Bases biològiques de la cultura i la moral.
La publicación en 1975 del libro Sociobiología, del entomólogo de Harvard, Edward O. Wilson, supuso un punto de inflexión en la manera en que la biología evolutiva se acerca al estudio del comportamiento humano. A partir de ese momento, la separación drástica entre biología y cultura, asumida durante la elaboración del paradigma neodarwinista a mediados del siglo pasado, fue seriamente cuestionada. Sin discutir la enorme plasticidad del cerebro humano, la investigación en clave evolutiva se propuso recuperar el concepto de naturaleza humana como punto de partida desde el que pensar nuestra conducta. A la estela de la sociobiología surgieron varias disciplinas como la psicología evolucionista, la ecología del comportamiento, la memética y las teorías coevolutivas de genética y cultura, que centraron sus esfuerzos en el intento de comprender las causas que condicionan qué conductas, creencias y valores se extienden en las sociedades humanas.
Dos rasgos esenciales de esa naturaleza humana que se intenta concretar dependen de dispositivos cognitivos que nos capacitan tanto para la cultura como para la cooperación. Los seres humanos somos organismos culturales, de manera que la cultura debe ser percibida como un producto de nuestra biología y no como una ruptura de nuestra especie con los principios darwinistas que rigen la evolución orgánica. La cultura funciona como un nuevo sistema de herencia que ha resultado adaptativo en su conjunto, sin que esto signifique asumir que todos los rasgos culturales lo sean. Antes bien, es necesario dar cuenta de la enorme complejidad y diversidad de tradiciones y creencias presentes en las sociedades humanas, muchas de ellas completamente superfluas desde la óptica adaptativa o, incluso, contrarias a sus principios más elementales. Además, la cultura ha configurado un nuevo tipo especial de medio que ha incidido en la evolución biológica de nuestra especie, en un proceso de coevolución entre genes y cultura.
Por otra parte, somos individuos cooperativos capaces de ayudar a otros y de trabajar de manera conjunta para conseguir un beneficio común, incluso entre individuos no emparentados. La fascinación por la presencia de rasgos altruistas en nuestro comportamiento, difíciles de explicar en términos adaptativos, ha ocasionado que los investigadores dejaran de lado el estudio del comportamiento cooperativo para beneficio mutuo –aquel en que todos los participantes obtienen un beneficio–, a pesar de que ha sido fundamental en el éxito de las sociedades humanas. La cooperación para beneficio mutuo puede evolucionar siempre que la interacción entre dos o más individuos rinda un beneficio mayor para cada uno que el que obtendrían si actúan por separado. La coordinación de la conducta de los individuos que cooperan resulta en muchos casos un factor imprescindible para que la cooperación sea más rentable y beneficiosa en grupo que por separado; también lo es la capacidad de defenderse de los individuos egoístas que tratan de aprovecharse del esfuerzo de otros.
Cultura y cooperación han sido claves en la evolución de aquellas características humanas, como una elevada inteligencia, el lenguaje o el sentido moral, que nos distinguen de manera cualitativa de los demás primates. Los libros que comentamos a continuación son una muestra reciente de una literatura científica y de divulgación que, desde hace unas décadas, trata de iluminar y rastrear los aspectos esenciales que forjan nuestra naturaleza.
Construidos para la cultura
Aunque la vida surgió hace unos tres mil ochocientos millones de años, los seres humanos lo hicieron mucho más recientemente, hace unos doscientos mil años. Desde entonces hemos cambiado la faz del planeta ocupando casi todos sus nichos ecológicos. Esto ha sido posible mediante la adaptación cultural, que es, sin duda, el rasgo que mejor caracteriza a nuestra especie. Por cultura entendemos la información que se transmite por aprendizaje social, que abarca los modos de vida y de actuación de los seres humanos, sus conocimientos, valores, tradiciones éticas y religiosas, el lenguaje que emplean, las estructuras sociales y políticas, el arte y cualquier otra característica adquirida socialmente. Sin embargo, la definición de cultura no está exenta de controversias. Mark Pagel, autor de Wired for Culture. Origins of the Human Social Mind, profesor de la Universidad de Reading y especialista en la reconstrucción de la historia evolutiva de las especies biológicas y de los lenguajes humanos, sortea estas controversias adoptando la definición humorística del Fitz Roy Richard Somerset: «Cultura es más o menos lo que hacemos nosotros y los monos no hacen». Suele considerarse que la transmisión cultural se produce también en otras especies, por lo menos en nuestros parientes más próximos, los chimpancés y los bonobos. Sin embargo, el rasgo distintivo de la cultura de nuestra especie, presente casi con seguridad en otras especies de homininos ya extinguidas, es la transmisión cultural acumulativa. La información se acumula a través de muchas generaciones, dando lugar a la formación de sofisticadas instituciones sociales y complicadas herramientas tecnológicas que han permitido a los seres humanos colonizar la Tierra, a pesar de carecer de adaptaciones físicas para tal proeza.
Mark Pagel piensa que lo que ha permitido la acumulación cultural es nuestra capacidad para el aprendizaje social, al que atribuye dos propiedades. En primer lugar, la capacidad de aprender comportamientos nuevos, más o menos complejos, imitando a otros y, en segundo, la capacidad de ponerse en lugar del que está haciendo algo y de entender por qué está haciéndolo. De esta forma, puede elegirse entre varias alternativas e, incluso, llegar a modificarlas y mejorarlas. Los chimpancés pueden aprender comportamientos complejos, pero no son capaces de entenderlos. Es muy fácil enseñar a un chimpancé a lavar los platos si se le recompensa con una banana, pero lo que no es capaz de aprender es por qué se lavan los platos y que sólo deben lavarse aquellos que están sucios.
Pagel argumenta que, si los humanos hemos evolucionado gracias al aprendizaje social, el carácter que la selección natural ha favorecido en mayor grado no es la inteligencia ni la capacidad de innovación, sino la de imitación. La creatividad es costosa, ya que innovar requiere tiempo y energía y, además, produce errores. Es preferible copiar, modificar o elegir a partir de lo que han inventado otros; lo que sí necesitamos son instrumentos para intercambiar información y ser más eficientes en la imitación. Esto es lo que se consigue con el lenguaje. Mark Pagel cree que en un mundo como el actual, tan conectado a través de Internet y de las redes sociales, cada vez es menos importante la energía dedicada a la innovación porque cualquier nueva idea, la tenga quien la tenga, se difunde a gran velocidad. En consecuencia, el futuro nos llevará a ser cada vez más dóciles, simples imitadores de lo que vemos u oímos.
Sorprende un poco que Pagel no otorgue relevancia al hecho de que los humanos somos sujetos activos en el momento de la transmisión cultural, no sólo a nivel del individuo que aprende –el que imita–, sino también de los individuos que sirven de modelo, ya que éstos suelen incidir de manera decisiva sobre qué conducta adoptarán otros individuos a través de la aprobación o la reprobación de la misma. La transmisión cultural acumulativa necesita replicar adecuadamente sus productos para seguir creciendo en complejidad y, si no es así, más pronto que tarde se bloquea. La enseñanza, entendida en un nivel elemental como la aprobación o la censura de la conducta de otro, parece imprescindible en la transmisión de variantes culturales complejas. La enseñanza incrementa la fiabilidad del proceso de transmisión cultural, obligando a repetir las conductas mal imitadas y, además, contribuye a establecer lo que está permitido o prohibido en un grupo humano (1).
La cultura depende del aprendizaje social y éste de la cooperación. El autor se adhiere a la idea de que la cooperación en las sociedades humanas se fundamenta en el altruismo recíproco, en el que los individuos ofrecen ayuda a otros que lo necesitan con la esperanza de que el favor se les devuelva en el futuro. Si los individuos se turnan como actores y receptores de las acciones altruistas, los beneficios del altruismo pueden compensar a largo plazo los costes. Esta teoría fue propuesta por primera vez por Robert Trivers en 1971. La cooperación recíproca puede surgir también, aunque no haya interacciones repetidas entre los mismos individuos, mediante el mecanismo de la reciprocidad indirecta. Para ello, la reciprocidad tiene que estar ligada a la reputación. Un altruista recíproco ayuda a otro individuo si este tiene buena reputación y si, al ayudarle, consigue aumentar su propia reputación, lo que incrementará a su vez la probabilidad de recibir ayuda cuando la necesite. La reciprocidad indirecta debe darse dentro del grupo para que los individuos puedan tener acceso a la reputación ajena. Nuestra extraordinaria capacidad para colaborar ha permitido la especialización y la división del trabajo; pero, al mismo tiempo, facilita la partición de la especie en tribus, ya que cooperamos con los nuestros, mientras que rechazamos a los de fuera.
¿Ha generado esta división en tribus un proceso de selección de grupos? La controversia en torno a la importancia que pudo tener la selección de grupos recorre gran parte de la literatura evolucionista. En los últimos años ha ido imponiéndose la tesis de Peter Richerson de que la selección entre grupos ha sido un factor decisivo en la evolución de nuestra especie. Pero Richerson sugiere que se trata de una selección entre grupos de carácter cultural. Los grupos difieren en sus valores y normas, de forma que aquellos más cohesionados, que establecen valores y normas que premian la fidelidad al grupo, permanecen unidos y tienen mayor éxito, incrementando su tamaño y desplazando a los otros. Según esto, la selección cultural de grupos ha favorecido una especie de instinto tribal que promueve la integración y la lealtad al grupo. Pagel da una vuelta de tuerca a esta tesis: con la cultura existe selección entre grupos, pero básicamente porque el grupo es un medio beneficioso para el individuo. De la misma forma que Richard Dawkins hablaba del fenotipo extendido, en el sentido de que el organismo es como una máquina de supervivencia construida por sus genes para maximizar las posibilidades de replicación de esos mismos genes, para Pagel las tribus o grupos son vehículos culturales que promueven la supervivencia de los miembros que las configuran y, en último término, de los genes responsables del comportamiento tribal de los individuos. Lo ilustra con una descripción tomada del libro War, del periodista americano Sebastian Junger. Mientras acompañaba a una patrulla en Afganistán, el escritor se quedó impresionado porque todos sus miembros estaban dispuestos a morir por los demás, pero lo explicaban no como una consecuencia de la empatía que sentían hacia sus compañeros o por el amor a su patria, sino porque su probabilidad individual de sobrevivir era mayor si todos ellos estaban dispuestos a hacerlo. Una situación límite como la que vivían hacía que los soldados fuesen plenamente conscientes de la importancia del grupo como instrumento de supervivencia.
Muchas de las reflexiones de Pagel tienen elementos contradictorios, como contradictoria resulta a veces la propia acción de la selección natural. La evolución por selección natural explica la adaptación, pero esta no es una consecuencia necesaria. A veces, la selección natural produce desadaptación e, incluso, puede conducir a la extinción de una especie. De la misma forma, la cultura a escala tribal ha sido responsable del éxito de la especie humana, pero ha provocado también consecuencias no deseables, como la agresividad entre grupos, que ha conducido a genocidios y guerras étnicas. Quizá sólo escapando del tribalismo seamos capaces de evitar la extinción de nuestra especie.
La evolución del autoengaño
De entre los fundadores de la Sociobiología, se considera que William D. Hamilton es su mayor valedor científico, Edward O. Wilson su principal propulsor y Richard Dawkins su más lúcido divulgador. Pero, sin duda, el más extravagante y original de los fundadores es el ya mencionado Robert Trivers, autor de La insensatez de los necios. La lógica del engaño y el autoengaño en la vida humana y alguien a quien Steven Pinker considera «uno de los más grandes pensadores de la historia del pensamiento occidental». Sufre desorden bipolar, a consecuencia del cual tuvo un colapso mental al poco de graduarse en Historia de América. Al parecer, el colapso fue consecuencia de la lectura compulsiva, noche tras noche, de los escritos del filósofo Ludwig Wittgenstein. Decidió entonces estudiar psicología y arte. Tras los estudios de arte, y como parte de la terapia, comenzó a escribir e ilustrar libros de texto para estudiantes de instituto. Dado que el encargo incluía libros sobre animales, pensó en aprender algo de biología darwinista, y lo hizo trabajando nada menos que cuatro años que con el famoso evolucionista de Harvard, Ernst Mayr, presentando su tesis doctoral en 1972, a los veintinueve años. Permaneció en Harvard cinco años, posteriormente trabajó en la Universidad de California otros seis años y, finalmente, en la Universidad de Rutgers, donde permanece en la actualidad. En la Universidad de California causó cierto escándalo que accediera a impartir un curso sobre historia de la consciencia al líder de los Panteras Negras, Huey P. Newton, que se encontraba cumpliendo condena en la cárcel. Curiosamente, no sólo se hicieron grandes amigos –Trivers solicitó su ingreso en los Panteras Negras–, sino que además publicaron juntos un artículo sobre la capacidad de autoengaño de los seres humanos, que es el tema central del libro que comentamos.
La evolución del altruismo ha sido la paradoja central de la teoría evolutiva, pero no la única. Existen otras paradojas, y una de ellas es la evolución del autoengaño (self-deception). La selección natural nos ha equipado con unas aptitudes cognitivas sin precedentes que nos permiten obtener información sobre el ambiente y sobre los demás de forma que podamos reaccionar en nuestro beneficio. Parece obvio que la selección natural ha debido favorecer nuestra capacidad de obtener una información lo más veraz y precisa posible, ya que esto puede ser crítico en situaciones extremas. Sin embargo, es bien sabido que estamos continuamente autoengañándonos. Y ésta es la paradoja: ¿cuál puede ser la ventaja evolutiva, esto es, la ventaja en términos de su contribución a la supervivencia y a la reproducción, del autoengaño?
La psicología tradicional ha estudiado este fenómeno, que suele interpretarse como una estrategia defensiva que permite al individuo protegerse frente a las adversidades. Sería una estrategia que utiliza nuestro cerebro para que nos sintamos más felices. Trivers no niega esta posible utilidad del autoengaño, pero lo considera un beneficio secundario. En palabras poco convencionales, como es habitual en él, sería como considerar que la masturbación es la principal función del comportamiento sexual, ignorando que lo importante es el componente interpersonal ligado a la reproducción. Su razonamiento es que la función del autoengaño es engañar a los demás: «Nos engañamos a nosotros mismos para engañar mejor a otros». Todos hemos oído expresiones del tipo «sólo podemos convencer a los demás de aquello de lo que estamos convencidos», pero la originalidad de Trivers es transformar el aforismo en otro del tipo «no podemos engañar a los demás si antes no nos engañamos a nosotros mismos».
Las posibles ventajas de engañar a los demás resultan fáciles de enumerar. Si conseguimos hacer creer a los demás que somos más fuertes, sexys o ricos de lo que realmente somos, o de que estamos perdidamente enamorados, podemos acceder con más facilidad a beneficios sexuales o sociales. El problema es que la selección natural también ha debido actuar para mejorar en todos nosotros los mecanismos de detección del engaño. Se trata de una carrera de armamentos: es ventajoso que podamos engañar, pero perjudicial que nos engañen. En este sentido, la ventaja del autoengaño es que nos facilita engañar a los otros.
Aunque todos tenemos una idea intuitiva de lo que queremos decir cuando hablamos del autoengaño, el hecho de que sea un vocablo del lenguaje cotidiano nos enfrenta a un primer problema. Una parte importante del libro de Trivers está dedicada a darnos ejemplos, francamente entretenidos, de autoengaño en los estereotipos, en el uso de placebos, en el comportamiento sexual, en la guerra, en desastres aéreos, en la historia y en la religión. ¿Tendrán todos ellos la misma base psicológica y neuronal? Como ocurre con gran parte de la literatura sociobiológica, tenemos la impresión de que estamos ante hipótesis que son plausibles, pero que no están empíricamente documentadas.
Esto no quiere decir que Trivers, buen conocedor de la literatura científica experimental en biología, psicología y sociología, no nos informe de muchos estudios que, sin duda, son interesantes. Al contrario, el libro está lleno de ellos. Por ejemplo, suele decirse que los que niegan sus propios impulsos homosexuales los atacan con saña en los demás. Pues bien, en un estudio de un conjunto de varones que se autodeclaraban heterosexuales, se hicieron dos grupos: los homofóbicos, que manifestaban hostilidad hacia los homosexuales, y los indiferentes hacia ellos. Se les proyectaron tres películas eróticas: la primera mostraba a un hombre y una mujer haciendo el amor, la segunda a dos mujeres y la tercera a dos hombres. A los sujetos se les colocó en la base del pene un pletismógrafo (instrumento que permite medir con precisión la circunferencia del pene). Todos ellos respondieron de forma similar a las dos primeras películas. Pero en la reacción ante la tercera, que mostraba relaciones homosexuales masculinas, se detectó una erección muy notable en los hombres homofóbicos, a pesar de lo cual declararon, de forma sincera, al finalizar el experimento que no se habían sentido excitados. Con la homofobia pretendemos autoconvencernos de nuestra propia heterosexualidad.
El otro gran tema que recoge el libro de Trivers hace referencia al comportamiento parental y al conflicto de intereses que puede surgir entre padres, madres e hijos en el cuidado de la prole. En 1972, Trivers publicó un importante artículo en el que introdujo el concepto de inversión parental en biología evolutiva. Los padres deben invertir los recursos entre sus descendientes de forma que se maximice la eficacia biológica global de los padres. En unas especies esto implicará invertir poco en muchos descendientes, mientras que en otras se trata de invertir mucho en pocos. Más tarde investigó cómo se modifican las presiones de selección cuando existe un conflicto de intereses entre padres e hijos. En los mamíferos, por ejemplo, la selección favorece el cuidado materno más allá del punto en que el interés de la madre debería ser reservar los recursos para el próximo descendiente. El engaño es una parte importante del repertorio del niño, que simula tener más necesidades que las que experimenta realmente y manipula psicológicamente a sus progenitores. Es posible también que la selección natural promueva estrategias que permitan a los progenitores ocultar la magnitud de los recursos a su disposición, a fin de reservar algunos para el resto de la progenie.
En esta línea, Trivers nos informa de algunas investigaciones que muestran que hay unos cuantos genes que se comportan de forma diferente según provengan del padre o de la madre. Es el fenómeno conocido como impronta genética. Por ejemplo, el gen Igf2 de los ratones sólo es activo cuando el alelo proviene por vía paterna y, al activarse, promueve el crecimiento del recién nacido hasta un 40% más que si no lo está. La razón de esta asimetría es que el interés del padre es fomentar el crecimiento de aquel individuo que con seguridad es su hijo frente al de otros hermanos que tal vez no lo sean; por parte de la madre, el interés es limitar el crecimiento para repartir los recursos entre todos sus descendientes, ya que, en este caso, los hijos siempre son suyos. En efecto, hay otro gen, el Igf2r, que tiene impronta materna, esto es, sólo se expresa cuando el alelo procede de la madre. Este gen anula en parte el efecto del Igf2, reduciendo la tasa de crecimiento que impulsa éste.
Si la selección natural ha favorecido el autoengaño a fin de que podamos engañar mejor a otros para promover nuestro interés evolutivo, ¿por qué luchar contra esa tendencia? Es lo que se pregunta Trivers en el último capítulo. Su respuesta es personal y de tipo moral. Aceptar el autoengaño solamente lo fomenta y nadie debe construir su vida, sus relaciones personales y sociales basándose en mentiras. La selección natural, un mecanismo ciego y amoral, ha favorecido en algunas circunstancias comportamientos como el infanticidio o la xenofobia, que debemos condenar y combatir. Trivers se hace eco de la expresión de un biólogo evolucionista que en cierta ocasión comentó: si a mis genes no les importa mi persona, a mi persona le traen sin cuidado mis genes.
De la moralidad del bonobo a la religión humana
La tercera parte de este ensayo pretende abordar un tema directamente relacionado con la cooperación: las raíces filogenéticas del comportamiento moral de nuestra especie. Para ilustrarlo, utilizaremos las aportaciones del último libro de Frans de Waal que ha aparecido en castellano bajo el título de El bonobo y los diez mandamientos. De Waal, brillante primatólogo, director del Yerkes Primate Center, perteneciente a la Universidad de Emory en Atlanta, y uno de los divulgadores científicos de más éxito en la actualidad, defiende en este libro su conocida tesis de que los sentimientos de empatía y altruismo que los humanos experimentamos hacia buena parte de las personas con que convivimos, tiene su raíz evolutiva en nuestros antepasados primates. Por ello, no es de extrañar que su presencia pueda detectarse en el comportamiento de algunos primates actuales, en concreto en el de las dos especies vivas más próximas a la nuestra: el chimpancé común (Pan troglodytes) y el chimpancé pigmeo o bonobo (Pan paniscus). De Waal coincide así con la tesis de Darwin, para quien la conducta moral surge de los instintos sociales, muy en concreto de la simpatía –empatía en términos de hoy– que se siente hacia los miembros de la propia tribu o comunidad y cuya evolución ha sido dirigida por procesos de selección de grupo que favorecieron el desarrollo de disposiciones para actuar en pro del bien común.
Esta visión contrasta con la que mantuvieron algunos personajes ilustres, contemporáneos y defensores de las ideas evolutivas de Darwin, como Herbert Spencer o Thomas Henry Huxley, quienes, sin embargo, defendieron la presencia en los seres humanos de una naturaleza amoral y egoísta, seleccionada como un instrumento que propició el éxito en la lucha por la existencia. Ahora bien, mientras Spencer y su darwinismo social consideran razonable asumir esa competencia despiadada entre los seres humanos, Huxley defendía la necesidad de la moral, entendida como un contrapunto de origen cultural a nuestro egoísmo. Desde hace muchos años, De Waal se ha opuesto con vehemencia a considerar el egoísmo como la disposición natural del ser humano y, como alternativa, ha defendido una naturaleza humana en la que conviven elementos innatos egoístas con otros altruistas. Una naturaleza bipolar cuyos elementos más altruistas podemos rastrear y reconocer en la conducta de los bonobos. Estos parecen seguir la máxima de Abraham Lincoln de que «la mejor manera de destruir a un enemigo es convertirlo en amigo» y, para ello, han desarrollado una gran habilidad para el apaciguamiento de conflictos. Mientras las peleas que terminan con la muerte de congéneres no son raras en las disputas entre los chimpancés, los bonobos las evitan casi siempre, recurriendo a la actividad sexual como elemento pacificador. Los conflictos territoriales entre bandas rivales duran poco, porque las hembras se apresuran a relacionarse sexualmente con machos y hembras del otro grupo y, dado que no es sencillo compatibilizar amor y guerra, el escenario pasa enseguida de la confrontación a una pacífica socialización. Aunque carezcan de un concepto de lo bueno y de lo malo que trascienda su situación personal, los bonobos poseen restricciones a su comportamiento que no son enteramente diferentes de las que subyacen a la moralidad humana. Ellos también procuran encajar en el grupo, obedecen reglas sociales, empatizan con los otros, enmiendan relaciones rotas y protestan ante comportamientos que los humanos consideraríamos injustos, como es recibir una recompensa menor ante una misma conducta.
La parte más novedosa de este libro frente a otros anteriores del autor consiste en su reflexión sobre la religión. De Waal desvincula, con acierto, el comportamiento moral y el religioso. La religión no es la fuente de la moralidad, la cual tiene un origen biológico perfectamente reconocible en el comportamiento de algunos animales. Cualquiera que sea el papel de la religión en la moralidad, para el autor está claro que la moralidad precede a la religión, aunque esta se haya apropiado de la moral. Para De Waal, la fe está motivada por la atracción que experimentamos por algunas personas, historias, rituales y valores, y debe su éxito a que satisface necesidades emocionales básicas, como el deseo de pertenencia o de seguridad. Los contenidos teológicos concretos de cada religión son algo secundario y la evidencia que los avala algo totalmente irrelevante. La religión ha desempeñado un papel importante en las sociedades humanas, reforzando la vinculación entre las personas de un grupo y promoviendo la buena conducta. De Waal aspira a que la evolución social nos conduzca hacia un marco cada vez más laico, pero esto no le impide reconocer la función social que ha desempeñado y desempeña la religión. Ello le lleva a mostrar su malestar por los ataques que algunos biólogos evolucionistas, ateos confesos, han dirigido hacia la religión, muy en especial los de Richard Dawkins, y a expresar su apoyo a las tesis de Stephen Jay Gould, que defendió que ciencia y religión son magisterios compatibles que se ocupan de ámbitos diferentes.
En el debe del libro nos gustaría destacar que el texto no incluye ninguna nueva aportación significativa a trabajos anteriores del autor (2) y parece diseñado para conseguir otro éxito de ventas, aprovechando su merecida fama como divulgador y primatólogo. En este sentido, nos parece fallido el recurso que utiliza, siguiendo la estela de António Damásio en su obra En busca de Spinoza, de establecer como hilo conductor una relación bastante forzada entre alguno de los cuadros de su compatriota, el genial pintor Hieronymus Bosch, y su propia visión de la naturaleza humana. Con todo, este es un problema menor, sobre todo si el lector se enfrenta por vez primera a un libro de De Waal. Más molesto es el relato caricaturesco e injusto que ofrece de las tormentosas relaciones entre algunos de los científicos que impulsaron el estudio del comportamiento desde una perspectiva evolutiva, allá por los años sesenta y setenta del pasado siglo.
La parcialidad surge, probablemente, de que De Waal considera a estos autores contrarios a su tesis de que la moralidad es consustancial al ser humano y les atribuye, de manera equivocada, una defensa acérrima de la existencia de una naturaleza humana esencialmente egoísta, al modo de Hobbes, Spencer o Huxley. Es cierto que algunos autores de inspiración sociobiológica han realizado planteamientos de este tipo, pero este nunca ha sido el meollo del problema. A De Waal le cuesta aceptar la importancia que otorga la biología evolutiva al comportamiento altruista, definido como aquella conducta que incrementa la eficacia biológica (la fitness) de un individuo a expensas de la eficacia biológica del que realiza la acción altruista. La existencia de este tipo de conductas supone un reto importante para las tesis darwinistas, ya que, a primera vista, parecen un perfecto ejemplo de falsación popperiana de la teoría de la selección natural. Para explicar este altruismo biológico se han escrito cientos de artículos y se ha recurrido al uso de modelos matemáticos característicos de la teoría de juegos y de los análisis en términos de costes y beneficios típicos del Homo economicus. De forma un tanto sorprendente, estos modelos han funcionado mejor en el campo del comportamiento animal que en el de la conducta económica humana.
De Waal se resiste a admitir este planteamiento y le asombra que se deje a un lado el comportamiento ligado al cuidado parental, conducta que comporta en muchas ocasiones un enorme sacrificio y parece acompañada de sentimientos que cualquiera calificaría de altruistas en sentido genuino. Sin embargo, que uno sea altruista y se desviva por sus hijos no representa un problema en términos darwinistas, ya que el cuidado parental no supone necesariamente un coste en eficacia biológica, sino más bien lo contrario. En el lenguaje que popularizó Richard Dawkins, diríamos que el altruismo genuino de los padres es el mecanismo que utilizan los genes egoístas para propagarse en la población. En otras palabras, la evolución de mecanismos psicológicos que nos permiten ser altruistas en la relación con nuestros hijos no supone un problema evolutivo, pero sí lo supone la extensión de ese comportamiento hacia otros individuos con los que no estamos emparentados. Ahora bien, que suponga un problema explicarlo no supone afirmar que no existe; el altruismo genuino puede evolucionar en determinadas circunstancias. El propio De Waal reconoce que desde la biología evolutiva se ha acabado por apoyar sus tesis; sólo sobra esa presunción, tan quijotesca como errónea, de que el escenario ha cambiado gracias a su enfrentamiento con alguna de las mentes más brillantes de la biología neodarwinista.
Tribus morales
Joshua D. Greene, recién nombrado catedrático en el Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, es el autor de Moral Tribes. Con formación inicial filosófica –su tesis doctoral versa sobre los fundamentos de la ética–, cambió su orientación investigadora hacia la neurociencia de los procesos cognitivos, estudiando mediante resonancia magnética funcional qué zonas del encéfalo trabajan cuando los individuos toman decisiones o efectúan juicios de carácter moral. El libro que nos ocupa representa una aplicación de estas investigaciones al análisis de los problemas morales que enfrentan y dividen a los seres humanos, en un ambicioso intento de contribuir a resolverlos.
El libro se estructura en cinco partes. En la primera plantea, desde una perspectiva darwinista, que los impulsos y las inclinaciones que moldean la moralidad son legados de la selección natural y están enraizados en nuestros genes. La moralidad surge de un conjunto de adaptaciones psicológicas que facilitan que individuos potencialmente egoístas cooperen para obtener juntos un beneficio mayor que por separado. La moral trata de resolver los problemas que surgen de la colisión entre los intereses individuales del Yo y los colectivos del Nosotros, un dilema que se conoce en la literatura como «la tragedia de los comunes». Los mecanismos psicológicos que posee nuestro cerebro nos dotan de emociones como amistad, empatía, orgullo, vergüenza, rabia ante el engaño o el deseo de venganza, que contribuyen a resolver este problema. Para los psicólogos evolucionistas, la cooperación humana se fundamenta en una tendencia a cooperar de manera condicional, esto es, sólo cuando el resultado ha sido satisfactorio; en una forma de razonar especializada, capaz de detectar qué individuos engañan e intentan obtener ventaja en los intercambios sociales; y en un fuerte sentimiento de rechazo hacia los tramposos. Nuestro cerebro parece diseñado por la selección natural para detectar engaños y actuar en consecuencia, esto es, rompiendo la cooperación cuando es en pareja o favoreciendo el castigo de los tramposos cuando la cooperación es en grupo.
Greene sostiene que la maquinaria cerebral que permite resolver la cooperación intragrupo ha creado un problema nuevo de competencia intertribal, al que denomina «la tragedia de la moralidad del sentido común». La evolución ha favorecido el desarrollo de un instinto tribal que facilita la integración cooperativa de los individuos en su grupo. Pero, como contrapartida, los grupos humanos desarrollan valores diferentes y esto genera un conflicto entre la visión de Nosotros y la de Ellos a la hora de conciliar los intereses de una tribu moral con los de las otras. Para Greene, estamos ante un problema de difícil solución que se ha agravado con la globalización y la interacción de grupos humanos con valores muy diferentes.
La segunda parte del libro resume los principales hallazgos de la investigación que ha llevado a cabo valiéndose de neuroimágenes de actividad funcional. Los experimentos consisten en enfrentar a los individuos a dilemas morales y analizar qué parte del cerebro se activa en función de la solución por la que opten. Los problemas se construyen mediante variantes del «dilema del tranvía», un experimento mental que pusieron de moda los filósofos Philippa Foot y Judith Jarvis Thomson. En un primer dilema, el individuo tiene que escoger entre desviar o no un tranvía que va camino de arrollar a cinco personas que no se percatan del peligro hacia una vía lateral en la que se encuentra sólo una persona. Si no lo desvía, morirán las cinco personas, pero si lo hace, morirá la otra. ¿Es moralmente permisible desviar el tranvía evitando la muerte de cinco personas a costa de una? La mayor parte de la gente responde que sí. En un segundo dilema, el individuo se encuentra situado en un puente encima de la vía por donde, como antes, avanza un tranvía que arrollará a cinco personas. La única manera de detener el tren es arrojando un peso lo suficientemente grande como para frenarlo. El peso del individuo es insuficiente, pero, a su lado, hay un hombre grande que podría detener el tren si lo arroja a la vía. ¿Es moralmente permisible arrojar al hombre para detener el tren? La mayor parte de la gente afirma que no.
Greene defiende, apoyándose en estos resultados, que los juicios morales dependen de la integración funcional de múltiples sistemas cognitivos, ninguno de los cuales parece estar dedicado de manera específica a realizar juicios morales. Él propone una teoría de los juicios morales en la que están implicados dos dispositivos cognitivos diferentes en función de las regiones cerebrales implicadas: uno que actúa de forma automática y otro manual. Cuando entran en juego las emociones, las decisiones son rápidas, automáticas, inconscientes, en una línea de pensamiento con la que se sentirían identificados filósofos como David Hume o Adam Smith. Por el contrario, en el modo manual las decisiones son lentas, deliberadas, conscientes y racionales, en una línea de pensamiento que conduce a soluciones de corte utilitarista. El primer sistema es más eficiente que el segundo, pero también menos flexible. Los individuos que eligen desviar el tren en el primer caso activan la región dorsolateral del córtex prefrontal, una parte del cerebro asociada con el razonamiento y el control cognitivo. Por su parte, los que eligen no arrojar al hombre grueso a la vía activan un sistema neural diferente que involucra emociones y reacciones instintivas viscerales procesadas en último término por la región ventromedial del córtex prefrontal. Si se hace más atractiva la solución utilitarista modificando las condiciones del dilema –por ejemplo, el hombre es un desconocido o un enemigo–, se produce un incremento del conflicto entre razón y emoción que activa el córtex cingulado anterior, una región cerebral asociada con la respuesta a conflictos. Para Greene, el sentimiento visceral que impide arrojar al hombre a la vía tiene más que ver con emociones que ayudan a regular la convivencia dentro del grupo –evitando, por ejemplo, represalias por parte de los amigos de la víctima– que con emociones que sean reflejo de un auténtico sentido moral.
La selección natural nos ha dotado de emociones que orientan la toma de decisiones y promueven la cooperación dentro de un grupo, pero que, al tiempo, dificultan la interacción entre grupos. Nuestra capacidad para la cultura genera de manera local e hipertrófica múltiples tradiciones culturales que producen diferencias entre las sociedades humanas. La tercera parte del libro la dedica Greene a la búsqueda de una solución para los conflictos que surgen entre tribus que comparten valores morales diferentes, tratando de establecer un puente que permita salvar el abismo entre el Nosotros y el Ellos. Greene piensa que la solución exige la construcción de un discurso metamoral que sirva de guía y ayude a resolver las disputas entre las distintas tribus morales. Si las emociones morales nos empujan a ser tribales y a preferir los valores de nuestra tribu frente a los de otras, no queda más remedio que tomar decisiones utilizando nuestros dispositivos cognitivos en modo manual. Greene defiende el empleo de la razón para construir esa metamoralidad que atenúe los conflictos tribales y acude, para fundamentarla en los resultados de sus experimentos de neuroimagen, a una filosofía moral basada en lo que denomina «pragmatismo profundo» (deep pragmatism). Este pragmatismo profundo, una adaptación actualizada del utilitarismo de Jeremy Bentham y John Stuart Mill, nos incita a intentar maximizar la felicidad de manera imparcial como medio de resolver los conflictos.
Greene es consciente de las numerosas críticas que ha recibido el utilitarismo y dedica la parte cuarta del libro a defenderse de las principales, destacando la importancia del utilitarismo, frente la tradición aristotélica o la kantiana, para mediar en un mundo multicultural y globalizado que está obligado a interaccionar. De ahí su metáfora de considerar la metamoralidad pragmática como una moneda de uso común que puede favorecer los intercambios. La parte final la dedica a discutir cuál sería la solución pragmática de algunos problemas presentes en la sociedad estadounidense. Greene se declara liberal en el sentido norteamericano del término y argumenta, por ejemplo, a favor de la posibilidad de que la mujer pueda interrumpir su embarazo en las fases iniciales del mismo o a favor de que el comportamiento homosexual no sea discriminado. Defiende el liberalismo como una estrategia que utiliza el modo manual –racional– para resolver los conflictos y termina ofreciendo un conjunto de reglas que debería seguir cualquiera que adopte el pragmatismo como metamoralidad. El autor nos invita a usar la razón en los conflictos morales, a no utilizar los derechos como argumentos, a centrarnos en los hechos y procurar que los otros también lo hagan, a ser justos procurando evitar los sesgos, a menudo inconscientes, que nos hacen favorecer a nuestro grupo, a usar una moneda comúnen el campo de los valores, y a ser generosos a la hora de llegar a acuerdos.
Con todo, Greene no afirma que el utilitarismo sea la verdad moral, ni pretende que pueda dar cuenta y contrapesar todos los valores humanos. Su idea es que constituye un buen instrumento para resolver los desacuerdos morales entre grupos humanos. Tampoco plantea una versión moderna de la falacia naturalista en el sentido de proponer que, a partir de datos empíricos como los que obtiene en su laboratorio, puedan extraerse conclusiones normativas. Más bien defiende la necesidad de que las reflexiones filosóficas sobre la moral tengan en cuenta los datos que aporta la ciencia sobre el funcionamiento de los seres humanos a nivel cognitivo.
Resulta loable este intento de pensar desde la evolución. Y es desde esta perspectiva desde la que vamos a reflexionar sobre la propuesta de Greene, en lugar de poner el énfasis en un debate sobre la viabilidad de construir dicha metamoralidad o sobre las ventajas o inconvenientes que tal empeño podría tener frente a otras posiciones filosóficas. Un aspecto clave de nuestra naturaleza es el instinto tribal que facilita la cooperación dentro del grupo y nos empuja a preferir las virtudes y los valores de nuestra tribu frente a cualquier otra. Este instinto condiciona la percepción de los hechos, magnificando los errores ajenos y restando importancia a los fallos propios, al tiempo que permite atribuir al conjunto, para bien o para mal, lo que no es sino el comportamiento de una parte. Greene es plenamente consciente de estos sesgos cognitivos de nuestro cerebro, pero creemos, al igual que ha sugerido Robert Wright en una interesante recensión del libro (3), que no le otorga la importancia que tienen por sí solos como fuente de conflictos. Es innegable que muchas disputas entre grupos humanos provienen de considerar buenas o malas cosas diferentes. Pero más importante que las discrepancias reales en el terreno de los contenidos concretos de las creencias, algo que una metamoralidad podría ayudar a encauzar, es la utilización de esas diferencias como marcas de clase que ayudan a delimitar aquello que define a una tribu y a justificar racionalmente las emociones de rechazo que generan los que pertenecen a otras (4). Pongamos un ejemplo perteneciente al mundo del deporte para atenuar suspicacias. Esta tendencia a justificar racionalmente lo que no son otra cosa que emociones tribales, la inclinación a buscar rasgos identitarios frente a los otros, es lo que nos lleva a escuchar, no sin sonrojo intelectual, a dirigentes, periodistas y aficionados hablando de cosas tales como los valores propios de un club, del ADN madridista o del ADN del Barça. Los seguidores de un equipo no constituyen, desde luego, una tribu moral, pero tratan de serlo y muchos están satisfechos y convencidos de haberlo conseguido. Parece una broma, pero no lo es; es una consecuencia de cómo funciona el cerebro que tenemos.
Si alguien aspira a mediar entre tribus, más sensato que crear una metamoral, sería crear una metatribu que las integre, ya que sólo de este modo los individuos se perciben diferentes pero iguales. En este sentido, la selección española de fútbol ha actuado como una metatribu que ha permitido que determinados jugadores sean aclamados por seguidores de clubes distintos a los que pertenecen. Proyectos como el de la Unión Europea, si quieren tener éxito, deberían enfatizar los rasgos metatribales, sin que eso signifique homogenizar o anular lo que es diverso. Se trataría más bien de crear estructuras compartidas, un gobierno común, un parlamento, una moneda, un idioma, partidos políticos europeos, una ciudadanía común, europea, que favorezcan el sentido de pertenencia a un mismo grupo, sin que tal cosa impida formar parte de otras muchas tribus. Por el contrario, si un grupo desea separase de una metatribu, lo más eficaz sería acentuar rasgos que puedan servir como marcas de clases identitarias frente al resto, haciendo emocionalmente incompatible el sentimiento de pertenencia a ambas tribus a la vez.
Laureano Castro y Miguel Ángel Toro, Cultura: la perspectiva darwinista, Revista de Libros, Marzo 2015
Laureano Castro y Miguel Ángel Toro, Cultura: la perspectiva darwinista, Revista de Libros, Marzo 2015
Laureano Castro es catedrático de Bachillerato y profesor-tutor de la UNED. Es coautor, junto con Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira, de ¿Quién teme a la naturaleza humana? (Madrid, Tecnos, 2008).
Miguel Ángel Toro es catedrático de Producción Animal en la Universidad Politécnica de Madrid y coautor, con Carlos López Fanjul y Laureano Castro, de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano(Madrid, Siglo XXI, 2003).
1. Una defensa de la importancia de la enseñanza en la transmission cultural puede encontrarse en nuestros artículos«The evolution of culture: from primate social learning to human culture» y «Cumulative cultural evolution: The role of teaching». ↩
2. Véase, por ejemplo, nuestro comentario titulado «Los orígenes de la moralidad», sobre libros anteriores del autor. ↩
3. Robert Wright, «Why Can’t We All Just Get Along? The Uncertain Biological Basis of Morality». ↩
4. El lector puede encontrar una reflexión teórica extensa sobre la importancia del contenido de las creencias en el libro de Laureano, Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira ¿Quién teme a la naturaleza humana?, Madrid, Tecnos, 2008, y otra de carácter más aplicado en el libro de estos dos últimos autores y Julián Morales titulado Ciencias sociales y naturaleza humana. Una invitación a «otra» sociología y sus aplicaciones prácticas, Madrid, Tecnos, 2013. ↩
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