La identitat en l'imperi de la mobilitat.
Hasta ahora no se ha descubierto ninguna liberación que no genere algún tipo de inconveniente. Los seres humanos pagamos la libertad frente al entorno con una mayor necesidad de orientación, lo que no sucede a otros animales plácidamente incrustados en su medio. Y la evolución social en su conjunto puede entenderse como un incremento ambivalente de esa indeterminación. Cada vez se puede viajar más, subir más rápido en la escala social, cambiar frecuentemente de ocupación, pero también puede uno perderse más irremediablemente, ser arrollado por el curso de los acontecimientos o quedar al margen del movimiento social. El desarraigo es el peaje de la velocidad; las ventajas de la movilidad siempre se pagan con algún vértigo.
La grandeza de la sociedad contemporánea se expresa muy bien en esa
igualdad inicial de posibilidades por la que a todos les resulta posible
demostrar su capacidad sin el lastre de una posición social inamovible.
Pero la democratización del movimiento tiene su reverso ingrato en las
patologías propias de una sociedad de advenedizos, formada por nuevos
nómadas que en vez de transitar por espacios físicos, de recorrer
estepas y desiertos, vagan por los ámbitos de la posibilidad. Y aquí se
advierte que no toda movilidad es un incremento de libertad; hay también
una cinética perversa que no siempre es fácil de combatir.
En el terreno social es donde mejor se comprueba la ambigüedad de este
imperio de la movilidad. Las reformas del mercado de trabajo apuntan
hacia un incremento de la eventualidad, bajo la forma de precariedad y
movilidad del empleo, de flexibilidad. La empresa trata de liberarse de
una relación laboral permanente mediante el recurso a las empresas de
empleo temporal. El obrero eventual no se siente parte de la empresa;
esta le considera como un coste del que conviene prescindir cuanto
antes. Esto supone considerar que la organización es una rémora y los
parados una especie de “contaminación laboral” generada por el proceso
productivo. En el mejor de los casos, las medidas de protección social
tratarán de reciclar a los que van quedando inadaptados al nuevo entorno
competitivo. Aparece así una especie de adolescencia profesional
perpetua, un síndrome de la preparación incesante. Quizás sea esto lo
que explique la nueva ideología de los noventa: el masterismo, la
abundancia de másteres para aprender a aprender, para saber qué es lo
que hay que saber. En ellos se enseña que no renovarse es morir; se
exhorta a la adaptación y la preparación para cualquier eventualidad, o
sea, a no saber realmente de nada; el nuevo imperativo es llegar cuanto
antes no se sabe muy bien a dónde, pero en cualquier caso antes que los
chinos.
En todo esto hay una cuestión de fondo que merece la pena examinar: la
consideración de que la identidad es el todavía no de las cosas; la
identidad es algo que se encuentra pertinazmente un poco más lejos, más
adelante. Quien se pone en marcha hacia esa fascinante y siempre
insatisfecha identidad, se convierte en un espectro que huye
continuamente de la realidad ilegítima e imperfecta del presente. Como
fenómeno social y psicológico, la modernidad es una especie de
minusvalía universal, la obsesión de que todo es aún demasiado poco; lo
que es ya está contradicho por lo que será. En la primera de las Elegías
a Duino, Rilke expresaba así el vértigo de lo que ha dejado de contar
pero todavía no se ha hecho valer: cada sordo giro del mundo tiene tales
desheredados, / a quienes ni lo anterior ni tampoco lo que sigue
pertenece. La modernidad es la imposibilidad de mantenerse en un mismo
lugar. Ser moderno es estar en movimiento. Pero estar en movimiento no
es algo que uno decida, como tampoco se decide ser moderno. El nuevo
nomadismo forma ya parte de nuestra condición, al igual que otras muchas
circunstancias que se deben a nuestra situación en el mundo.
Un nómada es un parvenu, un advenedizo, refugiado o forastero, alguien
sin permiso definitivo de residencia, un recién llegado que está de paso
en cualquier lugar. Esto supone una liberación respecto del pasado
limitante, pero también una desprotección absoluta. Hannah Arendt lo
advirtió muy bien cuando señalaba que la autonomía del ser humano se
transforma ocasionalmente en la tiranía de las posibilidades. Lo posible
seduce y amenaza a un tiempo porque ofrece oportunidades y deja abierto
el desastre.
Lo que distingue una sociedad tradicional de una moderna es el
modo en que se configura el rango social, si es algo que se tiene o que
se conquista, si es una definición poseída o una identidad alcanzada.
Las definiciones son innatas; las identidades son hechas. Las
definiciones le dicen a uno lo que es; las identidades le seducen con lo
que uno no es pero podría llegar a ser. Beaumarchais puso en boca de su
Fígaro ese sentimiento de no necesitar demostrar nada: ¿ha hecho el
señor conde algo grande? Se ha tomado la molestia de nacer. Un
advenedizo, en cambio, es una persona en busca beligerante de identidad.
Anda a la caza de identidades porque inicialmente no le están
permitidas las definiciones.
Solo los aristócratas pueden permitirse hacer valer lo que son,
por eso no hacen nada; todos los demás son alabados o condenados por lo
que hacen. El aristócrata del Wilhelm Meister de Goethe extrajo de ello
la única conclusión lógica: irse al teatro. Sobre el escenario podía
identificarse con personajes que hacían cosas, que no se limitaban a
ser. La mayoría de los advenedizos no pueden elegir como Wilhelm. La
vida es su escenario. Lo que para un establecido es juego que le distrae
de la aburrida permanencia de su ser, es para el advenedizo una presión
implacable que le impide ser, un destino constante que le obliga a
desfilar por la pasarela de las identidades. El aristócrata ha elegido
la existencia teatral; los parias han sido obligados a ser actores, con
el riesgo del ridículo o la condena sin disponer de una retaguardia
definitiva.
El horror del paria es la deportación en caso de fracaso. Forma
parte de su carga psicológica y social la posibilidad nunca ahuyentada
de que su movimiento se malogre. En ningún momento deja el héroe de ser
una víctima potencial. Hoy héroe, mañana un canalla. Me parece que este
es el mecanismo que explica el hecho de que la economía se haya
convertido en el escenario en que este paso de genio a villano es más
rápido y cruel. Cuanto más individual es el éxito económico, más
asignable es la culpa del fracaso; ninguna organización soporta el
desastre, pues el empresario había basado su estrategia en quitarse de
encima el lastre de la organización. El problema se arregla con un
cambio en la cumbre (el fichaje de otro super-empresario, un saneador,
es decir, un des-organizador, un externalizador de problemas), ante la
indiferencia de la base, que no acarrea con lo peor porque tampoco había
albergado la esperanza de beneficiarse de lo mejor. Unos y otros se
consideran mutuamente prescindibles y la desgracia ajena es contemplada
con recíproca indiferencia.
Puede que esta lógica aclare algunos sucesos recientes que han
hecho del mundo financiero un escenario trepidante por el que desfilan
triunfadores y derrotados, el éxito y la desgracia, con un movimiento
vertiginoso. A nadie como a las estrellas fulgurantes de la economía les
resulta tan magnífico el éxito y el fracaso tan cruel. Desde la
cinética del nuevo nomadismo parece congruente que la eventualidad no se
detenga ante nadie, que se ensañe preferentemente con los más débiles
pero derribe ocasionalmente a algún poderoso.
Si hubiera una nueva declaración de derechos humanos, deberíamos
proponer que se introdujera el derecho a la irreciclabilidad, a
envejecer, el respeto hacia el que ya no puede innovar, la dignidad de
lo que se es frente a lo que se podría llegar a ser. Si es propio de una
sociedad abierta ofrecer a todos la oportunidad de llegar a ser lo que
todavía no son, es un ejercicio de humanidad acoger a quienes tienen
fundamentalmente pasado, o sea: nada que hacer.
Daniel Innerarity, La sociedad de los advenedizos, Babelia. El País, 17/08/2013
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