con los cimientos de nuestra civilización. El problema es que algunas de nuestras leyes también lo son. Estas gentes tienen prácticas que vulneran derechos fundamentales consagrados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, casualmente lo mismo que se le reprocha a la legislación vigente en materia de extranjería en España, que ni siquiera se adecua a los principios de la Carta de Derechos Fundamentales, firmada en Niza en diciembre del año pasado por el Consejo Europeo.
Libertad, igualdad, justicia. Podremos preguntarnos si ellos lograrán algún día adaptarse a nuestros valores. Pero, ¿y nosotros? ¿Conseguiremos algún día ser consecuentes con esos mismos valores que tan pomposamente proclamamos exclusivamente nuestros?
Manuel Delgado, Costumbres, leyes y valores, El Periódico de Catalunya 04/05/2001
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