"El govern ha de funcionar com una empresa ben gestionada" (Curtis Yarvin)
Demasiadas veces se utiliza democracia en un sentido casi orwelliano, como un eufemismo para el gobierno de una serie de instituciones selectas, cuando en realidad hablamos de algo mucho más parecido a sociedad civil. En la práctica, eso que la mayoría de los países llaman democracia es más bien una oligarquía meritocrática. Esta diferencia es fundamental, porque determina cómo analizamos todo lo demás; lo que parece democracia casi siempre es la administración institucional de una élite que se autoperpetúa.
Mire la historia estadounidense, especialmente en Nueva Inglaterra, y verá cómo Harvard y las universidades top han estado engranadas al poder desde el principio. El entramado educativo, editorial y el funcionariado forman lo que llamo la Catedral. La Catedral es como el cerebro, marca el rumbo intelectual; el deep state, la burocracia, es la máquina. Instituciones como Harvard, Yale y esas marcan los límites de lo que es ciencia legítima y, por tanto, lo que el gobierno puede hacer.
Este tipo de régimen, oligarquía de sociedades civiles, tiende a pudrirse con el tiempo. Se transforma en un mercado de ideas, pero el objetivo es el proceso, no el resultado. Por ejemplo, Harvard intenta funcionar como uno de esos mercados. La ciencia se vuelve otro mercado de ideas, lo cual es genial… hasta que deja de serlo. Las malas ideas pueden prosperar, la meritocracia también fracasa.
El populismo surge precisamente como una consecuencia inesperada de este mercado: gente común, como esas mamás del fútbol en Facebook, empieza a creerse y difundir teorías alocadas sobre vacunas o conspiraciones. Nadie dirige este proceso, ni es propaganda rusa. Es simplemente lo que el sistema produce por naturaleza.
El pensamiento mágico ahora puede acceder a poder real, lo cual es peligroso y aterrador. Estamos entre una meritocracia institucional agotada y un populismo cada vez más errático. Ambos problemas. El sistema no sabe adaptarse, los dos polos están cansados y atrapados, como una pareja en crisis que ya solo ve los defectos del otro sin poder separarse.
Para mí, la pandemia de Covid mostró todas estas grietas de forma brutal, igual que Chernóbil lo hizo con el fracaso de la Unión Soviética. El Covid no fue un instrumento para causar una crisis, sino ciencia normal convertida en locura burocrática: lucha por subvenciones, demostrar problemas que podrían venir, proteger intereses institucionales. El sistema incentivó el riesgo, la negación y el encubrimiento; no hay un villano, solo un proceso fuera de control.
El mercado de ideas es evolutivo, produce ganadores, pero la evolución no siempre crea flores bonitas, solo las ideas más virales. La meritocracia no siempre premia la verdad; a veces el brillo, el consuelo o el beneficio. Vuelvo a las vacunas, tienes a madres desconfiando del sistema, mientras la élite puede hasta provocar daños y taparlos. El periodismo científico falló mucho porque dependía demasiado de tener acceso a los mismos funcionarios a los que debía vigilar.
El populismo autoritario, aunque peligroso, de vez en cuando aporta una cruda dosis de sentido común. Mientras tanto, las élites intelectuales a veces inventan ideas increíblemente complejas y francamente disparatadas que se ven inteligentes pero que en el fondo no lo son. En cierto sentido, a veces el populismo funciona como antídoto. Claro, si se va al extremo, como en Chile en los 70 de Pinochet o Alemania en los 30, se vuelve otra cosa mucho más peligrosa. La meritocracia tiene fallos serios, el populismo autoritario también. La pregunta es, ¿qué pasa cuando colisionan ambas fuerzas, cada una con sus defectos?
Mire a Trump y el Covid. A principios de 2020, el discurso dominante era que el Covid no importaba: ve a Chinatown y lámete el pomo de una puerta. Luego Trump, por motivos que solo él sabe, cambia radicalmente, y la élite, la esposa en el cuento de ese matrimonio disfuncional, da un giro completo y se vuelve más dura todavía. Eso deja a la vista la inestabilidad, la élite no lidera, reacciona, y a veces incluso radicaliza más en reacción a Trump, como el personaje Jack D. Ripper en Doctor Strangelove, quien ordena un ataque nuclear a la URSS porque una conspiración comunista busca controlar los “fluidos corporales” de los estadounidenses. Al final, solo Suecia siguió igual. Yo fui halcón al principio y gané dinero apostando porque el Covid sería devastador, pero, mirando atrás, fue un país como Suecia el que estaba en lo cierto.
La conclusión es que el sistema de élite meritocrático es irreparable, solo repite sus propios fallos. El populismo autoritario es peligroso, sí, pero tal vez sea posible convertir el populismo en una medicina en vez de un nuevo mal, así como el veneno del monstruo de Gila sirve para fabricar Ozempic. ¿Podemos canalizar esa energía, neutralizar el veneno y aprovecharlo, en vez de solo crear un problema nuevo?
El reto real es encontrar la forma de transformar esa energía caótica del populismo en algo que renueve lo que la meritocracia ya no puede sostener. Esa es la pregunta clave.
Trump no es mi modelo CEO autoritario. Solo mira su historial, no es un ejecutivo disciplinado ni un líder operativo. La Trump Organization es puro marketing, no gestión real. Compáralo con alguien como Elon Musk. Él construye empresas colosales y solo triunfa si tiene control total y socios competentes, como Gwynne Shotwell en SpaceX. Musk es visionario pero no un gestor, y Trump ni siquiera eso. JD Vance es más interesante, habla el idioma de la élite y de la calle, justo lo que hace falta. Al final, gobernar va de resultados, no de dividir el poder. ¿Quién gobierna mejor?, es la pregunta.
Los aristócratas existirán igual, pero no todos deben competir por el poder político. Mejor dirigir su ambición a la excelencia, al arte, la arquitectura, proyectos importantes. Los que sí entren en el gobierno, deben hacerlo en una estructura que funcione, donde la ambición fortalezca el sistema, no lo debilite. Eso es lo que tenían las monarquías ilustradas, los mejores artistas y científicos en el centro, apoyando al Estado. Si no hay esa estructura, el talento se dispersa y el sistema se rompe.
El caos se evita con jerarquía clara aunque premiando el mérito. El gobierno tiene que funcionar como una empresa bien llevada, un mando definido, lógica de promoción, misión compartida. La gente ambiciosa necesita rutas legítimas para aportar, no sentir que solo pueden destruir el orden para ser escuchados. Si no, tienes guerras civiles, revueltas inútiles o una parálisis absoluta. Mire Latinoamérica en el siglo XX. O el sistema migratorio estadounidense, es un caos absurdo, y eso es lo que pasa cuando no hay modo claro de canalizar la energía colectiva.
¿Por qué hablo de la necesidad de un dictador tipo CEO? Porque más o menos cada 75 u 80 años, Estados Unidos se topa con un presidente con esa energía. Franklin Delano Roosevelt fue el último. Es un patrón cíclico, como un cometa o un terremoto.
FDR era como un patriarca de Gabriel García Márquez. Apareció en un momento excepcional, la Gran Depresión, y rehizo el país desde sus cimientos. Pero el deep state y la Catedral son el mundo que él construyó, las estructuras que nos definen hoy. No estuvo solo. Fue una revolución organizada por las élites. Por eso lo vemos tan distinto a otras figuras como Hitler, que también llegó por la vía democrática, pero de una forma mucho más populista.

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