Les ciències socials contra les cordes.
We are very slightly changed
From the semi-apes who ranged
India’s prehistoric clay;
Whoso drew the longest bow
Ran his brother down, you know,
As we run men down today (…)
From the semi-apes who ranged
India’s prehistoric clay;
Whoso drew the longest bow
Ran his brother down, you know,
As we run men down today (…)
Rudyard Kipling
El ácido universal
Desde cuando la
distinción tiene sentido, los desarrollos de las ciencias sociales y
naturales han corrido separados por barreras disciplinares. A mediados
del siglo pasado, el novelista C. P. Snow se quejaba en su famosa conferencia sobre «las dos culturas» de la incomunicación entre las humanidades y las ciencias naturales.
Aunque esta separación solo parecía
crecer con la consolidación de la autonomía de las disciplinas sociales,
en los últimos años es posible reconocer un acercamiento, originado
fundamentalmente en el mundo anglosajón, entre estas dos culturas. Los
avances ligados a la teoría de la evolución, la genética y las
neurociencias han puesto en tela de juicio muchas de las ideas recibidas
en las humanidades y las ciencias sociales: desde aspectos filosóficos
como la separación entre el cuerpo y la mente,
hasta cuestiones mucho más concretas ligadas a la relevancia de la
biología para la explicación el comportamiento social. En su libro La peligrosa idea de Darwin el filósofo norteamericano Daniel Dennett
sugería que el reconocimiento del origen evolutivo del ser humano
actuaría como un ácido universal sobre el conjunto nuestra concepción
del hombre, empezando por nuestras más íntimas creencias éticas y cosmológicas.
Piénsese a modo de ejemplo en el modelo
tradicional de acción que han venido manejando desde los científicos
sociales hasta los filósofos morales que se apoya en conceptos de
«psicología convencional» (folk psychology)
donde la acción de los individuos es el resultado de sus intenciones,
sus creencias, su voluntad consciente, sus objetivos y otros conceptos mentales.
Tanto la filosofía moral (¿qué valdría la idea de libertad o
responsabilidad si no existiera la acción consciente o la voluntad?)
como el grueso de las ciencias sociales se apoyan en conceptos
mentalistas que son los que explican las acciones. Para un
neurocientífico, sin embargo, estos conceptos son prescindibles:
únicamente existe una cadena de estímulos y respuestas en un mecanismo
inanimado. Esto ha llevado a algunos a ir un paso más allá y sugerir que
este hecho deja muy poco espacio para el libre albedrío y llevaría incluso a replantearse si los estados mentales son algo más que una ilusión supersticiosa.
El éxito y la aceptación de las ciencias
naturales ha puesto a los científicos sociales ante un dilema. Por un
lado, bien admitir el cierre epistemológico de las ciencias naturales y
hacer compatible sus aseveraciones sobre la realidad humana con las de
las primeras. Esta es una tarea a la que se han encomendado distintos filósofos y científicos, entre ellos el propio Dennett (una introducción a su pensamientos puede encontrarse aquí).
Por otro lado la alternativa es entregarse a la ingrata y nada
prometedora tarea de construir un cortafuegos metafísico basado en
visiones tan poco modernas como la creencia en un alma inmaterial o una
cosmovisión que incluya la creencia en lo sobrenatural.
En retrospectiva, la insostenibilidad de
la división interdisciplinar parece evidente. Las ciencias naturales y
sociales estudian fenómenos comunes y en la medida en que ambas tienen
pretensión de veracidad están condenadas a entenderse. Ello no significa
sin embargo que este entendimiento fuera sencillo. Al contrario, el
encuentro entre académicos educados en cada una de las dos tradiciones
se ha traducido a menudo en situaciones de hostilidad manifiesta, muy a
menudo connotadas política y moralmente.
El choque de culturas
Una muestra de este fenómeno de hostilidad mutua se puede encontrar en el famoso libro de Steven Pinker La tabla rasa, que tiene el subtítulo provocativo de «La negación moderna de la naturaleza humana».
El psicólogo de la universidad de Harvard sostiene en este libro que la
ignorancia de los estudiosos de las ciencias sociales de las
conclusiones de las ciencias naturales los ha llevado a dar por buena
una visión de la naturaleza humana basada en la idea de la «tabla rasa».
Esta visión estaría caracterizada por la idea de que únicamente los
factores ambientales, culturales y derivados de la socialización afectan
a la forma de ser de las personas, los cuales nacerían como una hoja en
blanco que se podría manipular infinitamente mientras se pueda
manipular el entorno. Este enfoque entra en conflicto frontal con la
idea de que los fenómenos mentales son también fenómenos cerebrales o
que los genes o el sexo tiene un impacto la psicología, hechos todos
ellos indiscutidos en el campo de las ciencias naturales. Alrededor de
esta idea, Pinker analiza distintas concepciones que se sostienen en
ciencias sociales que parten de este supuesto de la «tabla rasa» y
humanidades ilustradas con algunos de sus ejemplos más grotescos.
Más allá de los malentendidos derivados
de una incorrecta comprensión mutua entre disciplinas, es forzoso
reconocer que esta hostilidad mutua evoluciona en un contexto
políticamente connotado. En este eje político, la primera línea de
tensión se encuentra naturalmente con las visiones religiosas del mundo,
que se ven severamente discutidas por los avances de las ciencias. En palabras de Stephen Hawking:
«La ciencia no deja mucho espacio para Dios». Las explicaciones
mecanicistas a partir de causas múltiples que caracterizan a la ciencia
encajan mal, cuando no contradicen, las ideas centrales de la inmensa
mayoría de cosmovisiones basadas en la creencia de un dios consciente.
Pero desde el punto de vista académico,
la tensión más fuerte se ha producido posiblemente entre los avances
ligados a la genética y las visiones progresistas del mundo con las que
discute Pinker. La posibilidad de que puedan existir diferencias
«naturales» entre hombres y mujeres o que aspectos como la inteligencia
sean en alguna medida hereditarios es algo que es visto con hostilidad
por muchas personas. La psicóloga Diane Halpern cree necesario empezar un capítulo de su libro diciendo
Tal vez este capítulo y el próximo deberían venir con una advertencia similar a las de los paquetes de cigarrillos “Cuidado: Algunas de las teorías e investigaciones descritas en este capítulo pueden ser incómodas para su sistema de creencias“.
He enseñado este material varias veces, y siempre ha habido estudiantes
que se han sentido profundamente incómodos por la posibilidad de que
incluso una pequeña porción de las diferencias en habilidades cognitivas
entre sexos pueda ser atribuidas a factores biológicos.
En su último libro, el politólogo estadounidense Charles Murray sugería
que la justificación del Estado de Bienestar partía de la creencia de
que existían diferencias creadas por la sociedad mientras que las
diferencias «latentes» eran menores, y que por tanto estas podrían
remediarse con políticas públicas. Murray plantea entonces
que estas ideas están siendo cuestionadas con fuerza en la actualidad y
lo estarán mucho más en el futuro, en que descubriremos que existen
diferencias marcadas en la inteligencia y capacidad de grupos étnicos,
entre sexos y en función de la edad.
En el viejo debate entre lo «innato» y
lo «adquirido», es posible distinguir la idea expresada por Murray de
que si una característica es «natural», entonces queda de alguna forma
legitimada, especialmente en sus consecuencias en términos de
desigualdad. En cambio, cuando una característica es adquirida, proviene
de nuestra educación o nuestra cultura, esta es más arbitraria. Esta
distinción sobre la legitimidad de ambos aspectos plantea inmediatamente
la pregunta de ¿por qué debería ser distinta la mala suerte en la
lotería social de la mala suerte en la lotería genética?
Sin embargo, la resistencia afrente a la
existencia de aspectos «innatos», o con una base fundamentalmente
biológica, parece sobre todo guiada por sus consecuencias en términos de
políticas públicas. Para una parte tanto de los espectadores como de
los participantes en el debate, «natural» o «biológico» son
aproximadamente equivalentes a «inmutable» o «determinado». Se argumenta
a menudo que si fuéramos capaces de descubrir que si por ejemplo
determinadas características son hereditarias o vienen determinadas
biológicamente, entonces cualquier esfuerzo para intentar reducir las
desigualdades creadas por las mismas quedaría en entredicho. Esta
perspectiva del problema es asumida tanto por los «conservadores» que
esgrimen la biología para justificar sus propuestas políticas, como por
los «progresistas» que la resisten y consideran estas propuestas
racistas, eugenistas o como parte de una agenda política.
Esta perspectiva, así como los temores
que conlleva, es en buena medida errónea. Esta es una idea de la que nos
esforzaremos en convencer al lector en la segunda parte de este
artículo. Intentaremos dar cuenta del debate usando como caso de estudio
el polémico libro The Bell Curve de Charles Murray y Richard Herrnstein.
Luis Abenza, Humanistas y naturalistas, jot down, 15/07/2013
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