Creure o no creure.





Un reciente estudio realizado por la ONG Common Sense, ha demostrado que los individuos pertenecientes a la generación Z (1997-2010) se tragan las trolas a puñados. Los jóvenes de entre 15 y 26 años tienen una dieta diaria muy rica en desinformación. Mucho más que la de sus mayores. Dirán las malas lenguas que esto se debe a su falta de visión. A la perspectiva social erosionada de la que hacen gala. Sencillamente, al igual que los taxistas se la pasan conduciendo y por eso tienen más accidentes, la generación Z es la más dependiente de la información y la comunicación digitales, lo que la expone a ser mayor víctima de la infinita ristra de mentiras de la red. La pesadilla no está -todavía- en sus limitaciones mentales, sino en el abrevadero del que recogen la actualidad. 

Uno de los grandes problemas de advertir sobre el valor positivo de la desconfianza, es que este cinismo tiene la mala costumbre de infectarlo todo. Si los adultos ya nos revelamos poco sensibles a las reflexiones que exigen los matices, no digamos los infantes. Un grupo que se rinde a los maniqueísmos por pura supervivencia, y que sucumbe a la tentación del rebaño con extrema facilidad. Contando esto último con que, como destacó un estudio sobre Pensamiento Crítico del instituto IO Investigación, realizado en 2022, el 77% de los españoles seguiría a la masa independientemente del borreguismo que descargue. Y sólo un 22% piensa que la diferencia es un valor positivo.

En vista de esto, nos encontramos con dos vertientes. Por un lado, postadolescentes crédulos que caen en la desinformación más rastrera. En aquella que se nutre, vía redes sociales y otros canales online, de la sangre, convirtiendo a sus receptores en auténticos crápulas salivando por la morcilla. O deseosos los informadores, como sanguijuelas, de chupar toda rabia o vulnerabilidad de quienes caen en sus mentiras.

Por otro, pubers descreídos con la capacidad de dudar de esa desinformación, que terminan convencidos de que cuanto se les informa es falso y, en consecuencia, se refugian en teorías descabelladas, a veces extremas o fanáticas, reflejo de su relativismo absolutista. Ambas bifurcaciones -por supuesto, aquí exageradas- dominadas, además, por una tentación orgánica, nacida en la matriz de su falta de experiencia y de las tendencias naturales patrias (recordemos el estudio antes mentado) a la actitud de manada y la seguridad en la decisión de la masa.

Puestos a ejemplificar a base de clichés, tendríamos, en primer lugar, grupos de jóvenes zagalas que creen a pies juntillas toda la marabunta de fango existente sobre brebajes, y pócimas que capaces de hacerlas parecerse a los filtros que usan obsesivamente en Instagram. Y, en segundo, jóvenes mandriles quienes, dudando de la información politizada y polarizante que les llega sobre el feminismo, acaban tragándose las tesis INCELS sobre un Reich matriarcal deseoso de la eugenesia feminista. Ambos frentes hipotéticos, recordemos, igualmente cabalgados por la presión de grupo y el miedo a la marginación tan característico de la juventud.

De sostener Hamlet hoy un cráneo fosforescente, con lucecitas estroboscópicas y altavoz incluido, no diría «ser», sino «creer». Porque he ahí el actual paradigma: «creer o no creer, esa es la cuestión». Un interrogante que los avances de la IA en deep fake y generación de contenido no dejan de engordar.

Galo Abrain, Jóvenes terraplanistas, Retina 12/03/2025

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