1984, una novel.la política que fa por.
George Orwell |
Las lenguas muertas tienen siete vidas. En la exposición Antes del diluvio que
meses atrás pudo verse en los Caixaforum de Barcelona y Madrid, llamaba
la atención, entre cientos de piezas mesopotámicas, un simple papel: el
telegrama que en enero de 1928 sir Charles Leonard Woolley envió al
Museo Arqueológico de Pensilvania anunciando desde Basora que había
encontrado la tumba de la reina Shubad. El texto, transmitido por
Western Union, estaba en latín para burlar a los espías. Todo un aviso
para duques con tendencia a los juegos rijosos de palabras y tuiteros con lengua desatada y sueldo público.
Con todo, el latín antiespías de los viejos arqueólogos era como ese
idioma del lumpen barriobajero que consiste en pronunciar las palabras
al revés de como se escriben: restos de un mundo analógico, es decir,
lento y opaco. Si la NASA convirtió a Julio Verne en un escritor
realista, la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos ha
convertido a George Orwell en un costumbrista, completando de paso —gran
paradoja— la labor del KGB soviético. Los críticos que dijeron que sus
novelas estarían cubiertas de óxido antes de que acabara el siglo XX han
tenido que ver cómo servían primero para retratar el totalitarismo del
Este y para profetizar después el control cibernético de la privacidad
en el Oeste. No es, por tanto, casualidad que el caso Snowden haya disparado este verano en Estados Unidos las ventas de 1984, la novela que Orwell publicó en 1949, un año antes de morir.
En una ocasión le hablaron a Cesare Pavese de la dimensión metafísica
de su obra y el escritor italiano se defendió con una concesión: “No
digo que en mis libros no haya metafísica, solo digo que yo no la puse
allí”. A Orwell le sucede justo lo contrario: todo lo que hay en 1984
lo puso él. Tal vez por eso alguien que fue uno de los grandes
periodistas modernos se pasó la vida disculpándose por las torpezas de
su obra de ficción, disculpas que algunos han aprovechado para no
frecuentarla. Martin Amis, por ejemplo, contaba que durante años no pudo
pasar de la expresión “facciones hermosas y endurecidas”, que en la
traducción de Rafael Vázquez Zamora publicada por Destino aparece en la
decimosegunda línea de la primera página.
Pese a su lastre conceptual, 1984 tiene la gran virtud de
provocar algo infrecuente en una novela política: miedo. Eso fue lo que
sintió su primer editor, Fredic Warburg, que la describió como “un
estudio sobre el pesimismo constante, salvo por la idea de que si un
hombre puede concebir 1984 también puede tener la voluntad de
evitarlo”. Y ese es el efecto que provocó en muchos de los que la
leyeron bajo una dictadura. La obra de orwellianos como el polaco
Czeslaw Milosz o el checo Vaclav Havel da buena fe de ello al tiempo que
desmiente la idea del propio Orwell de que la imaginación literaria,
como algunos animales salvajes, no se reproduce en cautividad.
1984, cuyo título provisional fue El último hombre en Europa,
también ha conseguido algo al alcance de muy pocas obras: convertirse
en semillero de metáforas incluso para aquellos que nunca han pensado
leerla. ¿Quién dice que el Ministerio de Defensa —antes Ministerio de la
Guerra— no terminará llamándose un día Ministerio de la Paz? Pese a la
desasosegante presencia de la Neolengua, la Policía del Pensamiento o el
Ministerio de la Verdad, el gran triunfo del libro fue la creación del
Gran Hermano, que de señalar a los dictadores que se presentan como
padrecitos del pueblo al que someten, pasó a ser el programa de
televisión que todos conocemos. Fue hace más de una década y los
lectores de Orwell no daban crédito: fue como si los católicos empezaran
a bautizar a sus hijos con el nombre de Caín. Pese a que Mercedes Milá y
sus muchachos han conseguido que el ojo que todo lo vigila sea uno más a
la mesa, con frecuencia se olvida un elemento clave en la novela: la
omnipresencia del Gran Hermano en telepantallas instaladas por todos los
rincones. Lo ve todo y todos lo ven. Solo por eso alguien debería
decirle a Mariano Rajoy que limite sus apariciones vía plasma: no solo
tiene mala reputación literaria sino que alguien podría pensar que no
habla él sino un imitador, algo no tan reservado a los regímenes
totalitarios —Sadam Husein fue de los últimos en tenerlo— como podría
creerse. Aunque trabajó en la BBC, Orwell nunca supo que algunos
discursos radiofónicos de Churchill los leía alguien que imitaba su voz.
Precisamente, en la sede de la BBC en Portland Place había una sala
destinada a las reuniones de los Servicios Orientales de la emisora. De
ellos formaba parte Orwell, políglota, nacido en la India y antiguo
miembro de la policía británica en Birmania, un cargo que le vacunó para
siempre contra el imperialismo. Irónicamente, el número de aquella sala
terminaría bautizando el elemento más escalofriante de 1984:
la Habitación 101. Más que las consignas —“la ignorancia es la fuerza”—,
los neologismos —lo contrario de bueno no es malo sino inbueno—
y más que el mismísimo Gran Hermano, la Habitación 101 es, pese a lo
poco que se habla de ella, el momento culminante de una pesadilla: la de
la ausencia total de intimidad. ¿Qué hay en la Habitación 101?
Imposible contarlo sin destripar la novela pero digamos que es el lugar
más horrible de la literatura universal, un infierno a la carta. Ni
siquiera Dante llegó tan lejos. Toda alusión al Gran Hermano debería
tener presente esa sala.
Cualquier gobierno con acceso a nuestras comunicaciones digitales podría darnos en la 101 un tratamiento personalizado.
O sea, cualquier Gobierno con dinero para pagar por nuestros datos a
Google y compañía. Convengamos en que no se lo ponemos demasiado
difícil, sobre todo por el lado de las redes sociales, esa pasarela que
en las manos adecuadas bien puede convertirse en una ratonera.
No obstante, la esperanza es más vieja que la desconfianza: si las cosas
se ponen difíciles, siempre nos quedará el latín.
Javier Rodríguez Marcos, El peor sitio del mundo, El País, 25/08/2013
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