I si no hi ha res que ens faci especials.
El amor ha extendido sus fronteras. Hubo un tiempo en que fue tabú amar a personas de otro clan, de otra familia, de distinta raza o del mismo sexo. Ahora ya no. Hemos ensanchado los círculos de empatía y más gente nos parece digna de ser querida o deseada. Es para mí una bonita señal de progreso. Pero quizás hay otros tabús aguardándonos más adelante.
Imagino un futuro con androides o alienígenas… y me pregunto si será un tabú amar a algunos de ellos. ¿Nos parecerá mal? Me pregunto si podríamos aceptar el amor entre personas y seres que no son humanos, o si nos parecerá una aberración. En la ciencia ficción esta pregunta se ha hecho muchas veces.
En Her (2013), Theodore se enamora de una inteligencia artificial que ha escogido su propio nombre. Samantha es un ser incorpóreo que vive en el éter informático y tiene una preciosa voz. Él está enamorado y ella parece enamorada. La pregunta es si ella es real.
En Blade Runner (1982) un cazador y su víctima androide huyen juntos porque los dos tienen motivos: ella no quiere morir y él siente lujuria y compasión. Ella no es humana, pero sus motivos son perfectamente humanos.
En Solaris (2001), un hombre que ha perdido a su mujer viaja a un extraño planeta y allí la encuentra viva. Rheya no es la misma en ninguno de sus átomos: es una réplica imperfecta que un planeta alienígena ha generado a partir de recuerdos. Pero ella lo ha echado de menos y está asustada. Es un ser extraño incluso a sus ojos, pero ¿es falsa?
Qué nos hace dignos
Amar seres raros nos generará un rechazo primitivo porque no sabremos si son dignos. Esa, creo, es la cuestión fundamental: decidir si otros seres merecen el estatus especial que nos reservamos las personas. ¿Pero qué nos hace tan especiales a los humanos?
Es una pregunta imposible. Para algunos, lo que nos distingue es tener conciencia de uno mismo, sabernos algo. Eso es algo difícil de definir con palabras, pero fácil de comprender porque lo experimentamos a cada momento: ser humano es esa voz que todos sentimos dentro. Para otros, en cambio, lo que nos define es tener libre albedrío. Y para mí basta con poder decir lo que Oliver Sacks, «he sido un ser sensible, un animal pensante».
Bajo cualquiera de esas definiciones, no está claro que Rachael, Samantha o Rheya sean dignas. ¿Son seres conscientes o solo lo parecen? ¿Son realmente libres o actúan como marionetas de su programación? No lo sabemos.
Lo curioso es que esas mismas preguntas podemos hacérnoslas nosotros, los seres humanos.
No está claro, por ejemplo, que nuestro «yo» sea una cosa unitaria. Nuestra mente más bien parece que contiene multitudes. Por eso tenemos dilemas internos y nos hacemos promesas que luego rompemos. Una parte de nosotros quiere quedarse en la cama y otra parte nos dice que no deberíamos. Estos conflictos nos parecen naturales porque son cotidianos. Pero si el yo es algo tan unitario, ¿con quién discutimos cuando no queremos levantarnos?
Tampoco nuestro libre albedrío se distingue necesariamente del que podrían disfrutar seres programados, como Rachael o Samantha. Nuestras acciones también están influidas por un código escrito —la naturaleza codificada en nuestros genes— y eso no impide que nos sintamos libres y dueños de nuestras decisiones.
¿Y si nada nos hace especiales?
No es fácil señalar qué nos hace especiales, pero la mayoría sentimos que lo somos. Sentimos que existe algo indefinido que nos dota de humanidad y nos distingue de los animales, las rocas y los armarios empotrados. Las personas religiosas creen que lo que nos define es ser hijos de Dios o tener un alma inmortal. Pero muchas personas que no son religiosas creen, vagamente, en algo parecido.
Esto se puede demostrar con un juego mental. Imaginad que podemos replicar el cerebro humano con silicio y nanotransistores. Construimos un cerebro inorgánico pero análogo al nuestro en estructura y funcionamiento. ¿Creéis que de ese artefacto emergería un ser pensante? Solo caben dos respuestas: la cientifista o la mística. O creemos en una forma de alma (algo fuera de la naturaleza que dota de humanidad solo a los humanos), o aceptamos que de ese cerebro artificial emergerá algo muy semejante a nosotros.
Yo prefiero creer que no somos especiales, solo afortunados. Me gusta pensar, además, que lo que nos define es poder sentir lo mismo que Oliver Sacks antes de morir: miedo y gratitud.
He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. […] he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.
Puedo imaginar a otros seres sintiendo algo parecido —fascinados por un hermoso planeta, agradecidos y un poco fastidiados por tener que marcharse—, y creo que a algunos de esos seres podríamos amarlos. No a todos, pero sí a los menos raros, como a Samantha, Rachael o Rheya. Nunca sabremos lo que pasa dentro de sus cabezas, y amarlos exigirá un salto de fe. Pero amar siempre exige ese salto de fe: creer que algo distinto de uno mismo es real.
Kiko Llaneras, El amor en tiempos de androides, fantasmas, alienígenas y otros seres que no son humanos, jot down 07/03/2016
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