L'erudició ha de precedir al dubte?
Un eminente físico de nuestros días, a cuyo nombre se asocian experimentos de un tremendo peso a la hora de intentar entender realmente los mecanismos que rigen el orden natural, confesaba su ignorancia en relación a algunos de las referencias clave de la historiografía filosófica., entre ellas algún pensador pre-socrático del que (tras la vacua información recibida en los años escolares) había olvidado casi hasta el nombre. Ello no fue óbice para que se sintiera inmediatamente interesado cuando se le dijo que las preocupaciones del pensador griego no eran muy alejadas de sus propias reflexiones sobre las consecuencias de sus descubrimientos en física, y que con una suerte de inocencia le llevan a responder a una interlocutora: "Me gusta decir, que hay dos libertades: nuestra libertad y la libertad de la naturaleza. Nosotros somos libres de preguntarle a la naturaleza lo que queramos, pero la naturaleza también tiene la libertad de darnos las respuestas que quiera, sin olvidarnos que nuestra pregunta limita las posibles respuestas que la naturaleza puede darnos".
Lo que homologa al físico austriaco Anton
Zeilinger con algunos de los pensadores de la Grecia presocrática es de
alguna manera la manera ingenua de abordar las cuestiones más tremendas,
las cuestiones literalmente metafísicas, convencido como está de que "siempre es más importante la pregunta de nuestros hijos que nuestra respuesta", y siendo obvio que tras el niño que se interroga no se esconde la motivación del erudito
El
planteamiento ingenuo de interrogaciones está mal considerado por el
mundo cultural y desde luego por el académico. Se ha instalado
subrepticiamente la idea de que para tener derecho a avanzar alguna de
las interrogaciones que ocupan a filósofos, científicos, artistas, o a
todos a la vez, hay ya de entrada que estar bien informado. Más que ser una persona tensada por lo desconocido e inquieta sobre su ser y su entorno, se exige de entrada ser una persona culta
y hasta una persona erudita. Esto alcanza, desde luego, al mundo
académico: un especialista en genética, por ejemplo, no sólo se siente
incompetente para emitir una opinión sobre algún interrogante de
interés general pero técnicamente objeto de la física, sino para
formular el interrogante mismo, siendo obviamente cierta la recíproca,
es decir, el temor a meter la pata del físico tratándose de uno de los
abismos filosóficos a los que conduce la genética.
Se presupone
que la información ha de preceder a la interrogación...incluso
tratándose de las interrogaciones más universales, cuya temática
concierne a todos y cada uno de los humanos (otra cosa es que-como hemos
visto- se hayan visto forzados a repudiar de sus vidas tales
interrogaciones). Ante este estado de cosas, se impone tomar posición:
Cabe
eventualmente sentirse abrumado por la complejidad de los instrumentos
con los que especialistas de una u otra materia (también curiosamente
los filósofos, que no son especialistas de materia alguna, aunque deban
alimentarse de muchas) abordan ciertos problemas cuyo origen es sin
embargo muy elemental, pero no hay en absoluto que sentirse abrumado
ante la cuestión misma, que no sólo todo el mundo está en condiciones
potenciales de abordar, sino que probablemente ya ha abordado alguna
vez. La formulación de una interrogación cabalmente filosófica nunca puede ser sofisticada en los términos. Ejemplo:
¿Hay
o no hay una realidad física exterior, que seguirá tras mi eventual
desaparición y la desaparición de todos los demás humanos, cuya
percepción de esa realidad coincide aparentemente con la mía? Los
instrumentos para responder en uno u otro sentido a esta pregunta cubren
hoy miles y miles de páginas de sesudas revistas filosóficas o
científicas y han sido esgrimidos como armas por algunos de los
científicos más importantes del siglo veinte...pero la pregunta sigue
siendo sencillísima y todo el mundo es susceptible de sentirse
interpelado por la misma, hasta el punto quizás de que, si su vida
material y social se lo permitiera, acuciado por tal interrogación,
empezaría a ahondar en los escritos eruditos, y se dotaría de los
argumentos para entenderlos. Disposición de espíritu por la cual la
erudición misma alcanzaría un sentido, pues se mostraría como
instrumento para lo que realmente importa y no como fin en sí. Reitero
la tesis, clave en esta reflexión: la información es no sólo válida,
sino imprescindible cuando constituye un arma para abordar un objetivo
esencial; pero disponer de información por el hecho de estar informado
no tiene más interés que el que tiene para un saco estar lleno de
patatas o de piedras. Pero el espíritu humano no es un mero recipiente,
esa tabula rasa a la que se refiere críticamente Steven
Pinker. El espíritu humano es una estructura en la que se articulan
múltiples facultades que pugnan por desplegarse y el primer objetivo ha
de ser precisamente el de vencer la inercia que impide tal despliegue.
Víctor Gómez Pin, Asuntos metafísicos 4: "libres de preguntar a la naturaleza", El Boomeran(g), 22/08/2013
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