Lucreci, l'Einstein romà.
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El libro De la naturaleza ha recorrido más de dos milenios estableciendo una relación fuerte con cada época. Esta edición de Acantilado
—muy bella y muy útil— ofrece el original latino de Lucrecio y una de
sus mejores traducciones, realizada por Eduard Valentí Fiol. Un libro
bilingüe es un instrumento de gran precisión. Este incluye además dos
acercamientos contemporáneos: la introducción de Valentí y la
presentación de Stephen Greenblatt, muy distintas a pesar de su
proximidad. Valentí, heredero de una tradición gloriosa, representa el
ideal de la filología moderna a mediados del XX: fijar el texto latino,
traducirlo y comentarlo de modo riguroso. Greenblatt traza una semblanza
breve y seductora, síntesis de la cultura posmoderna: intérprete
libérrimo, relaciona, conecta y sabe llegar, more americano, al
gran público, cosa vista con desconfianza por la filología tradicional
europea. Su modelo general de una cultura poética encuentra aquí una
aplicación perfecta a la ciencia.
El De rerum natura ha sido el clásico preferido por la
izquierda moderna. Ateos, materialistas e ilustrados vieron en Lucrecio a
uno de los suyos. Lo ejemplifican algunos de sus traductores, como el
revolucionario Marchena, el republicano Gil-Albert o el ácrata García Calvo.
Greenblatt lo encaja bien en la izquierda posmoderna: su Lucrecio es
pacifista, ecologista y tan antiimperialista que resulta incluso
antirromano (algo difícil de conciliar con el inolvidable principio de
la obra). Por supuesto, también perfila un Lucrecio anticristiano, al
superponerle el troquel bipolar de Estados Unidos. Si solo existen
creacionistas y darwinistas, Lucrecio cae, con toda razón, del lado de
estos últimos, pues explica la desaparición de especies por la
supervivencia de los más aptos y es enemigo acérrimo de las religiones.
Pero la cuestión requiere algunos matices: en realidad el cristianismo
llegó después y fue él el antilucreciano (por antiepicúreo). Otros
poetas epicúreos, como Virgilio y Horacio, han gozado de gran aceptación
por parte del cristianismo europeo. Existe, por otra parte, una
tradición minoritaria de cristianos epicúreos, explorada por Michel Onfray.
Y lo esencial: la divinidad está muy presente en el libro. Es una
divinidad propia de un filósofo y de un poeta. También de un científico.
No es desde luego un Dios religioso. Pero eso es algo que la ciencia
actual parece haber dejado en el pasado. Actualísimo es el análisis que
hace Lucrecio de la divinización de la Tierra, pues a la vez la
desmitifica y la tolera.
Es este uno de los libros mayores del paganismo grecolatino, hecho de
una refinada naturalidad cultural. Sin ella, corremos el riesgo de no
ver. Por ejemplo: al describir los avatares del texto (que desde el
primer momento ha estado al borde de desaparecer varias veces) el propio
Greenblatt incurre en una suerte de providencialismo cultural, al
retratar a Poggio (el humanista del Renacimiento que salvó el texto)
como “el agente por medio del cual sucedió algo importante”. ¿No
presupone esta frase una suerte de Providencia, muy contraria, por
cierto, al epicureísmo?
Como todos los clásicos, Lucrecio es irreductible a una época o a una
ideología, incluso a las suyas. Por eso está a disposición de todos los
que han ido llegando a él.
También es un gran liberador. Libera de los fanatismos religiosos,
pero también (atención) de las servidumbres del sexo. Como todos los
epicúreos, predica un raro ascetismo. Tanto, que lo que este libro
científico contiene es una suerte de evangelio de Epicuro, ensalzándolo
como a un hombre sagrado. Esta tendencia del racionalismo científico a
convertirse en escuela, secta o cuasi-religión es muy interesante. El
hecho de que se diera ya en la Antigüedad, y precisamente entre los
seguidores del más enemigo de los fanatismos, debería servirnos de
aviso.
La ciencia moderna debe mucho a Lucrecio: la biología darwinista, la
psicología, como ha visto David Konstan, y, sobre todo, la física: su
admirable hipótesis atomista se ha visto confirmada hace solo unas
décadas. Paradójicamente (aquí los físicos deberían ayudar a los
filólogos) es probable que átomos no sea ya la mejor traducción
para las partículas elementales, cuyos movimientos —“batallas y
escaramuzas, escuadrón contra escuadrón”— se parecen más a los de los
protones.
Poesía, filosofía y ciencia discurren aquí simultáneas. El lector
contemporáneo puede disfrutar una cuarta faceta: la de narrador
magistral. Poeta del cosmos, Lucrecio es el Newton, el Einstein y el Carl Sagan
de Roma. ¿Qué prevalece? La poesía, en la Antigüedad. La ciencia,
ahora. Lucrecio transmite una visión general de las cosas (filosófica)
con un lenguaje creativo, bello y preciso (es decir, poético) para dar
una explicación científica de una realidad que también es bella. En
nuestra época la ciencia ha sometido a la filosofía y ha eclipsado a la
poesía. Por eso, una traducción en prosa como esta tiene la eficacia de
llegar a los científicos, a los filósofos y al gran público.
Como poeta, Lucrecio da voz a la naturaleza. Aborda la imperfección
del mundo. Es un entusiasta, “agotado por la larga carrera de la vida”.
Usa metáforas (“murallas que rodean el vasto mundo”) y un idioma muy
rico (“esplendorosas mieses y ufanos viñedos”). Afronta el amor y la
muerte. Emplea mitos. Y a veces incurre en una ingenuidad preciosa. Por
ejemplo, cuando afirma que el sol, la luna y las estrellas son
exactamente del tamaño que las vemos.
De la naturaleza es uno de los textos más vigentes de la
antigüedad. Se encuentra —verdadero prodigio— en las bibliotecas de
letras y en las de ciencias. Pensando en Lucrecio, Virgilio llamó
afortunado al que conoce las causas de las cosas.
Juan Antonio González Iglesias, Ciencia poética, Babelia. El País, 10/08/2013
De rerum natura / De la naturaleza.
Lucrecio. Prólogo de Stephen Greenblatt. Traducción, prólogo y notas de
Eduard Valentí Fiol. Acantilado. Barcelona, 2013. 608 páginas. 33
euros
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