Sobre la superstició (Carl Sagan)
En su página The Marginalian, María Popova publicó recientemente un texto titulado «Parpadea dos veces para calmar un cuásar: Carl Sagan sobre la superstición». El artículo arranca con un recuerdo de su infancia en Bulgaria: la imagen repetida de perros atropellados y un deseo supeditado a un ritual mínimo y privado. La creencia en la que basaba su superstición era que tocando cada barra de una verja al pasa podría cambiar el curso de los acontecimientos y evitar nuevas muertes. Sus dedos, dice, llegaron a hincharse de tanto insistir, pero los perros seguían muriendo. La escena enlaza con otra: su abuela rezando cada noche para protegerlos del daño, un daño que llegaba igual.
Las supersticiones, que parecen inofensivas, tienen su manual de instrucciones grabado en la cabeza de cualquiera. No es magia, es psicología. El mecanismo es sencillo: si haces algo y luego ocurre lo que esperabas —aunque no tenga nada que ver—, tu cerebro lo apuntará como causalidad. Skinner lo comprobó con palomas: les daba comida a intervalos fijos y las aves inventaban danzas ridículas pensando que así la garantizaban. A eso se le suma la memoria selectiva: recordamos cuando “funciona” y olvidamos cuando no. Luego está la necesidad de control, esa manía de no dejarlo todo al azar porque el azar da miedo; un gesto repetido sirve de chaleco salvavidas. Y, como remate, nuestro detector de patrones, heredado de cuando sobrevivir dependía de ver amenazas donde quizá no las había. El resultado son creencias pegajosas, a veces elevadas a categoría cultural, que se transmiten como recetas de cocina: sin preguntar mucho por qué, pero con fe en que, de algún modo, ayudan.
Popova utiliza estas memorias como puente hacia un hallazgo reciente en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos: un manuscrito inédito de Sagan, escrito el 21 de septiembre de 1979, titulado «Superstition: note».
«La superstición [es] cobardía ante lo divino». Así lo dijo Teofrasto, contemporáneo de Aristóteles y Alejandro. Vivimos en un universo donde los átomos se crean en las estrellas; donde la vida surge de la luz del sol y los rayos en el aire y las aguas de planetas jóvenes; donde la materia prima para la evolución biológica a veces se crea con la explosión de una estrella al otro lado de la galaxia; donde la materia puede combinarse de una forma tan sutil que llega a ser consciente de sí misma; donde algo tan bello como una galaxia se forma cien mil millones de veces; un universo de cuásares y quarks, copos de nieve y luciérnagas; donde puede haber agujeros negros y otros universos y seres inteligentes tan superiores a nosotros que su tecnología nos parecerá indistinguible de la magia. Qué pálidas son, en comparación, las pretensiones de la superstición y la pseudociencia; qué importante es para nosotros perseguir y comprender la ciencia, ese esfuerzo característicamente humano, imperfecto e incompleto sin duda. Pero el mejor medio para comprender el mundo que conocemos. No hay ningún aspecto de la naturaleza que no revele un profundo misterio, que no toque nuestro sentido del asombro y la admiración. Teofrasto tenía razón. Los que temen al universo tal y como es, los que desean fingir un conocimiento y un control inexistentes y un cosmos centrado en los seres humanos, preferirán la superstición. Pero aquellos que tienen el valor de explorar el entramado y la estructura del Cosmos, incluso cuando difiere profundamente de nuestros deseos y prejuicios, a esas personas les pertenece el futuro. Las supersticiones pueden ser reconfortantes durante un tiempo. Pero, como evitan enfrentarse al mundo, están condenadas al fracaso. El futuro pertenece a aquellos que son capaces de aprender, de cambiar, de adaptarse a este exquisito Cosmos en el que hemos tenido el privilegio de habitar durante un breve instante.

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