Per què l'experiència és il.lusòria per a Parmènides?
2.1. Desde que comenzó esa conversación que con el tiempo hemos dado en llamar filosofía, esta posición “parmenídea” (a veces nombrada como “eleatismo”), que se enorgullece de ser una consecuencia necesaria de la actividad conceptual del entendimiento, y hasta un resultado inexorable de la Razón, se ha encontrado con un escollo principal: lo mal que se compadece con todo eso que podríamos llamar la experiencia de los hombres, no simplemente en la acepción de “experiencia sensible”, sino sobre todo en la medida en que esa experiencia (que es experiencia de la multiplicidad, y no de la unidad del ser) se encuentra anclada en el lenguaje, que es el que formula y consolida en el espacio lógico (en el espacio del lógos) el pensamiento de los contrarios (frío y calor, día y noche, masculino y femenino, etc.). Por este motivo, Parménides (y todos sus seguidores) se ven obligados a declarar que la experiencia (por muy bien que se encuentre asentada en la vida práctica de los hombres) es “ilusoria”, y que sus “ilusiones” y “fantasmas” adquieren una consistencia aparente en el seno de ese lenguaje que multiplica los entes y que, en lugar de revelarnos su ser, nos lo oculta (nos oculta la “unidad real” que subyace a la multiplicidad aparente. Esta es, a mi modo de ver, la raíz última y la más profunda del concepto de “ideología” como “falsa con(s)ciencia”. La idea de que los hombres, por su propio género de vida (no-divina), se ven obligados por su práctica (por las necesidades prácticas que comporta su género de vida mortal) a creer en ilusiones, a tener una “falsa conciencia” de la realidad.
2.2. Desde muy pronto, ya en la Grecia Antigua, hubo quienes se aprestaron a extraer de estas tesis “parmenídeas” una consecuencia, por así decirlo, anti-filosófica (o, más precisamente, anti-ontológica): si el ser sólo puede decirse como ousía, y si el lenguaje humano (y la totalidad de la experiencia de los mortales que se expresa en él) es incapaz de alcanzar ese ser, vale más que nos olvidemos de la ontología (debido a su carácter inefable) y admitamos que el lenguaje humano carece de toda posibilidad de referencia al ser, y que sólo es una herramienta práctica (coherente con la experiencia humana) para la interacción entre los hombres, que no debe evaluarse por su verdad o su falsedad, sino por su eficacia o su ineficacia en el logro de los propósitos humanos. Esta es la conocida posición de los sofistas en la Antigüedad, una posición que, como bien sabemos, resultó siempre insatisfactoria para los filósofos, que dedicaron todo su esfuerzo a intentar refutarla. Este esfuerzo, históricamente considerado sólo puede significar, mientras el problema se plantee en esos términos “parmenídeos” o “eleáticos”, que el escepticismo (o relativismo) ontológico de los sofistas sólo podría ser verdaderamente “superado” o “desmentido” si existiera alguna vía de acceso al ser que fuese diferente de la experiencia y del lenguaje que la gobierna y traduce, es decir, que no crease la “ilusión de multiplicidad” que la experiencia produce. A ese acceso “supra-lingüístico” y “meta-empírico” al ser es a lo que históricamente se ha llamado “intuición intelectual”, “conocimiento intelectual puro”, “entendimiento intuitivo”, etc. Y es así, por cierto, como se ha entendido en muchas ocasiones la posición de Platón con respecto a la Idea y con respecto al acceso a un “mundo inteligible” situado más allá del “mundo sensible”, sin que ahora podamos entretenernos en indicar hasta qué punto ese “platonismo” es más hijo de Filón de Alejandría que del propio Platón, a pesar de que el éxito histórico de su interpretación haya configurado en buena parte lo que hemos venido a considerar posteriormente como “platonismo”. Lo importante es que este intento de reivindicar la filosofía frente a la sofística defendiendo un “acceso supra-lingüístico y metaempírico”, intuitivo y no ya discursivo, al ser que la experiencia y el lenguaje nos ocultan, siempre se vio como un “acceso privilegiado”, negado a los hombres comunes que viven sumidos en el mar de la experiencia y sometidos a la seducción del lenguaje, un acceso difícil y minoritario que requiere una cierta “purificación”, una “conversión” a un modo de vida especialmente exigente que no todos están dispuestos a abrazar, pero cuya recompensa teórica es la verdad.
José Luis Pardo, Restos de un libro futuro, 01/03/2016
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