Félix Ovejero: "l'alternativa populista".


La versión más primitiva, y más peligrosa, del populismo es la que cuaja en líderes políticos que se presentan como encarnación o intérpretes de “la voluntad del pueblo”, destinados, según ellos mismos, a realizar “misiones históricas”. El nacionalismo es un excelente proveedor de tales personajes. Junto a ese populismo, el de las horas más siniestras de la historia europea, hay otro más cotidiano, apegado al funcionamiento de nuestras democracias que lleva a los gobernantes a adoptar o prometer políticas en las que no creen –y hasta pueden pensar que contribuyen a ahondar los problemas– pero que, a su parecer, les aseguran la victoria electoral. Simplemente se opta por dar por buena la opinión que se juzga mayoritaria para, inmediatamente después, tomarla como bandera y ponerse a la cabeza de la manifestación.

Se podría hablar de un “populismo de las encuestas”. Su sustrato último se condensa en la afirmación típica de muchos personajes populares: “Defenderé lo que el pueblo quiera”. Con pequeñas variaciones, esa “convicción” la podemos encontrar en no pocas organizaciones políticas –supuestamente con una opinión propia sobre los asuntos, esa que los dibuja como alternativas– que defienden ciertas ideas “porque existe un consenso al respecto”1. Como si ese consenso no dependiera del hecho mismo de su aceptación de esa opinión “común” como la opinión de todos. Son palabras que nada dicen y a nada comprometen. La versión actualizada del clásico “de qué se habla, que me apunto”, cuando no la descripción del miedo social: todos, acobardados, creen que los demás están de acuerdo y nadie levanta la voz para decir que el rey está desnudo. En realidad, si se repara, conducen al absurdo. Si todos los ciudadanos pensaran lo que “piensen los demás”, bastaría con que uno tomara partido el primero para decidir, en catarata, la opinión de todos.

Para el populismo, las opiniones se toman como dadas, sin que importe su calidad –si se pide pan, circo, arte o barbarie– o si se han formado cabalmente con buena información y meditado juicio, o, por el contrario, a bote pronto y mediante un lavado de cerebro. Las preferencias de los ciudadanos son buenas sin más. No se discuten, ponderan y corrigen atendiendo a su imparcialidad o buena información, hasta recalar en las mejores. No hay lugar para la deliberación, para la exposición contrastada de puntos de vista. Las demandas ciudadanas constituyen el punto de partida y el de llegada del político populista. Lo que le importa es estar a la cabeza de la manifestación con independencia de la causa que promueve, como aquel ministro de la transición cuando decía: “hemos ganado, no sé quién, pero hemos ganado”.

En estos casos, las decisiones “democráticas” se alejan de la justicia, para buscar, en el mejor de los casos, atender al máximo de preferencias: una mayoría podría decidir excluir a una minoría cuyos hábitos (sexuales, por ejemplo) le disgustan o aceptar la tortura para proteger la seguridad. En baja intensidad, ese populismo acompaña a las peores dinámicas de la democracia de competencia, esa que convierte a los partidos en máquinas recolectoras de votos. La política no conduce a resolver los problemas, sino a evitarlos. Incluso a ahondarlos. El ejemplo más claro es la desatención –cuando no la apuesta en contra– de los intereses de las generaciones futuras y, en general, de los que no pueden votar. Para ganar las elecciones hay que olvidarse del futuro, de la continuidad de la comunidad política. Pero hay ejemplos más cercanos, más cotidianos. La crisis de nuestros días y nuestra reciente historia política.

En 2004, poco antes de la victoria electoral del PSOE, el futuro ministro socialista de Rodríguez Zapatero, Miguel Sebastián, se sinceró con unos periodistas: “Menos mal que no vamos a ganar porque la que viene sobre España es gorda. [Estamos] peor que mal. Tenemos una burbuja inmobiliaria y es inevitable que estalle, y cuando esto ocurra se lo va a llevar todo por delante incluyendo los bancos [...] estoy totalmente convencido. El Gobierno del PP ha sido un irresponsable. En lugar de frenar la concesión de créditos hipotecarios a través del Banco de España, ha echado más gasolina al fuego con las desgravaciones fiscales. Este ha sido el mayor error de su mandato: no eliminar la desgravación de la vivienda pasándola a los alquileres”. Los periodistas, atónitos, le preguntaron por qué no hablaban de eso, ni lo abordaban en su programa electoral. La respuesta fue muy precisa: “No es un programa electoral para gobernar sino para que José Luis (Rodríguez Zapatero) obtenga un resultado lo suficientemente bueno para salir reelegido secretario general del PSOE en el próximo congreso. Después ya haremos un programa económico en serio para gobernar”. Perplejos, es de suponer, los periodistas le formulan la única pregunta lógica: “¿Y si ganáis”. “¡Qué horror! –responde Sebastián–. Eso sería muy malo para mí porque (José Luis) trataría de implicarme y no me podría negar... y mucho peor para él. No estamos preparados ninguno de los dos para gobernar este país...”2

Al final, ganaron. Y por supuesto, no hicieron nada. Es más, cuando en las siguientes elecciones el PP esbozó un tímido asomo de señalar el problema –en un debate entre los potenciales ministros de economía de los dos grandes partidos, Pizarro y Solbes– los socialistas negaron públicamente su existencia. Y volvieron a ganar. Por supuesto, el PP no era distinto, de ahí su prudencia al señalar el problema. No ignoraba que con malas noticias no se recogen votos ni tampoco, puestos a decirlo todo, que su política anterior estaba en el origen del problema. No eran mejores unos que otros o, lo que no es lo mismo, no era –o no lo era fundamentalmente– un problema de buena o mala fe. Eran las reglas del juego. Se comprobaría más tarde, cuando todos evitasen palabras (rescate, secesión, etcétera) que recordaban los problemas.

Félix Ovejero, La democracia de los idiotas, Claves de razón práctica, mayo/junio 2013, nº 228 
http://www.elboomeran.com/nuevo-contenido/442/la-democracia-de-los-idiotas/
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1. Pocos ejemplos más patéticos que el de la izquierda catalana en su defensa de tesis nacionalistas. En lugar de criticarlas, que es lo que cabría esperar, apela a la existencia “de un sentimiento” para sumarse a ellas y, por ende, confirmar –con esa petición de principio, por vía práctica– la existencia del “sentimiento”. Naturalmente, con ello da por bueno no solo el “sentimiento” sino el “argumento” de (apelar a) el sentimiento. Si los sentimientos no fueran evaluables y condenables, deberíamos defender los crímenes pasionales o la xenofobia. O simplemente nos instalaríamos en el peor nihilismo. Lo contaba Hegel: “Lo que se tiene en el sentimiento es completamente subjetivo, y sólo existe de un modo subjetivo. El que dice: ‘yo siento así’, se ha encerrado en sí mismo. Cualquier otro tiene el mismo derecho a decir: ‘yo no lo siento así’; y ya no hay terreno común”,  G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal. Madrid, Alianza/Universitat de Valencia, 1991, p. 34.

2. M. Guindal, El declive de los dioses, Barcelona, Planeta, 2011, pp. 459-60.

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