Felicitat animal, felicitat humana.
El Roto |
Por múltiples que sean las formas en las que la felicidad y la infelicidad del hombre se le presentan, y por mucho que le estimulen a perseguir la primera y a huir de la segunda, la base material de ambas es el placer o el dolor físico. Esta base es muy exigua: es la salud, el alimento, la protección de la humedad y del frío y la satisfacción sexual, o bien, por el contrario, la falta de todas estas cosas. Por consiguiente, el hombre no tiene, en cuanto a placer físico real, más que el animal, a no ser eventualmente, puesto que su sistema nervioso, mucho más potenciado, es capaz de intensificar las sensaciones de placer- y, por tanto también, las de dolor. (…)
Esto se deriva, ante todo, del hecho de que en él cualquier cosa se ve ampliamente potenciada por el pensamiento de lo que está ausente y de lo que está por venir, que es el que da entrada en la existencia a la preocupación, al miedo y a la esperanza. Éstas, después, lo inquietan más fuertemente que la realidad presente de los placeres o de los sufrimientos a la que el animal, en cambio, está limitado. A este último le falta, con la reflexión, el condensador de las alegrías y de los dolores que por ello no pueden acumularse, como sucede en el hombre mediante el recuerdo y la previsión. En el animal, el dolor del presente, incluso si se repite innumerables veces, una tras otra, permanece siempre como la primera vez, dolor del presente, y no puede verse sumado a otros. De ahí la envidiable falta de preocupaciones y la tranquilidad de ánimo de los animales. En cambio, mediante la reflexión y lo que con ella está ligado, en el hombre se desarrolla – de los mismos elementos del placer y del dolor que el animal tienen en común con el-, una intensificación del sentimiento de la propia felicidad e infelicidad, que puede conducir hasta un momentáneo, ya veces incluso mortal, espasmo de gozo, o al suicidio desesperado. Consideradas de cerca, las cosas son de este tenor. El hombre aumenta sus necesidades, que originariamente son sólo poco más difícilmente saciables que las del animal, y lo hace con el propósito de aumentar el placer: de ahí el lujo, las golosinas, el tabaco, el opio, las bebidas alcohólicas, la pompa externa, y todas las demás cosas de este tipo. Después, siempre por efecto de la reflexión, se añade una fuente de placer y, por tanto, de sufrimiento que mana sólo para él y que le ocupa en una medida incomparablemente mayor, casi más que cualquier otra cosa, o sea, la ambición y el sentimiento del honor y de la vergüenza. (…)
Sin embargo, causa sorpresa ver cómo, mediante ese añadido del pensamiento que no tiene el animal -aunque sobre la misma base de los sufrimiento y de los placeres que el animal tiene también-, se levanta el edificio, tan alto y complicado, de la felicidad y de la infelicidad humanas. En relación a ellas, el hombre es presa de tan fuertes sentimientos, pasiones y conmociones que su impronta se graba visiblemente en su rostro con huellas permanentes, mientras en realidad, a fin de cuentas, se trata sólo de obtener las mismas cosas que también el animal alcanza, y en verdad con un derroche incomparablemente menor de pasiones y de tormento. A causa de todo esto, la medida del crece en el hombre mucho más que la del placer, y se acrecienta aún más porque él sabe que ha de morir, mientras el animal huye la muerte sólo instintivamente, sin conocerla verdaderamente, y por eso sin mirarla nunca realmente a los ojos como el hombre, el cual tiene siempre delante de sí tal perspectiva.
Los animales están mucho más satisfechos que nosotros de la mera existencia (…) La vida del animal contiene menos dolores, pero también menos alegrías, que la vida humana. Ello se debe, ante todo, al hecho de que la vida del animal está, por un lado, libre de la preocupación y de la angustia con los tormentos que las acompaña, pero, por otro lado, le falta también la esperanza, y por eso no participa de las anticipaciones de un posible futuro gozoso que produce el pensamiento junto con la fantasía beatificante que lo acompaña, y que nos proporciona, por la fuerza de la imaginación, la mayor parte de nuestros mejores placeres y alegrías. (…) Los animales pueden parecernos, comparados con nosotros bajo una cierta perspectiva, como realmente sabios por su tranquilo e indisturbado disfrute del presente. El animal es el presente personificado. La evidente serenidad de ánimo de la que ellos participan cubre con frecuencia de vergüenza nuestra condición, tan inquieta e insatisfecha a causa de nuestros pensamientos y preocupaciones. Y hasta las mismas alegrías, antes aludidas, de la esperanza y de la anticipación no nos son dadas gratuitamente. Lo que una persona goza como anticipo de una esperanza o como expectativa de una satisfacción le es sustraído después de su haber como se hubiese tomado un anticipo a cuenta, de modo que el placer en sí real le resulta mucho menor. El animal, en cambio, está libre del placer anticipado, pero también lo está de esa sustracción del placer anticipado, de modo que goza lo que está presente y real íntegramente y en su totalidad. De igual modo los males sólo pesan sobre él con su peso real y propio, mientras que a nosotros el miedo y la previsión de los males con frecuencia nos los duplican. Esta total absorción en el presente típica de los animales, es la causa principal de la alegría que nos procuran los animales domésticos. Ellos son el presente personificado, y en un cierto sentido nos hacen sentir el valor de cada momento que tenemos sin turbaciones ni preocupaciones, mientras nosotros, las más de las veces, con nuestros pensamientos estamos más allá de tales momentos y los dejamos pasar sin disfrutarlos.
De esta cualidad de los animales, la de estar más satisfechos que nosotros de la mera existencia, el hombre egoísta y sin corazón abusa y, con frecuencia, trata de disfrutar de ella de tal modo que no les deja más que su pura y desnuda existencia. Encerramos en un metro cúbico de espacio al pájaro que está organizado para atravesar a vuelo medio mundo y, ahí encerrado, lentamente desea la muerte y grita, pues “el pájaro en la jaula / canta no de placer, sino de rabia”. Y ponemos cadenas al perro, nuestro amigo más fiel e inteligente. Nunca puedo ver esto sin sentir una grandísima compasión por el perro y una profunda indignación por su dueño, y recuerdo con verdadera satisfacción aquel caso, narrado hace algunos años en el Times, de un Lord que tenía un perro grande atado y un día, atravesando el jardín, le vino el capricho de acariciarlo, pero el perro le mordió el brazo de arriba a abajo. ¡Bien hecho! Con es o quería decir: “Tú no eres mi dueño, sino mi diablo que quiere transformar mi breve existencia en un infierno”. Que lo comprendan así todos los que ponen cadenas a los perros”.
Arthur Schopenhauer, Parerga y Paralipómena, 153
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