José Luis Pardo: Lo que dura una vida humana.
Todo comienza con estos versos de Shakespeare que se ponen de actualidad
cada cierto tiempo: “Estos actores, como les dije, eran solo espíritus y
se han fundido en el aire, en la levedad del aire; y, al igual que la
ilusoria visión que representaban, las torres que coronan las nubes, los
lujosos palacios, los solemnes templos, el gran globo mismo, sí, con
todo lo que contiene, se disolverán y, como estos desvanecidos pasajes
sin cuerpo, no dejarán rastro”.
.
Conociendo su origen, interpretamos fácilmente estas palabras como hijas
de la conciencia barroca de la caducidad; pero cuando, unos tres siglos
después, Marx y Engels ofrecieron su propia versión de este pasaje
final de La tempestad (“todo lo sólido se desvanece en el aire…”), se
vio claro que los templos solemnes y los lujosos palacios que se venían
abajo no eran más que las altas y hasta ayer inexpugnables torres del
Antiguo Régimen y las arraigadas costumbres de las llamadas “sociedades
tradicionales”, y que el martillo que las derribaba era el de la
Revolución Industrial.
Pero aunque la obra de demolición se llevase por delante el aura sagrada
del poeta (que ni siquiera a Baudelaire le parecía del todo mal), la
santidad de los altares profanados o la belleza de los héroes trágicos,
podía mirarse con el optimismo esperanzado de quien asiste a la
destrucción preparatoria para erigir un mundo nuevo, para levantar una
segunda naturaleza, plenamente humanizada, sobre las ruinas de la
primera, ya dominada y devastada por entero (“Fiat mundus, pereat ars”,
gritaba Walter Benjamin).
Y de las cenizas de todo lo que ardía para alimentar la caldera de la
locomotora de Los hermanos Marx en el oeste (“¡más madera!”) habría de
nacer una nueva solidez —la de los rascacielos de Chicago y Nueva York,
la de la Torre Eiffel y la de la Metrópolis de Lang— que, aunque fuera
mecánica y artificial, y no pétrea ni eterna, ejercería aún las
funciones para las que fueron diseñadas las inquebrantables figuras al
estilo de la columna de Trajano: proporcionar a la frágil y vulnerable
existencia de los hombres algo duradero y estable a lo que aferrarse,
aunque fuera a costa de llenar la atmósfera del inconfundible aroma de
la modernidad, emanado de la infinita cadena de montaje en la que se
desesperaban mutuamente el bueno de Charlot y Henry Ford (“It’s carbon
and monoxide / the ole Detroit perfume…”, decía Paul Simon).
Sin embargo, los humos con los que se clausuró la Segunda Guerra
Mundial (los de los hornos de Auschwitz y los de los hongos de Hiroshima
y Nagasaki) auguraban ya esa clase de Apocalipsis que tan certeramente
retrató Francis Ford Coppola en el cine, aunque hasta los atentados del
11 de septiembre no tuvimos la evidencia de que, al derrumbarse las
Torres Gemelas entre esa misma humareda, también había empezado a
hundirse con ellas la rigidez de aquellas estructuras, las más o menos
metálicas “pirámides burocráticas weberianas”, que empezaban a
desvanecerse y a fragmentarse bajo los golpes del martillo invisible de
las nuevas tecnologías. ¿Cuántas veces, mientras esa dureza artificial
se mantuvo en pie, fue acusada de cometer crímenes contra la vida?
¿Cuántas veces se invocó a “la vida” contra la inflexibilidad de esas
cadenas, que también eran las cadenas narrativas que mantenían la
intriga de los relatos impresos? ¿Cuántas veces se pidió la liberación
de la vida con respecto a aquellas cadenas? Tantas que, sin duda, nunca
habríamos imaginado que las invocaciones serían oídas, que los crímenes
serían castigados, que la liberación tendría lugar, y menos aún que, en
lugar de inaugurar de esa manera un paraíso con cuya utopía se había
soñado largamente, como sucede con todo lo histórico, la “liberación”
resultaría enormemente ambigua, inquietante y por momentos infernal.
Según una maliciosa observación de Nietzsche, la esperanza en una vida eterna tras la muerte fue no solamente un modo de enganchar la inconsistencia de nuestras biografías a algo permanente y duradero, sino una contención contra el nihilismo en el caso de los desheredados. La modernidad transfirió esa esperanza de las instituciones divinas a las humanas, con su hormigón armado y su monóxido de carbono, y hoy, cuando Detroit se ha convertido en el escenario ideal para una última secuela de Mad Max “basada en hechos reales” y las cadenas de montaje han sido sustituidas por el hacinamiento de los trabajadores textiles de Bangladesh, la vacuna contra el nihilismo está dejando de resultar eficaz.
Ya he señalado en otra ocasión la importancia de la observación de Zygmunt Bauman en este sentido: ahora la duración de la vida humana se ha convertido en la referencia última y en la medida de todas las demás cosas humanas, pues ninguna de ellas tiene ya garantizada una permanencia superior. Ni los matrimonios ni las empresas, ni los ministerios ni las profesiones, ni los Gobiernos ni las familias, ni los edificios ni las herramientas, ni las iglesias ni los vestidos, ni los bancos ni los Estados tienen ahora por qué durar más de lo que dura, como media, una vida humana, y lo más frecuente es que, a lo largo de esas vidas, los mortales vayan viendo erosionarse y caer sus matrimonios, sus empresas, sus ministerios, sus profesiones, sus Gobiernos, sus familias, sus edificios, sus herramientas, sus iglesias, sus bancos y sus Estados, mientras lo único que permanece en pie es esa vida suya, en otro tiempo considerada tan frágil y tan miserablemente corta.
Ha llegado, para muchos miles de personas, ese día en el cual, al no contar con otra referencia de estabilidad que no sea su continuidad biológica, y al no poder ya esperar ninguna continuidad social o política por parte de las instituciones públicas o privadas, se ven obligadas a convertirse en empresarias de sí mismas, en gerentes de su propia vida a título puramente individual. Si la revolución industrial terminó con el Libro y esta revolución posindustrial ha de terminar con los libros, ¿quién contará el sufrimiento de estas vidas estranguladas en la contradicción de su condena al reciclaje permanente y su enfrentamiento a su condición mortal y, por tanto, esencialmente no-reciclable? Necesitamos urgentemente nuevos órganos de escucha.
Según una maliciosa observación de Nietzsche, la esperanza en una vida eterna tras la muerte fue no solamente un modo de enganchar la inconsistencia de nuestras biografías a algo permanente y duradero, sino una contención contra el nihilismo en el caso de los desheredados. La modernidad transfirió esa esperanza de las instituciones divinas a las humanas, con su hormigón armado y su monóxido de carbono, y hoy, cuando Detroit se ha convertido en el escenario ideal para una última secuela de Mad Max “basada en hechos reales” y las cadenas de montaje han sido sustituidas por el hacinamiento de los trabajadores textiles de Bangladesh, la vacuna contra el nihilismo está dejando de resultar eficaz.
Ya he señalado en otra ocasión la importancia de la observación de Zygmunt Bauman en este sentido: ahora la duración de la vida humana se ha convertido en la referencia última y en la medida de todas las demás cosas humanas, pues ninguna de ellas tiene ya garantizada una permanencia superior. Ni los matrimonios ni las empresas, ni los ministerios ni las profesiones, ni los Gobiernos ni las familias, ni los edificios ni las herramientas, ni las iglesias ni los vestidos, ni los bancos ni los Estados tienen ahora por qué durar más de lo que dura, como media, una vida humana, y lo más frecuente es que, a lo largo de esas vidas, los mortales vayan viendo erosionarse y caer sus matrimonios, sus empresas, sus ministerios, sus profesiones, sus Gobiernos, sus familias, sus edificios, sus herramientas, sus iglesias, sus bancos y sus Estados, mientras lo único que permanece en pie es esa vida suya, en otro tiempo considerada tan frágil y tan miserablemente corta.
Ha llegado, para muchos miles de personas, ese día en el cual, al no contar con otra referencia de estabilidad que no sea su continuidad biológica, y al no poder ya esperar ninguna continuidad social o política por parte de las instituciones públicas o privadas, se ven obligadas a convertirse en empresarias de sí mismas, en gerentes de su propia vida a título puramente individual. Si la revolución industrial terminó con el Libro y esta revolución posindustrial ha de terminar con los libros, ¿quién contará el sufrimiento de estas vidas estranguladas en la contradicción de su condena al reciclaje permanente y su enfrentamiento a su condición mortal y, por tanto, esencialmente no-reciclable? Necesitamos urgentemente nuevos órganos de escucha.
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