No sabem què és el que fa únic el pensament humà.





Ríos de tinta se han vertido sobre la hipótesis de que el pensamiento está indisolublemente asociado al lenguaje. Hablar o escribir, en efecto, son formas de pensar, pero de ningún modo son las únicas. Es evidente que podemos pensar en imágenes. Nadie necesita saber que una calle se llama calle ni que un autobús se llama autobús para saber —para pensar— que no debe cruzar la calle. La idea de que el lenguaje es necesario para el pensamiento tiene el aire de una religión, a la que podemos llamar sectarismo de especie. Porque, si se puede pensar sin lenguaje, otros animales podrán pensar también, y eso resulta humillante para muchos intelectuales. Ese mismo sectarismo de especie, por cierto, es el que genera la mayor parte del rechazo de los guionistas, artistas y humanistas a la inteligencia artificial. 

La imaginación —la “facultad del alma que representa las imágenes de las cosas reales o ideales”, en la bella expresión de la Academia— es fundamental en nuestros procesos mentales. Tomemos el ejemplo de August Kekulé, el padre de la química orgánica. En la década de 1860 parecía claro que las moléculas orgánicas consistían en cadenas de átomos de carbono, pero la fórmula del benceno no cuadraba. Kekulé, según contó él mismo, se quedó medio sopa junto a la chimenea y en ese momento ambiguo de la duermevela soñó con una serpiente que se mordía la cola y, de repente, se despejó y vio que había hallado la solución al enigma. El benceno no era una molécula lineal, sino un anillo.

La química orgánica nació literalmente de una imagen: la de una serpiente que se mordía la cola. Salvador Dalí, por cierto, utilizaba esta misma técnica para resolver problemas creativos. En su caso, se adormecía en un sillón con un plato en el regazo y una cucharilla en la mano derecha. Justo cuando estaba en la frontera entre la vigilia y el sueño, la mano se le quedaba tonta, la cucharilla caía sobre el plato y él se despertaba con una idea innovadora.

¿Podría hacer eso una máquina? Albert Einstein reflexionó a fondo sobre la intuición, porque sabía que sus mejores ideas parecían haberle caído del cielo. Su conclusión fue que la intuición es el resultado del esfuerzo intelectual previo, y que a posteriori se puede reconstruir el camino que ha seguido tu cerebro mientras tú pensabas en otra cosa. La creatividad no es un sustituto del conocimiento, sino su consecuencia.

Con la excepción de algún ingeniero iluminado que ha creído ver al fantasma en la máquina, nadie pretende seriamente que la IA actual esté pensando, no al menos en algún sentido reconocible de ese verbo. La cuestión es más bien si puede llegar a hacerlo. Y aquí sí que yo, por poner un ejemplo tonto, empiezo a discrepar gravemente de la mayoría de los intelectuales. Y mis razones no son técnicas, sino históricas. Si hay un sesgo que compartimos todos los Homo sapiens es el de pensar que somos especiales. Y la historia de la ciencia es exactamente la de nuestra expulsión del paraíso. Desde que Copérnico nos sacó del centro del sistema solar, no hemos parado de recibir humillaciones una tras otra. Nuestro Sol tampoco es el centro de la creación, sino una estrella ordinaria entre los 200.000 millones de estrellas ordinarias que forman la Vía Láctea, que a su vez es una galaxia perfectamente vulgar entre los 200.000 millones de galaxias vulgares del universo observable. Del inobservable ya ni hablemos. Y encima nuestra especie no fue creada por Dios, sino que evolucionó del mono.

Al menos, tendemos a pensar desde nuestro chauvinismo, somos los únicos seres pensantes, una rara y preciosa joya que brilla en la inmensidad de un cosmos yermo y obtuso como un canto rodado. De ahí que la mera posibilidad de que las máquinas puedan pensar irrite a todo el mundo menos a los estudiantes poco aplicados, que están encantados de que ChatGPT les haga el trabajo para la evaluación trimestral. Pregunta en una tertulia si las máquinas pueden pensar y verás a los escritores proferir tacos, a los humoristas cabrearse, a los pintores afeitarse el bigote y a los guionistas ponerse en huelga. ¡Eso nunca!

Por cierto, los programadores pensaban lo mismo hasta hace unos años. Como todos los demás, estaban seguros de que su trabajo era demasiado importante o demasiado exigente como para dejarlo en manos de uno de los malditos robots que ellos mismos estaban diseñando. Pero ya se han dado cuenta de lo mucho que se equivocaban. La IA ya es un excelente escritor de código informático, y la de programador va a ser una de las primeras profesiones en que el empleo se va a perder a chorro más temprano que tarde.

El esencialismo humano es una idea más religiosa que filosófica o científica. En el fondo se basa en la misma falacia dualista que ya confundió a Descartes: la creencia apenas formulada de que nuestra mente es distinta de nuestro cerebro, que consiste en un magma inasible e inaccesible a la razón científica o, en otras palabras, que tenemos un alma. Y el problema es que no tenemos un alma. Nuestra mente consiste en neuronas disparándose señales eléctricas y químicas. No hay nada filosóficamente distinto entre eso y las corrientes eléctricas que subyacen al funcionamiento de una inteligencia artificial. Los dos estamos hechos de átomos y moléculas y fuerzas fundamentales de la física.

La hipótesis central de la ciencia cognitiva es que el pensamiento consiste en representaciones internas de la arquitectura del mundo, y en operaciones computacionales que actúan sobre ellas. El razonamiento causal, la imaginación, las emociones y las analogías son parte esencial del pensamiento humano, pero no tienen nada de mágico, de gnóstico ni de sobrenatural. La única razón de que las máquinas actuales no piensen es que todavía no sabemos cómo pensamos nosotros, y por tanto los ingenieros no pueden inspirarse en la neurología, como han hecho sin cesar en el pasado, para seguir avanzando. Este es un punto de vista humanista, pero no esencialista: lo único que nos hace únicos es que, por el momento, no acabamos de entender nuestra biología. Algo es algo.


Javier Sampedro, ¿Pueden pensar las máquinas?, El País 24/08/2025

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