La dreta mediterrànea i els ideals del supermercat.
Fuera de Italia, Berlusconi ha sido siempre tomado un poco a broma. Pero haríamos mal en desdeñar el impacto de Berlusconi y de lo que representa para otras democracias. Como recuerda Alexander Stille, otros tres fenómenos incubados en Italia también fueron minusvalorados inicialmente. La mafia, el fascismo y el terrorismo de izquierdas (Brigadas Rojas) parecían unas excentricidades italianas, intransferibles a democracias más serias. Sin embargo, esas tres supuestas rarezas se convirtieron, con o sin cambios cosméticos, en pesadillas en muchos otros países. Igualmente, el berlusconismo es exportable y, si nos centramos en sus características centrales, veremos que, de hecho, lleva bastante tiempo entre nosotros.
¿Cuáles son los componentes del berlusconismo? ¿Cuál es la esencia de la superficialidad política? Creo que la clave no son sus aspectos más reconocibles: las velinas,
la televisión como espectáculo desinformador, el control casi
monopolista de los medios de comunicación para alcanzar el poder. Nos
podemos reconfortar con la idea de que el enorme poder político de
Berlusconi ha sido el resultado de una persona excepcional (un ciudadano
Kane dicharachero) en unas circunstancias extraordinarias (el colapso
del sistema de partidos italianos en los noventa). Pero Berlusconi es
simplemente la punta visible de un iceberg enorme que se pasea por el
Mediterráneo: la derecha sin principios. Una derecha sin Dios, si por
Dios entendemos algo que está por encima de nuestro interés egoísta.
Es cierto que es una derecha con Iglesia, pero una Iglesia que ha
dejado de lado la promoción de la moral social. Como explicó Miguel Mora
para este diario, el apoyo del que ha gozado Berlusconi en la Iglesia
se ha basado en la doctrina, inconcebible en otras confesiones
cristianas, del pensador católico Vittorio Messori: “Mejor un putero que
haga buenas leyes para la Iglesia que uno catoliquísimo que nos
perjudique”. La Iglesia, pues, tiene mucho que hacer para convertirse en
un faro moral y esperemos que el papa Francisco se ponga a ello
rápidamente.
Mientras, la derecha del sur de Europa promueve un laissez faire
sin restricciones sobre el comportamiento individual. Casi cualquier
cosa vale para enriquecerse o ganar elecciones. Esto se observa en la
tolerancia que los partidos de derechas han mostrado ante la
proliferación de todo tipo de actividades ilícitas u opacas: desde la
manipulación de las estadísticas griegas hasta el entramado
Gürtel-Bárcenas, pasando por todos los escándalos alrededor de
Berlusconi. Los partidos de izquierda han tragado sus buenas dosis de
corrupción también, pero en la derecha no hay visos ni de introspección
profunda ni de propuestas de regeneración.
Pero no es en las prácticas ilícitas, sino en las lícitas, donde el sinDiosismo
de nuestra derecha se percibe con más claridad. Si miramos a otros
países de la OCDE, vemos unos programas políticos de derecha regidos por
unos principios, surjan de las universidades (de economistas liberales)
o de las Iglesias (de intelectuales luterano-cristiano-demócratas), que
aspiran a construir una sociedad más virtuosa y justa. Así, el laissez faire
económico queda atemperado por un conservadurismo cívico (en Reino
Unido), compasivo (en EE UU) o socialcristiano (en la Europa
continental), además de por un ideal de movilidad social.
La altura intelectual de la derecha británica es un ejemplo. El
conservadurismo de Cameron parte de un diagnóstico de su país como una
sociedad rota y propone, junto a medidas dinamizadoras del mercado, una
combinación de principios paternalistas y de devolución de poder a las
comunidades locales y barrios que bebe directamente de Edmund Burke,
considerado el padre filosófico del conservadurismo occidental moderno.
Bueno, del nuestro no, claro, pues Burke dedicó su vida a denunciar el
“capitalismo de amiguetes” y el individualismo rampante destructor del
tejido social —dos tendencias bien estimuladas en nuestras latitudes—.
Por su parte, el thatcherismo y el reaganismo
estaban fundamentados en las ideas de intelectuales —como Milton
Friedman, Friedrich Hayek o William Niskanen— que consagraron su vida a
pensar cómo podemos tener sociedades mejores. La vida política para
muchos conservadores europeos implica un diálogo permanente con
intelectuales y, en muchos casos, son los propios políticos quienes
escriben panfletos o libros (y no solo esas listas de buenas intenciones
llamadas programas electorales) proponiendo una nueva narrativa
ideológica. En lugar de ese esfuerzo intelectual creativo, los de aquí
suelen entrar en política ganando una oposición y luego a esperar su
turno en la cadena ascendente de nombramientos administrativo-políticos.
Podemos discutir obviamente qué es lo que entienden otros conservadores
europeos por una sociedad más justa y si sus propuestas generan más
costes que beneficios. Pero, y aquí radica la cuestión, no podemos
discutir con nuestras derechas qué es justicia social —ni tan siquiera
cómo activar el ascensor social o la compasión— porque sencillamente son
conceptos fuera de su discurso habitual.
Mientras los políticos de derechas continentales y anglosajones
buscan inspiración en universidades e iglesias, los nuestros parece que
se inspiren en un supermercado. El objetivo no es construir un relato
que mezcle individualismo capitalista con unas virtudes morales y
sociales. El objetivo del supermercado conservador del sur de Europa es
satisfacer las necesidades del mayor número posible de clientes. Así, en
una estantería, exhiben leyes al gusto de la jerarquía de la Iglesia,
Opus, Legionarios de Cristo y otros grupos católicos. En la de enfrente,
pero es que en la mismísima estantería de enfrente, ofrecen Eurovegas y
trajes legales a medida para quien traiga negocio al país, aunque sea a
costa de fomentar vicios. En la estantería de más allá, metros y trenes
para satisfacer el ego de cualquier alcalde o mandamás provincial que
se precie. Da igual que endeudemos a las generaciones venideras con
proyectos de infraestructuras megalómanos y de dudosa rentabilidad —algo
impensable en las derechas del norte de Europa, donde la
responsabilidad fiscal se antepone al electoralismo cortoplacista—.
Pero la derecha mediterránea se mueve básicamente para ganar
elecciones. No hay proyecto transformativo de la sociedad detrás. Eso
une a Berlusconi y a Rajoy, a pesar de que sus estilos sean
diametralmente opuestos. Carlos Cué comenzaba uno de sus análisis más
recientes sobre nuestro presidente diciendo que “Rajoy suele presumir en
privado de su profundo conocimiento de las leyes de la política. En 30
años él ha visto ya de todo, repite. Y esa experiencia y su particular
forma de ser casi siempre le dicta que lo mejor es esperar”. Es toda una
declaración de intenciones. Para Rajoy, la política no parece que sea
una lucha de ideas para transformar el mundo, donde cada segundo cuenta;
la política parece más bien una lucha de personas por ocupar puestos y,
como en la guerra, la inacción puede ser una gran aliada.
Me diréis que la izquierda también cojea ideológicamente, incapaz de
formular un mensaje innovador. Que lleva años inmersa en una larga
travesía por el desierto, sin encontrar la ideología prometida. Pero la
diferencia es que intelectuales y políticos de izquierda —en el sur como
en el norte de Europa— siguen buscando sin cesar. No pasa semana sin
que leamos algún artículo con propuestas sobre cómo vigorizar el
proyecto socialdemócrata o de izquierdas. Los hay más o menos
prometedores, más o menos fundados en trabajos académicos sólidos, más o
menos pragmáticos. Pero es indudable que hay una constante lucha
intelectual detrás.
La izquierda, pues, sigue caminando, inspirada por unos ideales que
trascienden el interés individual (una sociedad sin pobreza, con
igualdad de oportunidades); o sea inspirada por su Dios. El desierto es
duro, pero Dios da fuerzas para seguir. Nuestra derecha mediterránea,
por el contrario, parece como si, renunciando a caminar, hubiera
decidido acampar en un confortable supermercado, entregándose a la
adoración del becerro de oro, entre casinos, sobres marrones y confetis.
Víctor Lapuente Giné, La derecha sin Dios, El País, 26/08/2013
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