Fiscalitat voluntària i responsabilitat ciutadana (Peter Sloterdijk).



Allá por junio de 2009, cuando la crisis acababa de empezar, Peter Sloterdijk publicó un artículo en el Frankfurter Allgemeine Zeitung donde proponía abandonar la justificación expropiadora de la fiscalidad estatal y avanzar hacia los impuestos voluntarios como medio para revitalizar la comunidad democrática. Pasado el verano, el teórico frankfurtiano Axel Honneth le replicaba con un duro ataque desde las páginas de Die Zeit, acusando a su colega de frivolidad filosófica e insolidaridad social. Para Sloterdijk, la índole de su respuesta venía a demostrar que en Alemania “no se intercambian argumentos, sino acusaciones”, razón por la cual eligió un camino más sereno para aclarar su controvertida tesis. Aparece así, a la altura de 2010, La mano que toma y el lado que da, volumen que añade un largo capítulo inicial, significativamente titulado “Mirada atrás a una discusión tergiversada”, además de varias entrevistas. Su edición española, prologada por Carla Carmona y primorosamente traducida por Isidoro Reguera, prescinde de algunas de esas conversaciones y de pasajes demasiado ceñidos a la actualidad alemana.

A primera vista, este apasionante librito, lleno de ideas, puede tomarse condescendientemente como una simple gamberrada filosófica. ¡Impuestos voluntarios, menudo disparate! Sin embargo, la propuesta del filósofo de Karlsruhe es más profunda de lo que parece, algo que se manifiesta cuando se indaga en las razones que la sostienen. Otra cosa es que Sloterdijk, de manera plenamente consciente, recurra al escándalo como medio para mantener con vida “el potencial utópico de la forma de vida política llamada democracia”. Precisamente, la tesis de la fiscalidad voluntaria trata de combatir la fatal combinación de aletargamiento, resignación y resentimiento que inexplicablemente domina en las sociedades más ricas de la historia.

Tal es el problema climático que Sloterdijk quiere abordar, con objeto de procurar un cambio de ánimo generalizado. Su premisa es que la imagen del ser humano que posee una cultura coadyuva a la creación de seres humanos de un tipo determinado, de manera que si repetimos el mantra de que somos seres codiciosos a los que solamente une el temor nos convertiremos justamente en eso. Sloterdijk rechaza de plano esa antropología política, que va de Hobbes a Gordon Gekko, de manera coherente con sus postulados acerca de la apertura radical de la naturaleza humana; la misma, dicho sea de paso, que exploró en su anterior gran polémica, la que mantuvo con Habermas a través de Heidegger con motivo de la publicación de Normas para el parque humano en 1999.

En los últimos años, la domesticabilidad del ser humano que interesa a Sloterdijk es aquella que se orienta a la potenciación de nuestros impulsos timóticos, orgullosos y donantes, que coexisten con los eróticos, tendentes a la apropiación. Por eso, Sloterdijk reprocha aquí a Habermas que excluya de la acción comunicativa la dimensión material que consiste en dar y recibir bienes, buscando apoyo en Marcel Mauss (la dádiva como nexo social primario) y Jacques Derrida (el acento en la generosidad, la amistad y el perdón), trascendiendo a su vez el énfasis liberal en el intercambio, por entender que este produce inevitablemente insatisfacción en alguna de las partes. A su juicio, la generosidad donante es esencial para la reorientación de la comunidad democrática, porque quien da sin estar obligado a ello despierta moralmente a la vida.

Vaya por delante que nuestro hombre, que reconoce no poder votar a ningún otro partido que al socialdemócrata por razones familiares, no cuestiona nunca que una estatalidad ordenada demande un sistema financiero eficaz. Pero constata igualmente que la objetiva socialdemocratización de la sociedad crea un espacio nuevo para la innovación moral y política, espacio para orientarnos en el cual son del todo inservibles los juegos de lenguaje heredados del siglo XIX, entre ellos la consuetudinaria distinción entre izquierda y derecha. Es en ese contexto donde llama la atención “el sistema humillante de los gravámenes obligatorios”, incompatible con una fundamentación democrática de la comunidad política. Asombrosamente, los donantes aceptan la fuerte carga impositiva aplicada por un Estado que representa la mitad de las economías nacionales como un hecho natural ante el que solo protestan algunos libertarios; esos donantes carecen, por lo demás, de toda conciencia colectiva. Su fundamento es una mezcla de motivos absolutistas y socialistas, que oscila, por tanto, entre las viejas imposiciones y las no menos viejas confiscaciones: entre la justificación seudoteológica y “las fantasías populares sobre el contrarrobo del Estado a los ‘ricos’ ladrones”. Por añadidura, esta concepción errónea de los impuestos está fatalmente vinculada a la perversa tendencia de los sistemas políticos contemporáneos al endeudamiento sin freno.

Para Sloterdijk, se hace así necesario renovar por completo la fundamentación de la fiscalidad estatal. Hoy, los ricos ya no son los ociosos que vivían de las plusvalías arrancadas a los menesterosos, sino working rich cuya mayoría se sitúa en una clase media desmoralizada: un ciudadano reducido a la condición de portador de un número de identificación fiscal. Si consideramos el Estado de Derecho como una estructura ético-política con valor propio, un nuevo fundamento voluntario –filantrópico– de la fiscalidad puede acordarse “desde el espíritu de la alianza democrática de ciudadanos”. Aunque Sloterdijk plantea alguna propuesta institucional, como un Parlamento de los Dadores encargado de desautomatizar el pago de impuestos, los detalles prácticos se dejan a un lado; la transición sería lenta, pero factible. Y su punto de partida es dejar de considerar que los ciudadanos deban algo al Estado, para catalogar sus contribuciones tributarias como donaciones.

Se trata, en fin, de tomarse la ciudadanía democrática en serio. La provocadora tesis de Sloterdijk posee tanto tonalidades libertarias como acentos neorrepublicanos. De lo que se trata es de que dejemos de ser ciudadanos zombies y renovemos la comunidad política ganándonos la pertenencia a ella. Para quien así lo sugiere, es tristemente sintomático que sus críticos hayan huido hacia delante “ante el horrible concepto de ‘voluntariedad’”, como si dar y dar poco fueran forzosamente sinónimos. Para Sloterdijk, reside aquí un error fatal de la vetero izquierda, a saber, mantener en su lista de enemigos al centro erosionado de las poblaciones activas: medianos empresarios, autónomos, nuevos creadores. En Alemania, 25 millones de contribuyentes que sufragan a 82 millones de habitantes. A su modo de ver, esa es la auténtica multitud revolucionaria y no la que habita en los márgenes inferiores presuntamente subversivos de la sociedad. Ante el reproche que le formula uno de sus entrevistadores, para quien la filosofía debe hablar en nombre de los desfavorecidos, Sloterdijk replica que no hay que confundir filosofía con diaconía. Y para evitar esa confusión parece escribir él mismo: para fortuna de unos lectores a los que despierta a golpe de martillazos. 

Manuel Arias Maldonado, Una provocación con fundamento, Letras Libres, Febreo 2015

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