Culturals per naturalesa.
Su instrumento musical preferido es la flauta siku hecha de caña de tacuara. Todos hemos visto esas flautas de pan típicas de los Andes, cuya característica más llamativa es que están formadas por dos numerosas filas de tubos que decrecen progresivamente su longitud (el caño más pequeño queda siempre a la izquierda del músico).
En función de su longitud y del diámetro de la columna de aire, cada tubo ejecuta una nota musical. El flautista posa sus labios en el borde y sopla mientras chasquea la lengua haciendo una especie de “cha” o “ta”. El sonido es dulce y melódico, muy hermoso si se maneja el instrumento con maestría.
Josh McDermott, del MIT, lideró un estudio publicado recientemente en Natureen el que se buscaba comprobar si todos los seres humanos percibimos la música de la misma manera. La investigación se centró en la percepción de la disonancia.
Tradicionalmente (o, al menos, desde la teoría de la armonía clásica) se ha creído que todos los seres humanos percibimos la disonancia de la misma forma, es decir, de un modo desagradable; y, además, que todos los seres humanos percibimos como desagradables los mismos intervalos armónicos disonantes. Por lo tanto, la percepción musical, al menos en este aspecto, era ununiversal antropológico, algo inserto en la naturaleza humana que no depende de la cultura en la que hayas crecido y sido educado.
La razón de ello está en que la consonancia y la disonancia se basan en el concepto de armónico. Cuando rasgamos una cuerda, ésta vibra produciendo varias ondas simultáneas: una onda fundamental generada por la vibración de toda la longitud de la cuerda y otras, equivalentes a fracciones de múltiplos de la fundamental en los que podemos dividir dicha longitud (una octava, una cuarta…). Los sonidos que escuchamos son compuestos, aunque nos parezcan simples, y estas fracciones en la que podemos descomponer el sonido son los llamados armónicos.
En función de las relaciones entre las frecuencias armónicas y la fundamental, tendremos intervalos consonantes o disonantes. Los intervalos cuya relación de frecuencia sea de enteros simples serían consonantes (por ejemplo cuarta, quinta y octava justas) y cuando no serían disonantes (segunda y séptima mayores y menores).
Como este concepto de armónico es muy preciso, tanto en términos de leyes de la acústica como en términos de proporciones matemáticas, parecía queconsonancia y disonancia eran plenamente objetivas, algo casi propio de la naturaleza física del sonido más que de nuestros gustos musicales.
McDermott quería comprobar esto y encontró en los chimane a los sujetos experimentales idóneos. Son un pueblo que vive aislado de las influencias occidentales (De hecho es difícil llegar hasta donde viven) y su música carece de toda armonía (sonidos simultáneos), siendo exclusivamente melódica (una sucesión lineal de notas). La única música que un chimae ha oído en su vida es la melodía de la flauta siku tocada en solitario, por lo que jamás habría podido escuchar consonancia o disonancia alguna.
Los resultados fueron muy sorprendentes: no es que los chimane encontraran agradables o desagradables diferentes intervalos armónicos que el resto de la humanidad, es que ni fu ni fa, no les decían nada, ni les agradaban ni les desagradaban, les eran totalmente indiferentes. La conclusión era clara: la percepción de la disonancia no es innata, no es fruto de la herencia evolutiva de nuestra especie, sino que es adquirida, fruto de nuestra educación musical. Los chimane, que nunca habían escuchado ninguna armonía, no habían aprendido a valorarla, y, al no tener ningún mecanismo innato que la apreciara como negativa, no tenían juicio alguno al respecto.
¿Estamos entonces ante otra conquista de la teoría de la tabula rasa? ¿La música es algo totalmente aprendido que solo depende de instancias sociales y culturales? No tan deprisa.
El neurólogo argentino Robert Zatorre, uno de los mejores expertos del mundo en como el cerebro procesa la música, se ha mostrado crítico con McDermott respondiendo a su estudio en la misma Nature. Zatorre apela a la plasticidad cerebral: todos nacemos con habilidades muy similares para distinguir sonidos, pero en función de su utilización se irán desarrollando más o menos.
Por ejemplo, todos los bebés tienen la capacidad de discriminar los sonidos de toda la ingente cantidad de idiomas que se hablan en el mundo, pero van perdiendo esa capacidad conforme se especializan en la lengua propia. Así por ejemplo, los japoneses pierden la capacidad de distinguir entre la “r” y la “l”, aunque la tenían al nacer.
Según Zatorre existe una base biológica similar para la música, universal para todos los seres humanos, pero esa base es flexible y se adapta al ambiente, se especializa en lo que va siendo educada, en lo que aprende, y desecha progresivamente lo que no necesita. Nuestra habilidad musical es innata, pero es adaptativa y se afina con el aprendizaje.
Esta polémica tan específica ha reavivado el debate general en torno a la naturaleza y a la cultura ¿Qué viene determinado por los genes y qué se adquiere mediante aprendizaje? Parece evidente que heredamos características físicas de nuestros progenitores: nos parecemos a nuestros familiares.
Pero, ¿heredamos de ellos más cualidades? ¿Heredamos su inteligencia o su personalidad? ¿No solo tengo la horrible nariz de mi padre sino que, encima, he heredado su mal carácter y su mala memoria? ¿O, por el contrario, puedo mejorar notablemente mis características? ¿Puedo aprender a ser inteligente, simpático o incluso bondadoso? ¿Naturaleza o cultura? ¿Nature or Nurture?
La solución a estas preguntas no pudo abordarse científicamente, prácticamente, hasta el último tercio del siglo pasado debido a que se desconocían los procesos de herencia genética. La genética es una disciplina relativa novedosa: nacida a principios del XX con la obra de Mendel y consolidada a mediados con el descubrimiento de la estructura del ADN por Watson y Crick.
En la actualidad (y a pesar del agridulce resultado del Proyecto Genoma) vamos conociendo poco a poco las relaciones entre los genes y cada una de nuestras características, y vamos descubriendo que sí, que los genes tienen muchísimo que decir acerca de cómo somos y nos comportamos (si bien son solo una parte de la historia. Ahora estamos con la Proteómica).
Sin embargo, una idea tan aparentemente de sentido común, como que existe una naturaleza humana innata escrita, al menos en una parte, en nuestros genes, no es algo mayoritariamente aceptado por la comunidad intelectual, y lo fue aún menos durante el siglo pasado ¿Por qué?
Vamos a hacer un breve recorrido por las corrientes intelectuales que han defendido la teoría contraria, a saber, que somos esencialmente cultura, es decir, que la naturaleza humana no viene dada ni por nuestros genes ni por ninguna instancia natural, sino que se aprende, se construye o se configura socio-históricamente.
Es lo que se ha denominado, desde sus sectores críticos, la teoría de la tabula rasa, popularizada por el filósofo liberal inglés John Locke (si bien ya había sido discutida mileno atrás por los griegos, como siempre). La idea es bastante simple: el ser humano, al nacer, es como una tabula rasa (término latino para referirse a las tablillas de arcilla en las que se escribía), una hoja en blanco en la que la experiencia va escribiendo. Para Locke, no había ningún tipo de conocimiento innato, todo lo que hay en la mente proviene de los sentidos,proviene de la experiencia.
La existencia precede a la esencia
El existencialismo fue una corriente filosófica de una grandísima influencia en, prácticamente, todas las artes: literatura, pintura, teatro, cine… e, igualmente, en muchas otras disciplinas: psicología, sociología… Uno de sus grandes creadores y promotores, Jean-Paul Sartre, se quejaba de que una seria doctrina filosófica se había convertido en una vulgar moda de los cafés parisinos.
¿De qué iba el existencialismo? Se resume muy bien en una conocida sentencia del mismo Sartre: la existencia precede a la esencia. Cuando nacemos somos arrojados a la existencia, a nuestra propia vida, y, al comienzo, somos una nada, un vacío de ser, que, conforme vayamos viviendo se irá llenando de vivencias, experiencias, recuerdos (de esencia, de ser)… Para Sartre, el ser de una persona es su historia, su biografía.
Nacemos siendo una nada y nos vamos llenando de existencia ¿Cómo? Otra de las tesis clásicas del existencialismo es que los seres humanos somos radicalmente libres. Esa nada que somos no está determinada por absolutamente nada (valga de redundancia), por lo que puede elegir plenamente entre las diversas opciones que se le presentarán en su vida. Nosotros construimos mediante esas elecciones nuestra propia vida, nos hacemos a nosotros mismos, nos elegimos.
Curiosamente, para Sartre esta libertad no es algo tan positivo pues radical libertad implica radical responsabilidad. De absolutamente todas las decisiones que tomes en tu vida, serás absolutamente responsable. Y, según Sartre, esta responsabilidad llega a ser asfixiante, casi insoportable, como tan magistralmente narró en su novela La Náusea. Pensemos que si estamos en nuestro lecho de muerte (Esperemos que, al menos, con noventa años) y allí descubrimos que toda nuestra vida ha sido un fracaso, que nos equivocamos en todas las decisiones importantes… Estamos a punto de morir por lo que ya no hay tiempo para poder reparar nada… ¡Sería terrible!
Además, para Sartre ni existe Dios ni hay vida después de la muerte, por lo que tu vida es tu única oportunidad de hacer las cosas bien. Si te equivocas, no tendrás más. De aquí otra célebre cita sartriana: “Estamos condenados a ser libres”.
Asfixiados por este exceso de libertad, muchas veces, nos engañamos a nosotros mismos, echando la culpa de nuestros errores a las circunstancias o a otras personas. Constantemente intentamos justificar los fracasos apelando a causas externas: no tuve otra opción, fue mala suerte… la culpa es de la educación, de la sociedad…
A todas estas excusas Sartre las llama mauvaise foi (mala fe) y las identifica principalmente con formas de racionalización (muy similares al mecanismo de defensa freudiando igualmente denominado): narrarse, darse razones a uno mismo, que expliquen la actuación sin recurrir a la motivación principal, sin tener que aceptar la radical decisión voluntaria.
Es muy interesante llevar esta idea a sus máximas consecuencias: ¿Y si todos los frutos de la racionalidad occidental no fuesen más que mala fe? ¿Y si todas nuestras teorías para explicarnos la realidad fueran tan solo formas de autoengaño? La ciencia, la religión, la cultura occidental en toda su magnitud, podría solo ser una excusa colosalmente elaborada para no acepar el pánico a nuestra esencial libertad.
¿Por qué el fascismo tuvo un éxito arrollador en la Alemania de los años treinta? ¿Por qué una de las naciones más desarrolladas culturalmente del mundo se lanzó fanáticamente detrás de la locura de Hitler? Porque seguir ciegamente a un líder te exonera de tu libertad. Tú ya no eres responsable de tus actos, solo obedecías órdenes. Esta es una de las tesis defendidas también por el psicoanalista Erich Fromm en su magnífica Miedo a la Libertad (que recomiendo encarecidamente leer), y que nos alerta del peligroso atractivo de los sistemas totalitarios.
En esta misma línea, Freud sugería que toda la cultura occidental es una neurosis, una enfermedad mental, fruto de no querer admitir una culpa originaria, un pecado original que nos corroe por dentro pero que nos negamos a aceptar. Esa culpa genera una inquietud, una pulsión que nos hace inventar, fabular toda la cultura en la que vivimos. Es la idea de otra obra maestra: Tótem y tabú.
Simone y Judith: el feminismo y la construcción social de la mujer
Simone de Beauvoir es, casi con total seguridad, la mujer más influyente a nivel intelectual de todo el siglo XX. Su obra El segundo sexo (1949) es uno de los best-sellers filosóficos más vendidos de todos los tiempos. En ella, De Beauvoir aplica las tesis existencialistas a la situación social, cultural, histórica, etc. del género femenino.
La conclusión se expresa muy bien en la celebérrima cita donde las haya: “La mujer no nace, se hace”. De Beauvoir quería expresar que la mujer, al igual que el hombre, nace siendo una nada que se construirá libremente a través de sus decisiones. Por lo tanto, la mujer no nace prediseñada para ser ama de casa o servir obedientemente a su marido. La mujer puede ser lo que ella quiera y decida. La idea de género es una construcción socio-cultural que, como tal, puede, y debe, ser modificada.
El comportamiento asociado a ser hombre o a ser mujer no es algo natural, con lo que se nace, sino que se construye en función de la sociedad y el momento histórico en el que se está. De Beauvoir denuncia el papel subordinado o secundario, que le ha tocado vivir a la mujer a lo largo de su historia. Es el momento de cambiar ese rol y que la mujer recupere su identidad (o cree una nueva), lo cual requiere un importante cambio social. El feminismo debe seguir en su lucha por el cambio social.
El segundo sexo impulsará lo que se ha denominado como la second wave, la segunda ola del feminismo moderno (la primera representada por la Ilustración) que indagará ya no solo en los aspectos legales propios de la lucha por la igualdad de género (derecho a voto, igualdad de derechos laborales, etc.), sino en aspectos de la vida ordinaria: costumbres, sexualidad, trabajo, lenguaje, familia, etc. La revolución feminista debería modificar también todos estos aspectos.
Si la segunda ola tuvo su máxima influencia en los años sesenta, entró en crisis en los ochenta y, a partir de los noventa fue sustituida por la tercera. En ella se renovó su base filosófica, pasándose del existencialismo o del esencialismo, propios de la primera mitad de siglo, al postestructuralismo posterior. Los pensadores de referencia serán Deleuze, Foucault, Derrida o Lacan y la filósofa oficial será la norteamericana Judith Butler, autora de El género en disputa, otro grandísimo éxito editorial.
Butler radicaliza las posiciones iniciales del feminismo sosteniendo que no solo el género es una construcción social sino que el mismo sexo también lo es. En el debate en torno a la identidad sexual dominaba la idea de que el género sí que era una construcción pero que el sexo y la sexualidad, al estar muy ligados a la anatomía, eran naturales y, por tanto, no determinados por la sociedad.
Butler da un paso más allá sosteniendo que las mismas prácticas y roles sexuales estarían dominadas por el heteropatriarcado falocéntrico (ojito con la expresión) que resulta opresivo para los individuos que las realizan. El deseo mismo se configura socialmente y, como tal, está diseñado a imagen y semejanza del dominio masculino.
La rebelión feminista debe de enfocarse en subvertir el sexo, decostruirlo y desnaturalizarlo para hacer visible su carácter de constructo social. Habría que romper el carácter binario del género (macho/hembra) hacia identidades nómadas, aceptando la ambigüedad (Butler introduce en su filosofía muchos elementos de la doctrina Queer, los matices, la posibilidad de atribuir nuevos significados al discurso en torno al sexo.
Desvelando el mito de la tabula rasa: un psicólogo canadiense contra el mundo
El brillante psicólogo cognitivo de Harvard Steven Pinker publicó en 2003 una obra explosiva: La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana. La idea es clara: es netamente falso que el hombre venga al mundo como una hoja en blanco y es netamente falso que el hombre no tenga una naturaleza dada de modo innato. Este constructivismo sociológico que parece fundamentar toda la sociología y antropología contemporáneas es completamente erróneo. Todo el voluminoso libro de Pinker (más de 700 páginas) va a estar destinado a demostrarlo.
Téngase en cuenta que Pinker se estaba enfrentando al stablishment de, prácticamente, toda la comunidad universitaria mundial. Como hemos visto, se estaría enfrentando a existencialistas y feministas, pero también a multitud de corrientes más: a toda la tradición antropológica a cargo de Franz Boas (padre del relativismo cultural) o Margaret Mead (otra influyente feminista), a toda la sociología contemporánea (dominada por el constructivismo social de Thomas Luckmann) y, en general, a toda la filosofía postmoderna y postestructuralista ¡Pinker se estaba enfrentando al mundo entero!
Hay tres pilares sobre los que se sostiene esta negación de la naturaleza humana:
El hombre viene al mundo sin ninguna cualidad ni conocimiento innatos (propiamente este el mito de la tabula rasa). Pare desmontar esta idea Pinker se basa en múltiples razones: la primera es la que él llama mero sentido común: todo el que ha tenido hijos sabe que vienen al mundo equipados con distintas habilidades y temperamentos. Y todo el mundo sabe que cada especie animal puede realizar unas tareas y otras no. Mi perro no puede aprender a hablar inglés pero mi hijo sí. La evidente razón es que cada uno está biológicamente equipado de modo diferente.
También se basa en las similitudes conductuales que pueden encontrarse en gemelos idénticos (univitelinos) separados al nacer. Son genéticamente iguales y, a pesar de educarse en entornos completamente distintos, tienen sorprendentes parecidos en su forma de ser y actuar, lo cual no puede explicarse si somos una tabula rasa.
Pero lo que más utiliza Pinker es la presencia de universales antropológicos: cualidades que todos los seres humanos, con independencia de nuestra sociedad, cultura o momento histórico, compartimos.
Para ello utiliza el trabajo del antropólogo Donald Brown Human Universalis (1991), libro en el que se critica el relativismo cultural que ha dominado la antropología desde 1930 sosteniendo la existencia de multitud de universales antropológicos (en la obra se documentan unos 200): evasión (que no prohibición) del incesto, jerarquías sociales y lucha por status y prestigio, matrimonio, celos, división del trabajo por género, envidia, vergüenza, orgullo, creencia en lo sobrenatural, miedo a la muerte y a lo desconocido, condenas hacia el asesinato y la violación, etc. Además hay universales negativos como la total ausencia de sociedades matriarcales (por mucho que les duela a las feministas).
El hombre es una dualidad mente/cuerpo (este será, utilizando la expresión del filósofo Gilbert Ryle, el mito del fantasma en la máquina). Dejamos este tema para el próximo apartado, cuando hablemos de Frans de Waal.
El hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo hace malo (elmito del buen salvaje). Esta idea de origen roussoniano ha marcado gran parte de la antropología moderna. Todos hemos visto muchas películas en las que unos indígenas viven felizmente en su tribu hasta que llega el malvado hombre blanco y pretende exterminarlos (es el clásico argumento de Pocahontas y de la moderna Avatar). Sin embargo, esto dista mucho de ser verdadero.
Pinker ofrece datos convincentes de cómo la violencia ha disminuido en Occidente mientras que es, en comparación, altísima en los pueblos no influenciados por nuestra cultura (véanse los yanomamo y el estudio sobre ellos de Napoleon Chagnon, obra que, previsiblemente, recibió durísimas críticas). Os dejo la Ted Talk donde Pinker nos expone magistralmente sus ideas en este tema:
Pinker piensa que la razón fundamental para negar la naturaleza humana ha sido política. Si venimos al mundo como una tabula rasa, todos somos iguales, nadie es, por naturaleza, mejor ni superior a ningún otro, lo cual encaja perfectamente con la cultura democrática o con los derechos humanos. Sin embargo, si aceptamos que hay una naturaleza biológica innata podría romperse esta igualdad ¿Qué pasaría si descubriéramos que la raza asiática es menos inteligente que la blanca? ¿O que la raza negra es más violenta que las demás? ¿O que los hombres están más dotados para el liderazgo que las mujeres?
Estos descubrimientos podrían justificar posturas elitistas, machistas o racistas, tan poco aceptables para las tendencias éticas y políticas actuales (Sobre todo para la izquierda). Además, dado que la biología se postula como difícilmente modificable al contrario que la cultura (la ingeniería genética está todavía en pañales), todo proyecto político emancipador perdería su sentido. Si, por ejemplo, somos malos por naturaleza, ¿qué sentido tiene intentar construir un mundo mejor? ¿No estará siempre condenado al fracaso? ¿Qué sentido tendría el feminismo de Judith Butler si la mujer fuera naturalmente inferior al hombre?
Sin embargo, este miedo, aunque fuera perfectamente razonable, no tiene que hacernos negar la evidencia científica. Una cosa es cómo nos gustaría que fuese la realidad y otra, muy distinta, como la realidad es. Y, no menos importante, una cosa es como la realidad es y otra, muy distinta, como debería ser.
Si se diera el hecho de que las diferentes razas y grupos étnicos fuésemos más diferentes de lo que parece, nada justificaría que unas razas marginarán o discriminaran a otras. Por esa regla de tres, alguien muy inteligente está legitimado para maltratar a todos los que sean más tontos que él. Además, parece que la ética y la política están, precisamente, para paliar estas desigualdades naturales.
Si en la naturaleza el pez grande se come al pez chico, en nuestras sociedades las leyes estarían para evitarlo. La naturaleza puede ser arbitraria e injusta, pero nuestros sistemas legales y éticos no deben serlo. Pinker no se cansa de argumentar que, de acepar la naturaleza humana, no se sigue ninguna peligrosa consecuencia ético-política.
El error de Beethoven
Pero, ¿y si todo se debiera a un error de enfoque? ¿Y si esta ardua disputa solo se debiera a un mal uso de los términos? ¿Y si la separación entre naturaleza y cultura no fuera más que aparente? El primatólogo holandés Frans de Waal ha sido original a la hora de cuestionar la tajante diferenciación entre naturaleza y cultura, tomando como ejemplo la figura de Beethoven quien, según cuentan, compuso gran parte de sus más sublimes obras en los lugares más indeseables: lupanares, tabernas, casas de juego…
A todos nos resulta poco menos que sorprendente el hecho de que la Novena sinfonía o sus numerosas sonatas para piano, considerados ejemplos de lo más grandioso a nivel artístico que un ser humano puede crear, fueran concebidas entre borrachos y prostitutas. Para De Waal esto constituye un sesgo o prejuicio que actúa también cuando juzgamos la naturaleza y la cultura.
Tendemos a pensar que lo natural es salvaje, primitivo, brutal… Cuando pensamos en la naturaleza, nos suele venir a la cabeza la imagen, tantas veces repetida en los documentales, del feroz león cazando a la débil gacela, o del despiadado tiburón acechando a despistados buceadores. La naturaleza se nos presenta como cruel y estúpida de modo que comportarse como los animales parece significar renunciar a nuestra dignidad humana.
Las grandes obras del ser humano no pueden entonces surgir de la naturaleza, no pueden surgir de nuestra parte más primitiva y animal. Deben surgir de otra instancia, a saber, la cultura. Costumbres, moral, arte, política, ciencia… todas las más altas actividades a las que un hombre puede dedicarse son parte de la cultura. De Waal afirma que da la impresión de que la cultura es una brillante capa de barniz que se superpone sobre un oscuro núcleo biológico, volviendo al viejo (y creíamos que superado en el ámbito científico) dualismo platónico-cartesiano. Volvemos a lo que Pinker denominada como el mito del fantasma en la máquina.
Si partimos de que el hombre es una dualidad cuerpo/alma, materia/mente o naturaleza/cultura, nos encontraremos con el grave (y antiquísimo) problema de cómo compaginar ambos elementos al estar predefinidos a priori como opuestos. Porque si son dos cosas completamente contrarias, ¿de dónde surgió la cultura? Como no pudo surgir de la naturaleza, solo nos queda apelar a la divinidad, a un supremo hacedor que dotó de alma-cultura a un atolondrado primate arborícola.
Pero como esta explicación se sale de los siempre saludables cauces científicos, desde dentro de la ciencia nos quedamos en un callejón sin salida. Y es que, según De Waal, la misma división entre naturaleza y cultura es errónea y conduce a aún más equívocos. Él mismo, en su trabajo como primatólogo, ha dedicado mucho esfuerzo a demostrar que la moral, algo tan clásicamente cultural y humano, tiene su origen en el mundo animal.
Hay multitud de estudios que demuestran que en animales superiores (sobre todo primates: bonobos o chimpancés) existen sentimientos (o, como mínimo,protosentimientos) y comportamientos morales: hay autoconsciencia, empatía, altruismo, alianzas, cooperación, jerarquía, sentido de la justicia o de la equidad, etc. La naturaleza no es mala y la cultura buena. Esto segundo es evidente si pensamos que Auschwitz fue planificado y construido por una de las naciones culturalmente más avanzadas del planeta. Para profundizar más en ello, recomiendo la lectura del libro de De Waal Primates y filósofos.
Disolver el problema
Creo que los nombres no son más que etiquetas válidas siempre que nos sean útiles para trabajar con ellas. Y quizá lo que ha pasado con los de naturaleza y cultura no es que hayan dejado de ser útiles, sino que son un estorbo que conduce más a errores que a nuevos descubrimientos. Pinker tiene toda la razón: se ha abusado del concepto de cultura llegando a negar cualquier base biológica a nuestra conducta.
No obstante, quizá todo no se deba tanto a algo intencionado como, sencillamente, a que ha sido desde hace muy poco cuando la ciencia ha podido decir algo sobre la susodicha base biológica (y todavía no ha dicho demasiado). Psicólogos, antropólogos, filósofos y sociólogos no podían recurrir a la ciencia para hablar del hombre, sencillamente, porque la ciencia todavía no podía decir nada del hombre.
Cuando la ciencia, ya sea a través de las Neurociencias, de la Psicología Cognitiva o Evolucionista, ya sea a través de la Inteligencia Artificial o de la Genética, de las novedosas Epigenética o Proteómica, vaya desvelando más y más cualidades del hombre, más absurdo nos parecerá distinguir entre natural y cultural o artificial.
Y es que parece que lo propio del hombre, lo más natural en él, es la cultura. Somos culturales por naturaleza o, dicho de otro modo, nuestra naturaleza es la cultura. Todos los rasgos llamados culturales que aprendemos a lo largo de nuestra vida tienen un claro origen biológico en un cableado cerebral muy plástico que permite la flexibilidad del aprendizaje.
Y ese mismo aprendizaje que permite adquirir cultura surgió como una adaptación más al medio (adaptación, como todos sabemos, muy buena) no ya en nuestros parientes primates, sino mucho antes, cuando surgieron los primeros sistemas nerviosos en los cnidarios (medusas) y evolucionaron durante eones para percibir e interactuar más eficazmente con el entorno.
Cuando el robot Curiosity pasea por Marte, sus huellas no son más que el eco evolutivo de los ganglios neuronales (primeros protocerebros) de un platelminto (un gusano plano).
Santiago Sánchez-Migallón, El mito de la tabula rasa: la feroz controversia entre la naturaleza y la cultura, xataka.com 07/09/2016
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