L'intercanvi d'atencions i el fonament de la societat.
Benjamin Disraeli, primer ministro tory y autor de novelas
de éxito en su época (segunda mitad del XIX), dejó escrita la siguiente
confesión: "Mi modo de ser exige o perfecta soledad o perfecta
compañía". Hay una soledad activa, en la que sentimos la dicha de volver
a encontrarnos con nosotros mismos tras haber estado absorbidos por
otras solicitudes que enajenan temporalmente nuestra intimidad; y hay
también una sociedad activa, en la que disfrutamos de los placeres
comunitarios que sólo el comercio con los demás puede suministrarnos.
Entremedias, una variedad de formas deficitarias de instalarse en el
mundo, que son las que Disraeli impugna: ese aislamiento no buscado,
empobrecedor, deprimente, que nos separa del entorno creando a nuestro
alrededor un foso infranqueable; y en el otro extremo, el triste estado
al que nos lleva el latoso, ese espécimen sobreabundante en la
vida social que se caracteriza, en definición de Benedetto Croce, por
"quitarnos la soledad sin darnos compañía". El hombre es una entidad
atencional y por eso el latoso, que, con malas tretas, se hace con
nuestra atención para luego defraudarla o maltratarla, nos está
sustrayendo lo que más propiamente somos.
El hombre es tiempo, suele decirse, pero, hay que añadir, no
cualquier tiempo, no, por ejemplo, el que erosiona la roca con lento
desgaste sino sólo el consciente, atentamente vivido. Porque el yo, ese
centro intangible y ubicuo, late fragmentariamente en todo cuanto hace,
piensa, imagina, habla o siente, pero para encontrarlo entero hay que
averiguar dónde pone su atención. En la atención al yo le va su ser. Y
como los niños lo presienten, no se conforman con la presencia distraída
de sus padres y lo quieren todo de ellos "reclamando su atención"
constantemente con mil menudencias. La sociedad en su conjunto se
sustenta sobre el arte de intercambiarse "atenciones" unos a otros para,
aprendiendo a limitar la propia agresividad y el egoísmo a flor de
piel, permitir la convivencia en paz y armonía. Reconvenimos a quien
contraviene las reglas de urbanidad "llamándole la atención" sobre su
indebido comportamiento; y al contrario, juzgamos "atenta" a esa otra
persona de delicada cortesía que se muestra deferente en el trato con
los demás y, poniéndose en el lugar del otro, mira por su bienestar y
sus intereses. Una sociedad de hombres bien educados sería aquella en la
que sus miembros han adquirido el hábito de cuidar del placer ajeno con
muestras más o menos codificadas de respeto y consideración, una
práctica que damas y gentilhombres llevaron a la categoría de obra
maestra en aquellos salones parisinos del XVII y XVIII, escenario
privilegiado de la "conversación civil". Y si ciudadanía y amistad son
en alguna manera, como se observa, fenómenos atencionales, el
enamoramiento vendría a exasperar esa tendencia, al menos para Ortega y
Gasset, quien en Estudios sobre el amor cavila acerca de esta
anomalía psicológica que arrastra al amante con morboso impulso a
concentrar en el amado toda su atención, antes saludablemente dispersa
en una rica variedad de asuntos.
Corolario de lo anterior es que la atención es sagrada y, para mí,
uno de los dioses penates de mi particular panteón. Quien se aproxime a
alguien que no le ha hecho ningún daño con el propósito de arrebatarle
su perfecta soledad, que se pregunte antes si se siente con fuerzas de
transportarle a una perfecta compañía y, si no se ve con esa capacidad,
que, por favor, se abstenga, salvo casos de fuerza mayor.
Por eso es tan exacta la expresión española "prestar
atención". La atención en todo caso se presta, no se regala a fondo
perdido. Quien pide nuestra atención, toma ésta a préstamo y concurren
sobre él las obligaciones del prestatario en lo concerniente al deber de
poseer, conservar y usar con diligencia la cosa prestada. Más aún, en
la medida en que ha tomado en préstamo nuestro bien más preciado, de
sagrada naturaleza, y ha disfrutado de él durante cierto tiempo, lo
correcto sería que nos lo devolviera con intereses, retribuido con la
moneda de la amenidad, el pasatiempo, la alegría, la satisfacción de la
curiosidad o la ampliación de conocimiento. Cuando se habla de altruismo
en tantas ocasiones y contextos tan favorables debería tenerse en
cuenta que no hay mayor filántropo que quien en la vida corriente trata
con benevolencia una atención ajena previamente captada, mientras que
quien la desatiende y se comporta no como lo que es, poseedor adventicio
y provisional de ella, sino como propietario y por añadidura despótico y
grosero ¿como esos gigantes "follones y lascivos" a los que
valerosamente combate Don Quijote? ese tal es un delincuente, aunque
haya creado la ONG más admirable del mundo. Pues somos tiempo, se decía
al principio, y el latoso que nos permuta alevosamente soledad por
aburrimiento, mata el tiempo que somos y en puridad nos está matando a
nosotros, aunque por desgracia el código penal, siempre por detrás de la
historia, no haya tipificado todavía este delito de lesa humanidad. Y
conviene recordar, finalmente, que la condición de latoso no es
exclusiva del individuo sino que una densa trama de actos protocolarios a
los que las expectativas creadas en la vida privada y profesional nos
obligan a asistir usuran nuestro tiempo sin aparente beneficio de nadie,
y así hartas veces es precisamente la propia sociedad la que se
constituye en el más temible y alienante de nuestros time consumers.
Excuso decir que el mismo riesgo se cierne sobre cada uno de nosotros
respecto a los demás y, con especial intensidad, a los que componemos
textos con la pretensión de que terceros de buena fe dediquen algún
tiempo a su lectura. Llegado este punto, mi mejor contribución a la
cruzada anti-lata que he iniciado sólo puede ser apresurarme a terminar
mi artículo y devolverte, lector, compañía y soledad, en la confianza de
que el préstamo que me has hecho no te haya resultado demasiado
oneroso.
Javier Gomá Lanzón, Prestar atención, El País, 27/08/2011
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