Continuïtats del 68.
Brilló 1968 y se apagó para siempre la luz de la revolución. O por lo menos eso creyeron algunos. Los setenta aún vivieron de sus reflejos, por los menos en países como España e Italia, y los ochenta fueron un largo túnel sombrío. Se impuso el “no hay alternativa”, coreado a dos voces: por un lado, la de los profetas del capitalismo global. Pero por otro lado, también, la de los sesentayochistas que, integrados en los poderes político, mediático e intelectual, hicieron de su gestión socialdemócrata de ese mismo capitalismo el único resultado posible de su revolución. Ellos habían hecho la revolución. A nosotros, a los que veníamos después, nos tocaba resignarnos con una vida dedicada a consumir, a comunicarnos y a triunfar, quien pudiera, sin que quedara ya ningún margen para cuestionar la realidad y transformar la vida. Nos ofrecían las prisiones de lo posible, con sus escaparates y sus vidas a la carta. Un mundo solo. Un pensamiento único. Y una idea de la revolución como algo ya pasado. Es lo que compartían, a pesar del simulacro de antagonismo, neoliberales y socialdemócratas.
Han pasado los años, muchos años si los contamos en tiempo de vida y en saltos generacionales. Ahora tenemos un mundo en crisis, expuesto a sus propios límites, planetarios y sistémicos. Parece que ese mundo se ha devorado a sí mismo y nos está triturando la vida con su voracidad depredadora. Del triunfo del capitalismo global a la catástrofe planetaria. Pero este relato sigue siendo demasiado simple. Muy pensamiento único. Y deudor, aún, de una narración en la que los únicos protagonistas siguen siendo ellos, la generación que pilotó el mundo después de 1968.
¿Qué ha pasado mientras tanto? Lo que ha pasado es que en los márgenes de este mundo único la mala hierba ha seguido creciendo y esparciendo sus semillas de insumisión.
Después de décadas creciendo en los márgenes, bajo el desprecio o el reproche de muchos de los sesentayochistas en el poder, percibo ahora cierto interés público por conectar las revueltas de entonces con las de los noventa hasta hoy. Hay continuidades claras: el rechazo a los dirigentes y a la toma del poder, la relación entre lo personal y lo político, el alejamiento respecto a las formas de organización clásicas (partidos y sindicatos), la geografía abierta de las luchas, que saltan de ciudad en ciudad a través de las prácticas, la importancia de los aprendizajes… Pero que las continuidades no nos lleven a repetir la tentación de su final. Las revoluciones no tienen padres ni patrones. Que nadie nos escriba un nuevo fin de la historia, porque lo que está en juego en cada revolución es que los que nos sucedan puedan seguir escribiendo sus propias historias inacabadas.
Marina Garcés, La insumisión permanente, Babelia. El País 04/05/2018
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