La protohistòria de la IA.
Hay
algo en la indescriptible poesía de una subrutina que genera pasión. Me
refiero a la certeza del programador de que unas líneas de código serán
capaces de llevar a cabo una acción. Y si esa acción emula el
pensamiento humano, si esa acción es capaz de desafiar el intelecto, si
puede «comprender» una posición de ajedrez, evaluarla correctamente y
generar una respuesta —computarla de manera que se convierta en una
jugada adecuada, amenazadora, fuerte, sólida, rotunda y difícilmente
atajable por la lentitud del cerebro humano—, entonces, la pasión se
desborda y surge la sensación de haber conseguido algo grande. Eso le
pasó a Trurl, el inventor universal de Stanislaw Lem,
cuando construyó una calculadora de ocho pisos; pero, al preguntarle
cuánto eran dos más dos, la máquina respondió taciturna: siete. Trurl se
desesperó, intentó arreglarla, pero la máquina seguía empeñada en darle
el mismo resultado.
La
ciencia de la inteligencia artificial lleva lidiando con todos estos
problemas desde hace más de 60 años. Su propuesta es muy humana, como
evolución directa de nuestra inteligencia natural, que reconoce la
existencia de algo «singular» en nuestra especie que no otorgamos al
resto de los seres vivos y, de algún modo, nos urge imitar por otros
medios. El ajedrez fue uno de los modelos preferidos de la IA y hasta
mediados de los 80, cuando por primera vez Deep Thought ganó al Gran Maestro danés Bent Larsen en una partida de torneo, los programas seguían arrojando el improbable resultado de la máquina de Trurl: 2+2=7.
Hacia 1950, cuando aún no se habían llevado a cabo los primeros desarrollos básicos en el campo de la inteligencia artificial, Alan M. Turing, el genio matemático inglés que sufrió la persecución del establishment de su país por declarar que era homosexual, propuso el siguiente escenario: sean tres personas, A es un hombre, B es una mujer y C es una persona cuyo sexo es inconsecuente. C no puede ver ni a A ni a B, que están en habitaciones separadas y, mediante determinadas preguntas emitidas a través de un teletipo, C
debe distinguir al hombre de la mujer por las diferencias en las
contestaciones de uno y otra. Las respuestas pueden ser ciertas o
falsas. A este escenario le cambiamos un personaje: ahora el hombre es
sustituido por una computadora. La pregunta es en este caso: ¿puede el
analista C distinguir a la máquina del ser humano? Turing propone
que este es un test (desde entonces denominado el «Test de Turing») que
permite responder a una pregunta mucho más ambiciosa: ¿pueden las
máquinas mostrar un comportamiento inteligente?
En
nuestros viajes al pasado, a los orígenes del conocimiento, hemos visto
como el juego evoluciona del misterio. Ocurre así también en la
protohistoria de la IA, que se remonta 1000 y hasta 2000 años atrás con
historias tan vagas como la del Golem o la clásica figura de
Frankenstein, anécdotas que van señalando un deseo común del hombre: el
dominio sobre las particularidades de lo que llamamos «vida» o «materia
viva» y la generación artificial de sus propiedades. El ajedrez posee
también su parcela de protagonismo en esta tendencia a la «simulación»
de los fenómenos vitales mediante medios mecánicos, electrónicos o
digitales. Es más, no pocos Cs, de sexos inconsecuentes, tendrían grandes dificultades en discernir entre un Gran Maestro y un software actual de juego solo con mirar el transcurso de una partida. El ajedrez ha pasado ya el Test de Turing.
Veamos
cuatro mitos-leyendas-cuentos que llaman la atención en la
protohistoria de la inteligencia artificial; cuatro elementos que han
intuido y construido la historia del conocimiento. Cada uno muestra
distintas facetas, muy humanas todas ellas, que nos traen cuatro nuevas
metáforas de la cultura: el deseo, la necesidad, la curiosidad y el
poder.
El deseo
Aquello
que queremos, lo que ansiamos tener, ¿qué decir del deseo? El amor ya
se sabe que mueve montañas y hasta es capaz de generar vida a partir de
la materia inanimada, o así nos lo cuentan en la historia de Pigmalión y
Galatea, mito clásico del Libro X de Las Metamorfosis de Ovidio.
El rey griego Pigmalión, habiendo renunciado al amor de las mujeres,
esculpe una bella escultura de marfil de la cual se enamora y a la que
le será concedido el don de la vida gracias a la intervención de la
diosa Venus. La historia se ha reescrito decenas de veces: Bernard Shaw y su Pigmalión o la célebre My Fair Lady,
llevada a Broadway y al cine; en esta ocasión, la escultura será la
inculta florista que enamorará al filólogo Henry Higgins: «just you
wait, Henry Higgins, just you wait!».
Esta
historia representa un punto de partida desde el cual se alimenta la
imaginación de culturas y sociedades a través de la leyenda, igual que
en la propia creación de Adán a partir de una masa de barro informe. La
intervención divina es fundamental para crear «vida» tanto en la
mitología judeocristiana como en la griega. Por eso no es totalmente
justo incluirla como antepasado de la IA. En el próximo mito, el Golem,
será un humano quien recree la vida, pero todavía como mediador entre lo
divino y lo terrenal. Solo a partir de Frankenstein, como testigo de la
novedosa fe en la ciencia del siglo XIX, encontraremos la visión de la
generación de vida por medios físicos gracias al talento humano y no a
la intervención divina.
La necesidad
La
necesidad surge de la mano de la leyenda del Golem, de la tradición
judía askenazí, en donde se presenta también la idea de una escultura
que cobra vida, pero esta vez no con fines amorosos, sino como recurso
defensivo para enfrentarse a las inacabables persecuciones sobre el
pueblo judío en Europa. La historia cuenta que Loewenstein, un famoso
rabino de Praga del siglo XVI, alarmado por los constantes ataques de
los cristianos centroeuropeos sobre sus convecinos hebreos, decide crear
un autómata a partir de una escultura de barro, a la cual da vida
gracias a una serie de enunciados cabalísticos (de aquí la intervención
divina a la que nos referíamos). El Golem será protector de los judíos
de Praga hasta que, fuera de control, deberá ser restituido a su
condición inerte.
Encontramos
aquí una referencia a los peligros de generar artificialmente aquello
que debiera ser dejado a la evolución natural. Una idea que se repite
una y otra vez en la historia del pensamiento. Por ejemplo, hoy en día
encontramos una corriente de oposición a la ingeniería genética como
nueva «amenaza» frente al «orden natural de las cosas». Se trata del
mismo debate sobre la posibilidad de que un programa de ajedrez sea
capaz de destronar al campeón del mundo. En ambos casos, el debate está
mal planteado: las respuestas se aglutinan alrededor de la capacidad del
ser humano de trascender la naturaleza, una capacidad que nos otorga
nuestra singular manera de ser animales.
La curiosidad
Aquellos que sean de mi generación se acordarán de En equipo, uno de los grandes temas del Aviador Dro y sus obreros especializados, donde parafraseaban a H.G. Wells (La guerra de los mundos, El hombre invisible o La máquina del tiempo):
«La curiosidad ahora es mi motor». Y así es. No hay fuerza más poderosa
para la creación humana, lo que hacemos pasa por esa curiosidad
insaciable que comienza en nuestra niñez: todo lo queremos saber,
contar, decir, probar, preguntar. Todo movimiento en ajedrez es el fruto
de un acto de curiosidad. Queremos averiguar inexorablemente qué
ocurrirá, si nuestra propuesta fue buena o si más nos hubiese valido
ensayar un movimiento o una idea diferente. En esta protohistoria de la
inteligencia artificial, poniendo una segunda advertencia sobre los
peligros que acechan detrás de la conquista de los secretos de la vida,
encontramos a Mary Shelley: la curiosidad del Doctor Frankenstein
lo lleva a experimentar con trasplantes y con la energía eléctrica
procedente de las descargas de los rayos de las tormentas para generar
vida a partir de un cadáver al que le añadirá un cerebro privilegiado.
Un error en la «elección» del cerebro (se usará el de un criminal en
lugar del cerebro de un científico) hará que la historia termine mal.
Nuevamente, los peligros de jugar con aquello que «no comprendemos».
El poder
Una interesante interpretación del mito de Pigmalión se encuentra en la fabulosa película del cineasta austriaco Fritz Lang, Metrópolis,
rodada en 1926. En dicha película, la bella protagonista es sustituida
por una perversa réplica mecánica para generar el caos entre los
trabajadores explotados por la mecanización y el trabajo en cadena. Esta
versión del mito trata sobre el control de los medios de producción a
través de la tecnología. La creación de vida para perpetuarse en el
poder. En esta ocasión, no hay acción divina en la transmutación vital
de la máquina. Como en el caso de Frankenstein, la conquista del secreto
de la vida se logra gracias a la capacidad técnica humana. La metáfora
del poder se deja ver a través de toda la historia de las
civilizaciones: el hechicero y el chamán que curan a los miembros de la
tribu, el adivino que lee las estrellas y predice los eclipses. El
conocimiento engendra dominio y éste asombra y enaltece.
El
control de los procesos que dan lugar al fenómeno vital, la generación
de vida a partir de la materia inerte, la trascendencia de las
restricciones impuestas por el tiempo sobre nuestro propio paso por el
mundo es la antigua idea de la conquista de la vida eterna. La paradoja
final que traen estas metáforas es la siguiente: en la tradición
judeo-cristiana es justamente la curiosidad por los frutos del árbol del
conocimiento la que «condenará» a la especie humana a una existencia
finita. ¿Será quizás que nos rebelamos contra los designios divinos y,
esta vez, para volver al estado «natural» de la vida eterna, nos
apartamos de la fe religiosa y nos acercamos a la ciencia como medio de
liberación? La ciencia ha destruido a los dioses para erigirse ella
misma como medio para trascender las trabas físicas de la vida. Es en
realidad el triunfo de la especie humana y de la capacidad creadora de
nuestro cerebro. No me cabe la menor duda de que si nuestros antepasados
hubiesen tenido el conocimiento y la capacidad tecnológica de hoy ¡en
vez de escribir el Antiguo Testamento hubiesen escrito un libro de
ciencia ficción!
Por cierto, se me olvidaba; la máquina de ocho pisos de Trurl murió desafiante, afirmando que dos más dos eran siete.
Diego Rasskin Gutman, Inteligencia natural, Inteligencia artificial: 2+2 = 7, jot down, 16/08/2013
Diego Rasskin Gutman, Inteligencia natural, Inteligencia artificial: 2+2 = 7, jot down, 16/08/2013
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