El cervell humà és una màquina de futur (Jorge Volpi).



OBSERVEMOS A LOS BICHOS CON CUIDADO, como si esta mañana pudiésemos convertirnos en una azarosa mezcla de zoólogos y entomólogos. Animalillos ciertamente sin gracia, los primeros. Regordetes, con uñas que harían pensar en los colmillos de un vampiro y tan cegatones como Moroco, el tartamudo ayudante del Inspector Ardilla, el personaje de los dibujos animados de los setenta. Pero lejos de ser lentos o apocados, los topos no detienen su vocación de mineros y excavan un túnel tras otro justo allí donde a nadie más se le hubiese ocurrido trazarlo. Tampoco es que sus rivales sean más hermosas o sutiles: sólo los más valientes o perversos acarician sus lomos, y su galería de ojos -argos de jardín- o sus mandíbulas, por no hablar de sus picoteos, nos obligan a repudiarlas injustamente. Como sea, las arañas no atienden a sus críticos y, tan obcecadas como los anteriores, lanzan por doquier sus hilachos hasta construir deslumbrantes rosetones en mitad de los arbustos. 


Apenas conviven topos y arañas: mientras unos emprenden sus búsquedas en el subsuelo y si brotan a la superficie es sólo para tomar aire y presumir tímidamente sus hallazgos, las otras bordan a pleno sol, apenas camufladas, y no tienen empacho en exhibir, arrobadas ante su propio talento, los florilegios de sus telares. No es que topos y arañas se desprecien mutuamente: en el fondo albergan altas cuotas de admiración -o llana envidia- hacia las labores de los otros, solo que, en el ecosistema en el cual ambos son prisioneros, pocas veces se atreven a expresarlo. Siglos atrás, topos y arañas apenas se diferenciaban, y alguien con el entusiasmo suficiente podía escalar de una condición a otra sin sorprender a nadie. Aquellos buenos tiempos por desgracia se han agotado y hoy los topos son más topos que nunca, y las arañas, todavía más arañas. ¿Qué le vamos a hacer? Los primeros agotan su vida -y su vista- en estudiar un sinfín de materias para poder edificar sus túneles: ¿cómo habría de quedarles tiempo para maravillarse ante una vulgar telaraña? Y las arañas son aún peores: desprovistas de la sabiduría necesaria para apreciar la belleza arquitectónica de un túnel, ni siquiera se les ocurre pasearse por alguno. 

Enfangados en sus particulares laberintos, topos y arañas suelen olvidar que sus labores son equivalentes o que comparten al menos el mismo origen. Unos y otras se asumen privilegiados y se consideran mejores dibujantes del mundo que sus competidores. Los topos ven a las arañas como meros flâneurs o diletantes, artesanos con poca formación y mucho tiempo libre dedicados a copiar la naturaleza más que a descifrarla; las arañas, a su vez, contemplan a los topos con el respeto que merecen profesionales -digamos un electricista-, enzarzados en resolver sus ecuaciones o sus fórmulas. Insisto: ni unos ni otras se dan cuenta, o quizás prefieren no darse cuenta, de que sus prodigios provienen de una fuente común: ese órgano, más grande o más pequeño, más lúcido o más sentimental, que dirige todas nuestras pesquisas. El cerebro.


2
Supongo que la fábula resulta transparente. Admirados científicos que hoy nos acompañan: sí, ustedes son los gallardos topos. En cambio yo, igual que el resto de mis colegas artistas o escritores, somos las espantosas arañas. 

¿El topo como emblema de la ciencia?, se quejarán ustedes. ¿Esa bestezuela ciega y adiposa? Estoy seguro de que ustedes hubiesen preferido el águila con su gran vista o el delfín que se abisma en los océanos del conocimiento o de perdida un elefante de infalible memoria. Habrán de disculparme: el topo es perfecto para ustedes. Su ceguera es otra forma de visión, como la de Tiresias: en medio de la oscuridad, se abren paso, siguiendo tanto su instinto como las lecturas de sus herramientas, por esos caminos que poco a poco nos revelan los secretos del cosmos. En cambio nosotros, los artistas, somos viles arañas no nada más por nuestra tendencia a mordernos unos a otros, sino por el carácter juguetón, casi pueril, de nuestras creaciones. Mientras ustedes, hombres y mujeres de ciencia, descifran las leyes del universo, nosotros nos conformamos con nuestras bagatelas: frescos, novelas, sinfonías. 

El relato vuelve a resultar injusto porque, de nuevo, tanto las abigarradas fórmulas que sueñan con explicar el tiempo o la materia, o los teoremas que revelan una singularidad química, biológica o matemática, provienen del mismo lugar que una trama romántica, un poema metafísico, un tríptico renacentista o un lied de Schubert: nuestro cerebro. Y en particular de ese insólito producto de nuestro cerebro, tan manoseado como poco estudiado, al que damos el nombre de imaginación.

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Sacerdotes y místicos tienen todo el derecho de argumentar otra respuesta: que uno o varios dioses, maliciosos o severos, bondadosos o iracundos, encerraron en nuestros pobres cuerpos un alma inmortal que desde dentro nos controla. Una bonita idea que, en mi humilde opinión, se halla más bien en mi campo de trabajo: el de la literatura de ficción. Por ello los demás tendríamos que convenir, en palabras de Francis Crick, que sólo somos nuestro cerebro. 

Drástico, inquietante, acaso sobrecogedor, pero no por ello menos cierto: todo lo que somos y todo lo que nos ocurre, ocurre aquí adentro, en este molusco oscuro y silencioso que la evolución hizo crecer en nuestras deformes cabezotas. Y ese todo no solo incluye nuestros recuerdos de la infancia, ese Pollock y ese Velázquez, la suave lluvia de ayer por la mañana, el amor por mi mujer o mi espanto ante la tragedia de Ayotzinapa, sino también esas leyes que gobiernan al mundo que ustedes, amigos científicos, persiguen tan afanosos. Por demencial que nos parezca, la relatividad o el modelo estándar no suceden más allá de las nuebes, en el intangible dominio de lo real, sino aquí adentro, en las millones de neuronas regadas en cada uno de nosotros. 

Con estas afirmaciones no pretendo aproximarme a un solipsismo wittgensteineano ni a un idealismo extremo, tan fantasioso como esa novela de David Markson en la que el personaje está convencido de ser el único habitante del planeta. Para esquivar de una vez este callejón sin salida, asumamos de manera práctica, como suelen hacerlo ustedes, que la realidad existe (más allá de que no podamos aprehenderla directamente) y que la realidad es inteligible. En otras palabras: que nuestro cerebro fue modelado por las mismas leyes que rigen el universo y que, por esta única razón, es capaz de decirnos cosas ciertas respecto a lo que sucede conmigo y a lo que sucede allá, en el vasto dominio del mundo. (Si no confiáramos en este axioma esencial, sería momento de marcharnos de vuelta a casa.)

Obviemos, pues, el alud de divagaciones filosóficas, epistemológicas y psicológicas que podrían enfangarnos en este punto para concluir con esta hipótesis -sería mejor decir con este cuento- provisional: toda la ciencia que ansía comprender el cosmos, y todo el arte que aspira a representarlo, son productos de la imaginación, ese poderosísimo mecanismo generado por nuestro cerebro para relacionarnos con el afuera.

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¿Por qué la evolución nos dotó con esta inmensa corteza cerebral? Sin duda, no para que recordemos nuestra primera comunión o nuestro primer beso, ni para que enhebremos hondas reflexiones en torno a la muerte, como han apuntado algunos antropólogos, o para que agotemos las horas dándole vueltas a la inmortalidad del cangrejo. Aunque de todo ello sea capaz el cerebro humano, su función evolutiva es distinta: otorgarnos una ventaja competitiva frente a los demás animales -exceptuando quizás a los delfines. ¿Y en qué consiste dicha ventaja? En adelantarnos, mejor que cualquier otra criatura, al después. 

El cerebro humano es, por encima de todo, una "máquina de futuros". Así fue diseñado y por ello nos resulta imposible alterar su configuración. Gracias al poder combinatorio de nuestra corteza cerebral, podemos desprendernos de las órdenes dictadas por nuestros genes y reaccionar frente al ambiente más rápido y mejor que cualquier otro mamífero. De la capacidad de predecir más o menos adecuadamente los hechos venideros ha dependido nuestra supervivencia y nuestro errático dominio sobre la Tierra. 

Describiré el proceso de forma somera. Los sentidos llevan información del mundo hacia el cerebro: éste la organiza, limpia, pule y da esplendor (como la Real Academia con la lengua) y por fin la convierte en patrones más o menos generales. De este modo, si el sujeto llega a toparse a continuación con un escenario semejante, el cerebro puede dictarle cómo reaccionar con mayores posibilidades de sobrevivir o de obtener algún beneficio. 

Gracias a este mecanismo, que nunca se detiene, los humanos somos seres esencialmente imaginativos -y narrativos. Querámoslo o no, nuestro cerebro genera escenarios de futuro sin parar. La ciencia y la literatura nacen de esta pulsión natural: tanto el astrónomo -el topo- que busca un patrón para explicar el movimiento de los astros como el escritor -la araña- que va desvelando los movimientos de sus personajes, hunden sus trabajos en esta irremediable obsesión asociada con la arquitectura evolutiva de nuestra mente. (Igual le sucede a los lectores: si una novela o un cuento se ponen en marcha es gracias a que nuestro cerebro no puede dejar de preguntarse qué pasará después.) 

La imaginación no es, entonces, sino el recurso de nuestro cerebro para concebir futuros posibles. Sea que investiguemos la realidad a fin de hallar reglas que nos permitan predecir el comportamiento del tiempo o la materia, sea que nos desdoblemos por medio de la ficción para atestiguar vidas distintas a la nuestra -a decir verdad, para vivirlas-, nos hallamos frente al mismo procedimiento, desatado en el torbellino de nuestras neuronas, de producir un inagotable torbellino de imágenes del mundo. 

Esas imágenes, huidizas y caóticas, que se presentan ante nosotros sin freno ni control -como ese avestruz con botas de plástico que entreveo ahora, sin razón alguna, al lado de aquella puerta-, poco a poco son organizadas por el cerebro o, más bien, por esa otra elusiva construcción imaginaria a la que hemos dado el nombre de conciencia o, más comúnmente, de yo. Resulta inevitable que así sea: sin ese orden, sin esa estructura -que es, antes que nada, una ficticia cadena temporal-, el magma de imágenes se volvería tan abrumador como inútil.
El diseño evolutivo de nuestro cerebro nos torna, pues, en sujetos narrativos: si el yo es una suerte de anomalía "en serie" en medio de la arquitectura "en paralelo" de las neuronas, el orden secuencial que le conferimos a la realidad deriva de esa voluntad nuestra de contarlo todo, de narrarlo todo como si por fuerza contase con un principio y un final. Topos y arañas sometidos a la misma condena: darle orden a una realidad que lo esquiva. No otra cosa es, pues, imaginar.

5
Albert Einstein: "La imaginación es más importante que el conocimiento. Porque el conocimiento está limitado a lo que conocemos y entendemos ahora, mientras que la imaginación abarca el mundo entero y todo lo que existe alguna vez por conocer y entender." 
La frase del padre de la relatividad no hace sino resumir, en otras palabras, lo dicho hasta ahora. Pero, ¿cómo surge esa imaginación? ¿Y qué relación mantiene con el pensamiento racional, ese que se dedica puntualmente a enlazar causas y efectos, y que solemos asociar de manera más enfática con el pensamiento científico? 

Lo decíamos antes: nuestras neuronas se hallan ensambladas en un sistema "en paralelo", es decir que, para llevar a cabo su titánica labor de organizar la información proveniente del universo, se ponen en marcha de forma simultánea, a fin de procesarla de mil maneras distintas en el menor tiempo posible. Nuestro yo, en cambio, se comporta de forma lineal, imponiendo una sucesión a cuanto observa. 

Si lo anterior es cierto, el yo tendría que ser visto sólo como un vasto conjunto de ideas inmateriales, producidas por el cerebro material, con una clara función evolutiva: hacernos creer que tenemos un centro, una suerte de controlador de vuelo de nuestro cerebro, nos permite cumplir mejor con nuestra principal tarea: sobrevivir y reproducirnos con éxito. El resultado de este salto evolutivo ha sido prodigioso: el yo -la autoconciencia- nos ha proveído con una singular capacidad para separar el adentro del afuera y para conferirnos una compleja individualidad de la que carecen la mayor parte de los animales (otra vez, delfines excluidos).

Pero mientras el pensamiento racional, metódico, organizado de manera temporal, se lleva a cabo bajo el control del yo, nuestro cerebro en paralelo continúa funcionando por su cuenta, indiferente a sus mandatos dictatoriales. Y acaso sea allí, en esa miríada de neuronas interconectadas en paralelo, donde encuentra su sitio la imaginación. O al menos la imaginación más desbordada. La que da origen a la creatividad -y a la demencia. 

La imaginación, la loca de la casa, nos suele parecer por ello ingobernable. De ahí que las arañas nos creemos inspiradas por las caricias de las musas o tentadas por lúbricos demonios. Porque es allí, en esa turbulencia, en ese maremágnum del cerebro en paralelo, donde las ideas brotan y reverberan, se quiebran y recomponen, se mezclan y se persiguen, mutan y revolotean sin que el platónico palafrenero del yo les imponga sus arrestos. Cuando Einstein afirma que la imaginación es más importante que el conocimiento, se refiere justo al frenesí de las neuronas en paralelo, libres e insumisas, frente al yugo racional, obsesionado solo con los datos, impuesto por el yo. 

La ciencia y el arte comparten suerte: el yo dicta y organiza, investiga y se impone metas, diseña cuadros y esquemas, verifica datos y persigue inconsistencias, pero entretanto el cerebro en paralelo echa a andar avalanchas de patrones, tsunamis de ideas, cascadas con imágenes basadas en esos mismos datos, esperando que el yo elija las más productivas, las más prometedoras. No es casual que otros identifiquen este mecanismo con el incómodo nombre de intuición. 

Los científicos siempre lo han sabido tan bien como los artistas, aunque por vergüenza prefieran callarlo: antes que la hipótesis racional o el frío análisis de los datos predomina la intuición. La imaginación. Y es que, como han detallado estudios recientes en el novedoso campo de la psicología de la ciencia, así ocurre en la mayor parte de las mentes científicas. El apego inicial a una teoría -o a una trama o a un personaje- se produce de inmediato, sin que nos demos cuenta, casi desde que nos planteamos un problema: igual que en muchas otras áreas de nuestra vida, es nuestro cerebro, y no nosotros, quien decide hacia dónde ir. En la mayor parte de los casos, el investigador o el escritor parten de esa intuición irracional -de ese primigenio acto de imaginación- y sólo después, a posteriori, se empeñan en comprobarla o desarrollarla.

Max Planck: "Una y otra vez el plan imaginario que uno intenta construir se rompe y haz de intentar otro. Esta visión imaginativa y esta fe en el éxito son indispensables. El puro racionalismo no tiene cabida aquí." Vale la pena aclarar que lo dicho por el gran físico alemán se aplica tanto a los topos como al de las arañas.

A mitad del Atlántico, 13 de noviembre, 2014

Jorge Volpi, De topos y arañas. Notas sobre la imaginación científica y la imaginación literaria, El Boomeran(g), 07/04/2015

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