Ley contra violencia generalizada e interminable del mundo humano.
Podemos decir que la "ley" (desde el código de Hammurabi a las Doce Tablas, de la ley del Talión al código napoleónico) nace como una tentativa de limitar la violencia generalizada e interminable del mundo humano. En términos penales, es muy evidente este impulso en virtud del cual se busca interrumpir la Hidra de la venganza, potencialmente infinita, como bien la describe René Girard en La violencia y lo sagrado. Con este propósito, la humanidad ha inventado, por así decirlo, dos chapuzas. La primera es el empate; la segunda, la igualdad. Los códigos penales antiguos (desde el Talión bíblico al Qusás islámico) imponían, en efecto, sistemas de equivalencias orientados a compensar una pérdida con una pérdida contraria y homologable, tal y como expresa la conocida sentencia "ojo por ojo, diente por diente".
La otra chapuza es la igualdad, que es lo propio del derecho ilustrado moderno: la idea de que todos somos iguales ante la ley y de que la lay no pueda hacer otra cosa por nosotros que afirmar y defender esa igualdad. En términos penales, esa igualdad se llamará (a partir de Beccaria) "proporción"; en términos sociales, "fragilidad". El derecho penal democrático, en efecto, renuncia a "hacer justicia", cosa propia de dioses y reyes absolutos; renuncia incluso a la "verdad", que es siempre religiosa. (...) La misión del derecho democrático es la de garantizar, como ficción profiláctica, la presunción de inocencia de todos los potenciales acusados. Que todos somos inocentes salvo que se demuestre lo contrario es, en efecto, mucho más que una formalidad jurídica: es el principio que nos pone a salvo, precisamente, de los justicieros y los sacerdotes, cuyas figuras suelen ser intercambiables. La ley (las verdaderas leyes, las que los humanos se dan a sí mismos en esos momentos de tranquilidad racional que llamamos "constituyentes"), la ley, digo, está pensada para defender nuestra fragilidad común de los excesos de la "justicia" y de la "verdad".
El derecho nace quizá en ese diálogo famoso entre Sócrates, Gorgias y Calicles en el que el filósofo ateniense cuestiona la identidad, hasta entonces indiscutible, entre la fuerza y la ley. El derecho no es el reconocimiento de la violencia superior sino de la debilidad compartida; la fuerza con la que los débiles limitan la fuerza de los fuertes. Debe servir, por tanto, de árbitro entre violencias contrarias que querrían imponerse social y materialmente: entre, si se quiere, los excesos de la economía y los excesos de la antropología. (...) Esta relativa autonomía del derecho es la que lo convierte en un campo de batalla y no en un simple instrumento del poder: y esa autonomía está también hoy muy dañada bajo las presiones, a un lado y otro, de un neoliberalismo licuefactor que descuida la vida y una reacción liberal autoritaria que quiere proteger sólo las más próximas: o ausencia de ley (como en las guerras que de nuevo devastan el planeta) o ley privada para los amigos y los compatriotas. A veces las dos cosas al mismo tiempo.
Santiago Alba Rico, Los cuatro límites de la moral terrestre, La maleta de Portbou marzo-abril 2025
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