De nou "Occident en decadència".





En este tópico de la “decadencia de Occidente” coincide con una larga tradición literaria, compartida por la parte más conservadora y reaccionaria de las élites euroestadounidenses, que va de un filonazi como Spengler4, a un liberal-conservador e importante responsable intelectual de la política exterior estadounidensecomo Samuel Huntington5. El núcleo de estas narrativas descansa en la división del mundo en razas o culturas, grandes bloques ontológicamente distintos que separan la humanidad de la subhumanidad, a Occidente –que forma la parte dominante y más valiosa de lo humano– de aquella salvaje, redundante, o en otras ocasiones, excedente. Apenas sorprende, que, sumergidos en la era de las catástrofes, de la onda larga de la crisis capitalista –manifiesta de forma casi telúrica en 2008–, de la crisis climática y también del sorpasso económico del resto del mundo sobre los europeos y sus descendientes, el tópico de la decadencia de Occidente, con todas sus connotaciones fascistas, haya alcanzado una renovada preeminencia.

“Crisis civilizatoria” admite, en definitiva, definiciones distintas, causas contradictorias, soluciones opuestas, hasta el punto de que podría pensarse que es un término básicamente inútil. Y, sin embargo, resulta curioso que sirva a tanto a tirios como troyanos: que sea usado por ecologistas desesperados por advertirnos de que hemos rebasado ya demasiados puntos de inflexión (tipping points) del desequilibrio ecológico; socialdemócratas, conscientes e inconscientes, que nos avisan que nuestras sociedades se desestructuran al ritmo que colapsan los Estados bienestar; y también a supremacistas y racistas confesos, que nos hablan del fin de Occidente a causa de la invasión migrante y nuestra propia degeneración moral. Pero es como si detrás de estas diferencias existiera un consenso subyacente que podríamos cifrar en la eminencia de la catástrofe y en que la “civilización”, un logro al fin y al cabo de la humanidad (o de la parte “más valiosa” de esta), se encuentra irreversiblemente en peligro.

En el marco de este consenso, la lucha ideológica se sitúa después, no antes del enunciado “crisis civilizatoria”. Se discuten las causas y se ofrecen matices sobre la civilización que queremos conservar, pero se parte del hecho de que “nuestro mundo civilizado” tiene algo preciado. Lo que se comparte es así una suerte de matriz conservador. Hay algo fundamental que tenemos que conservar, rescatar, y ese algo es la civilización. Que para unos tenga tientes universales y para otros raciales, que sea una propuesta para toda la humanidad o solo para una parte relativamente pequeña, solo habla en última instancia de la amplitud de miras y la generosidad aparente de la persona que la defiende. Lo que se comparte, es que nos vamos al carajo, aunque las causas de la caída puedan ser del todo distintas.

Por eso merece la pena especificar un poco lo que invariablemente aparece como la premisa compartida por todas estas posiciones, es decir: “nosotros los civilizados” (que en algunas versiones también podría ser “nosotres les civilizades”). Como se decía al principio, nada menos ingenuo que el término civilización. Los occidentales, al igual que otros tantos imperios del pasado, han hecho de este término, una barrera infranqueable a la crítica, una poderosa forma legitimación. La cuestión es que civilizado es el modo más autocomplaciente de decirse, por su presunta inocencia: “yo señor y amo de este mundo”.

Emmanuel Rodríguez, No hay ninguna civilización que defender, ctxt 15/03/2025

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