Davant la tecnocràcia i els populismes, millor partits polítics.
La actual crisis de los partidos políticos, su descrédito, pérdida de
relevancia o fragmentación, es manifestación de una crisis más
profunda. Se acaba, a mi juicio, una era política que podríamos llamar
“la era de los contenedores”. El mundo de los contenedores presuponía un
contexto social estructurado en comunidades estables, con roles
profesionales definidos y formas de reconocimiento y reputación
consolidadas. En esa realidad social se gestaron esas máquinas políticas
que son los partidos de masas clásicos.
El periodo de la “democracia de los partidos” tal como la hemos
conocido representaba una geografía sólida, mientras que hoy parecemos
movernos más bien en un escenario de liquidez, inestabilidad e incluso
volatilidad que afecta a los grandes contenedores de antaño (los
partidos, las iglesias, las identidades e incluso los Estados). Este
panorama líquido, cuyos flujos no tienen una dirección reconocible,
afecta tanto al público como a sus representantes. A los primeros les
confiere una desconcertante imprevisibilidad. En la terminología del marketing
se habla de un electorado menos fidelizado, volátil e intermitente.
Hemos pasado del “cuerpo electoral” al “mercado político”, con todas las
reglas (o ausencia de ellas), todos los riesgos y toda la
imprevisibilidad del mercado.
La volatilidad de los electores afecta igualmente a los agentes
políticos y a los partidos. Si los electores son tan “infieles”, los
partidos se ven cada vez menos obligados a unos compromisos ideológicos.
No lo digo para disculpar esos incumplimientos, sino para tratar de
comprender a qué obedecen. Es la volatilidad general del espacio
político lo que explica que se haya debilitado la idea de programa
electoral e impere un cierto ocasionalismo de las decisiones y los
programas. La racionalidad estratégica se ha vuelto muy difícil cuando
ya no se dan las circunstancias de estabilidad del mundo que la hacían
posible.
¿Cómo será el paisaje después de la actual crisis de los partidos? La
crisis de los partidos solo se superará cuando haya mejores partidos.
Tirar el niño con el agua sucia, como suele decirse, no sería una buena
solución, y la experiencia nos enseña que todavía peor que un sistema
con malos partidos es un sistema sin ellos; quien lamente su carácter
oligárquico tendrá más motivos para quejarse si los partidos se
debilitan hasta el punto de ser incapaces de cumplir las expectativas de
representación, orientación, participación y configuración de la
voluntad política que se espera de ellos en las democracias
constitucionales.
Digo esto como una invitación a explorar las posibilidades de
desintermediación que tenemos por delante —las expectativas suscitadas
por las redes sociales, la realización de elecciones primarias o la
renovación procedente de los movimientos sociales, por ejemplo—, pero a
no hacerse demasiadas ilusiones con ellas.
Las nuevas organizaciones políticas surgidas con el impulso de
inmediatez y horizontalidad de las redes sociales han tenido unos
resultados más bien pobres en relación con las expectativas que
suscitaron. Es cierto que la Red confiere una capacidad inédita de
conectar a todos instantáneamente, aproxima aquello que se había
separado (como los representantes y los representados), permite la
observación y el control, sin necesidad de mediación organizativa, como
los partidos. Ahora bien, convertir esa inmediatez en el único registro
democrático lleva a minusvalorar otros elementos centrales de la vida
democrática, como la deliberación o la organización.
Como ocurrió con Margaret Thatcher —que debilitó el Estado y se
fortaleció a sí misma— en algunos movimientos políticos surgidos al
amparo de las redes sociales, sin estructura, ni reglamentos, ni
programa, la autoridad se ejerce a veces de manera más despótica que en
los partidos tradicionales, ya que la supuesta flexibilidad permite una
adopción de decisiones menos limitada por los derechos de los afiliados,
las comisiones de garantías y la referencia a un cuerpo de doctrina o
programa estable. El destino del movimiento italiano 5 Estrellas es un
caso muy ilustrativo de la ambigüedad digital. Como decía Michels en un
célebre ensayo sobre la sociología de los partidos políticos, la
organización es el arma de los débiles contra el poder de los fuertes.
Algo similar podría decirse de la institución de las primarias para
elegir a los líderes políticos y sus candidatos electorales. De entrada,
es un recurso interesante que introduce un elemento de imprevisibilidad
en la vida de los partidos. Pero también tiene su ambivalencia: permite
a los partidos generar un simulacro de democracia en el exterior,
mientras mantienen una vida interna empobrecida, externalizando la
participación en un momento concreto y en torno a una elección de
personas, que se resuelve frecuentemente con una lógica más mediática
que política.
Tampoco deberíamos esperar de los movimientos sociales lo que no
pueden dar, que es algo más radical que lo proporcionado por los
partidos políticos, pero que no puede sustituirlos. Como dice Michael
Walzer, los partidos se dedican a recoger votos y los movimientos
sociales a modificar los términos de esa recogida. Ambas cosas no se
llevan muy bien, pero de esa tensión cabe esperar una mayor
revitalización de nuestra política extenuada que de esa mezcla fatal de
fórmulas mágicas, propuestas populistas y lugares comunes.
Comparar a Grillo con Thatcher no es por mi parte un recurso retórico
ni una maledicencia. Responde a una coincidencia objetiva que siempre
me ha parecido muy sospechosa entre quienes quieren desregular el
espacio político desde la izquierda digital y quienes, desde la derecha
extrema, impulsan esa desregulación de la esfera pública porque confían
en que decaigan así determinadas exigencias sociales y políticas.
Hay una creciente intolerancia del electorado hacia las connotaciones
oligárquicas de los sistemas consolidados de representación. Pero no
simplifiquemos la complejidad de la vida democrática al esquema
populista de un pueblo-víctima, sano y virtuoso, opuesto a un cuadro
institucional corrupto y desorientado, un esquema que encuentra
ardientes defensores en todo el arco ideológico, que tienen en común la
estigmatización de todo lo que parece oponerse a la homogeneidad del
pueblo imaginario: ya sea el enemigo, el extranjero, la oligarquía o los
cuadros dirigentes.
Lo que se ha acabado es el control monopolístico del espacio público
por parte de los partidos políticos, el partido-contenedor, pero en
absoluto la necesidad de instancias de mediación en las que se forma la
voluntad política. Una cosa es que los partidos y los sindicatos deban
renovarse profundamente y otra que las conquistas sociales y de
participación ciudadana puedan asegurarse sin organizaciones del estilo
de los partidos y los sindicatos. Es evidente que los partidos actuales
están muy lejos de cumplir satisfactoriamente tales expectativas; tras
la crisis de los partidos estamos en la encrucijada de o bien hacer
mejores partidos o bien ingresar en un espacio amorfo cuyo territorio
será ocupado por tecnócratas y populistas, definiendo así un nuevo campo
de batalla que sería todavía peor que el actual.
Daniel Innerarity, ¿El final de los partidos?, El País, 11/08/2013
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