Rancière:"Les barricades no estan fetes per a prendre el poder".
Propuesta de lectura de fin de semana: una entrevista larga y densa pero muy jugosa de la revista militante Le Sabot al filósofo francés Jacques Rancière, en la que podemos encontrar muchas pistas e imágenes para pensar (es decir, reimaginar) algunos problemas de las luchas actuales, diría que por lo menos tres:
-el problema de la articulación y la transmisión entre experiencias. 15-M, marea verde, marea blanca... ¿Qué es lo que puede transformar la energía de las luchas que se suceden en una capacidad colectiva? Es en parte la pregunta por la organización. Las respuestas clásicas piensan en términos de “frente”, “bloque”, “convergencia” o de la necesidad del partido como instancia unificadora. Rancière propone imágenes distintas: lugares de encuentro, relevos, extensión de capacidades, nombres capaces de nombrar lo que es común como dinámica de acción y esperanza de porvenir... La pregunta por la organización como “suma de las luchas” se reformula así más bien en: ¿cómo prolongar las resonancias de una experiencia o de una lucha? La organización pensada, no como coordinación, sino como "multiplicador" de las capacidades de cualquiera. Rancière desarrolla la misma idea en esta otra entrevista.
-el problema de la ruptura, la violencia y el enemigo. Rancière hace una crítica de las políticas estratégicas que parten del enemigo y de la pregunta por cómo dañarle. “O bien se parte de una potencia contra la cual se lucha, o bien se lucha en nombre de una potencia común, de una capacidad común. Si la política consiste en atacar al enemigo, entonces se trata de una concepción militarista del enemigo. Hacer algo 'contra' no construye un comunismo positivo”. Rancière parece proponernos pensar la ruptura en el interior y subordinada a situaciones donde se afirme esa potencia común, esa capacidad común. La radicalidad de una interrupción sólo se entiende así en su relación con una situación viva de lucha, no de forma aislada o en general. Hay aquí una discusión crítica con las consideraciones del Comité Invisible y su “insurrección que viene”.-el problema del sujeto político. Rancière recuerda su militancia en los años 70 en el grupo maoísta Izquierda Proletaria. Todas las actividades del grupo tenían un presupuesto: la fuerza estaba ya ahí, en la clase obrera. Había que vincularse a sus elementos más radicales, participar en sus sociabilidades, identificar los focos de lucha e intensificar sus potenciales. Pero se trataba siempre de acciones ligadas a núcleos activos y sociabilidades ya existentes. Esa configuración social y política ha estallado. ¿Cómo hacer hoy un pueblo a partir de fragmentos dispersos? Es el problema del vínculo, de cómo tejer vínculos, no ya entre realidades previas y existentes, sino vínculos que creen realidad al mismo tiempo que la tejen.(Amador Fernández-Savater)
Le Sabot
quiere ser un medio para vincular a los diversos componentes de lo que
se presenta como un “cuerpo social”: asalariados, campesinos,
estudiantes, parados.... ¿Qué semejanzas y diferencias pueden advertirse
ahora respecto a la situación de finales de los 60?
La idea de vincular a los estudiantes, a los obreros y a veces a los
campesinos desempeñó un papel fundamental en 1968, especialmente en
experiencias como las de la “comuna de Nantes”, aunque la perspectiva de
los grupos militantes constituidos era generalmente más utilitaria. En
el caso de la Gauche Prolétarienne [Izquierda Proletaria], el
establecimiento de militantes en las fábricas o el trabajo militante en
lugares de vida social, como los cafés, servía principalmente para
conseguir cierta presencia en el medio obrero, es decir, para obtener a
la vez cierta legitimidad, un conocimiento del medio mismo y la
capacidad de extraer el potencial de lucha, en términos de situaciones y
activistas. Pero la creación de un vínculo o la construcción de
lugares de vida social como medio para constituir una fuerza no era una
preocupación prioritaria. Se presuponía que la fuerza ya estaba ahí.
Se partía de la existencia de una tradición de lucha obrera, intentando
apoyarse en los elementos más radicales de la clase obrera:
sindicalistas duros o ex sindicalistas que habían roto con la CGT,
obreros inmigrantes radicalizados. Se trataba de participar en
sociabilidades existentes antes bien que crear otras nuevas. Existía un
rechazo a la representación de la clase obrera bajo la forma
tradicional de partido y, al mismo tiempo, una adhesión a la idea de la
clase obrera como elemento dirigente. La idea de vincular presupone,
actualmente, la explosión de esta configuración social y política.
Le Sabot
basa su método en la constatación de una disolución de la clase obrera
como sujeto político. Hace unos quince años, algunos exaltaban el
redescubrimiento de las “formas-de-vida” irreductibles contra la
“clase-medianización” generalizada. Se trataba de arrancarse de las
formas de vida empobrecidas para instituir nuevas colectividades. Pero
resultó que las colectividades constituidas de esta manera —digamos las
colectividades de deserción— no podían como tales coincidir con las
fuerzas políticas. Y esta no-coincidencia es lo que ha hecho resurgir la
necesidad del vínculo o del tejido político.
Las formas de militantismo radical se engendran mediante
acontecimientos que crean su propia temporalidad. En Mayo del 68, la
comunidad militante fue creada por el acontecimiento mismo. De ahí
surge una línea de división que separó, por un lado, a los dirigentes
del PCF y, por el otro, a las personas que no estaban en relación con esa
tradición; de ahí, empero, también surge la seguridad de encontrarse
ante una especie de potencial revolucionario “clásico”, es decir, la
conjunción entre una explosión democrática y una fuerza proletaria
histórica anclada en los desarrollos del capitalismo. O, si se prefiere,
la conjunción entre una explosión democrática y el esquema
revolucionario de una fuerza social transportada por la historia. Así,
el acontecimiento y el largo tiempo de la historia parecían coincidir.
Las derrotas de los movimientos obreros y revolucionarios durante 1980
dinamitaron esta configuración. Pero el presupuesto sociológico se ha
vuelto a encontrar en la idea de la “clase-medianización” general en su
doble versión: en la izquierda, la exaltación de formas de vida
liberadas y, en la derecha, la denuncia del individualismo democrático
destructor del vínculo social. Actualmente, reaparecen la violencia sin
ambages propia de la dominación de clase y la necesidad de repensar la
lucha de clases como política, o la política como lucha de clases. Y lo
que así reaparece es que esa lucha no se confunde con ninguna
necesidad histórica.
El
concepto de proletariado parece remitir, al mismo tiempo, a dos cosas
diferentes: por un lado, a una pertenencia comunitaria, a una comunidad
de gestos o de formas de vida; y, por el lado opuesto, a “cualquiera”
en la medida en que el proletario es aquel que quiere la abolición de
las clases como tales.
Creo que cabe
distinguir dos cosas. Por un lado, está la tensión entre una definición
del proletariado como grupo sociológico constituido y, por el otro, la
visión del proletariado como la no-clase, la comunidad de cualquiera,
constituida en un proceso político de lucha. La confusión entre ambas
ha producido sucesivamente la figura marxista clásica del partido de la
clase obrera y, después, su otra cara, la figura postmarxista y
neo-nietzscheana del triunfo universal del discurso de una pequeña
burguesía narcisista en la que solo existen individuos aislados. A
partir de esto, nos topamos con otra tensión: por un lado, hay que
recrear comunidades visibles, comunidades ejemplares de vida; por el
otro, hay que volverse invisibles para asestar golpes a ese orden
global. Los análisis que quieren evitar el dilema fusionando las dos
figuras sociológicas en una misma clase de trabajadores inmateriales se
ven obligados a ignorar que el trabajo “material” continúa existiendo
por todas partes. Me parece que habría que hablar de un proceso material
estallado antes bien que de un devenir inmaterial del trabajo.
En vuestra problemática, cuyo objetivo es la “creación de vínculo”, se
trata de reafirmar el comunismo articulando la creación de lugares
comunitarios con la multiplicidad de los lugares de trabajo. Se trata,
asimismo, de dar figura a las capacidades empleadas en esos procesos de
trabajo y de lucha. Así pues, no puede haber separación entre la
constitución de islotes comunitarios y el objetivo consistente en crear
vínculos. Los lugares de encuentro son, al mismo tiempo, lugares de
vida social y espacios de unión. Puede entonces suprimirse la tensión
entre la comunidad comunista modélica y el grupo de lucha clandestino
contra el enemigo capitalista.
Pero esta tensión se inscribe en un nuevo contexto. Podemos hablar de
una especie de democratismo de tipo management, incluso en los espacios
obreros tradicionales. Algo así como un “devenir sonriente del
capitalismo”. En el discurso de tipo management, se requiere
constantemente el “tú puedes”, “cada uno es capaz de”. Y más aún en
esta época de rehabilitación del keynesianismo, que es históricamente
el lugar de una victoria del capitalismo por medio de la integración de
la clase obrera…
Hay una tensión entre dos
interpretaciones del “tú puedes”: puede entenderse como “cada uno
puede obtener su lugar empujando a los otros”, o bien como “cada uno
detenta la capacidad de todos”. Se trata de introducir una división en
el seno mismo del “cada uno puede”. Las fórmulas de integración y las
fórmulas de lucha siempre han funcionado a la vez. Y no tenemos por qué
identificar el discurso de los seminarios de managers
con la nueva organización del trabajo. Respecto al keynesianismo, me
parece que hay que salir de la visión unilateral que considera los años
30 como un simple movimiento de integración de la clase obrera —una
visión más o menos apoyada en una visión igualmente unilateral del
orden biopolítico según Foucault. El keynesianismo y el Welfare State
también son el resultado de un desplazamiento y de una intensificación
bajo otras formas de la lucha de clases. Siempre se cree que la
Seguridad Social, las leyes sociales, las formas de gestión paritaria,
etc., han sido regalos del Capital para integrar a la clase obrera. Pero
todo ello son también formas que resultan del conflicto y engendran
otros. Hay que salir de esquemas totalizantes que ayer afirmaban el
papel revolucionario de la clase obrera y que actualmente afirman que
esta ha desaparecido por completo. Y, más particularmente, debe
abandonarse la idea de que el sujeto político “proletariado” debe
entenderse a partir del desarrollo de las fuerzas productivas —o de las
fuerzas “biopolíticas”, que viene a ser lo mismo.

La Gauche Prolétarienne parecía
querer mantener cierta proximidad con las luchas obreras. Actualmente,
la violencia que quiera golpear al enemigo corre el riesgo de quedar
aislada…
No se llevaban a cabo acciones
como si se tratara de aplicaciones locales de un objetivo central, sino
como prolongaciones de luchas determinadas. Esto es la diferencia con
respecto a los recientes sabotajes de las vías de SNCF [referencia al
sabotaje de cinco catenarias de la red ferroviaria francesa, llevado a
cabo en octubre y noviembre de 2008 e imputado como "acto terrorista" al
grupo Comité Invisible]: estos sabotajes no están asociados a una
lucha, sino que son acciones que pretenden bloquear la máquina en
general. El objetivo de la Gauche Prolétarienne nunca consistió en
bloquear la máquina en general, sino en intensificar los potenciales de
lucha —y, para algunos, los actos radicales podían producir tal
intensificación. Por entonces podían suscitar una especie de vaga
simpatía. Ahora bien, estas acciones de la Gauche Prolétarienne estaban
en aquel momento ligadas a algo que ya existía, a núcleos de lucha. No
se trataba de aplicaciones en un lugar preciso de un análisis global.
Podían reivindicarse y encontrar un espacio democrático para
difundirlas.
Hay una herencia
de la autonomía en la idea de que las acciones no deben ser
reivindicadas. La reivindicación corre el riesgo de hipostasiar un
gesto que solo tiene sentido si viene asumido por todos. En esta
historia, el problema radica sobre todo en el uso que se hace del
significante “terrorismo”.
En este caso,
reivindicación no significa apropiación. Significa difusión de una
práctica radical en un espacio democrático. Toda la cuestión reside en
la admisibilidad de ciertas prácticas ilegales. Las luchas políticas y
sociales siempre han supuesto un espacio de juego entre legalidad y
legitimidad. Este espacio de juego bloquea el concepto de terrorismo.
Hay que ver la novedad que supone. En torno a 1968, se incriminaba a
los “violentos” de cara a la opinión pública despolitizando así sus
acciones y, por otro lado, se utilizaba contra los militantes una
legislación que prohibía la reconstitución de ligas disueltas que había
sido establecida por la izquierda en 1936 contra las ligas de extrema
derecha. Pero, por aquel entonces, no se hablaba de “terrorismo”. Lo
que tiene lugar hoy en día es principalmente una criminalización de los
ilegalismos, lo cual era impensable en aquellos años. La ocupación de
locales o el secuestro de miembros administrativos eran considerados en
aquella época como elementos de la relación de fuerza, y se perseguía
el sabotaje como acción criminal ordinaria.
La cuestión consiste en saber lo que puede provocar una ruptura, ya
que actualmente las acciones de sabotaje se han convertido en actos
“terroristas”. Los escritos no consiguen, por ellos mismos, ocasionar
una ruptura. Se necesita al mismo tiempo la construcción de discursos
radicales y de acciones de ruptura, precisamente como los actos de
sabotaje.
Más vale evitar la fetichización
de los gestos de ruptura como gestos espectaculares y excepcionales. Y
hay que asumir que no toman necesariamente la forma de sabotaje, de
secuestro, etc. Estoy pensando por ejemplo en la Red de Educación Sin Fronteras
[red de solidaridad con los niños y niñas de familias sin papeles y los
jóvenes sin papeles escolarizado, constituida por colectivos en las
escuelos y en los barrios], en quienes impiden que despeguen los
aviones que llevan a bordo a una persona sin papeles expulsada del
territorio... Es importante pensar que la ruptura siempre es local y
que tiene lugar en el momento en que se cuestiona la estructura de
autoridad o la estructura de explotación. Ahora bien, es cierto que no
hay política al margen de la conflictividad y de los ilegalismos.
Hay quizá algo que unifica esas prácticas de lucha y esos ilegalismos, algo así como el horizonte de un bloqueo de la economía…
Pero entonces hay que saber lo que ello significa. “Bloquear la
economía”, ¿es un acto simbólico o un acto real? Un acto que bloquea
las vías ferroviarias durante algunas horas no bloquea la “economía”.
Materialmente, la acción de los piratas somalíes o las especulaciones
osadas de los traders tienen un efecto superior.
El problema se plantea en términos de eficacia simbólica. Este tipo de
acciones da por hecho actualmente cierta inversión de la lógica
militante. Presupone que el nivel de las luchas de masas no es
suficiente para provocar, como antes, prácticas ilegales (sabotaje u
otras) por su dinámica y que, por tanto, hay que invertir las cosas:
provocar, mediante acciones aisladas, una llamada a la renovación de la
acción de masas. Esta lógica que quiere fundamentar la radicalización
porque presupone el debilitamiento de los potenciales de lucha no me
parece defendible.
Pero debemos
salir de la alternativa: o bien el esquema totalizante de la política
marxista, o bien la política de las minorías; o bien la totalidad, o
bien las multiplicidades emergentes, irreductibles, intotalizables.
Bloquear la economía es bloquear la política del capital. Si se quiere
trazar la línea divisoria respecto al enemigo, entonces eso tiene
sentido.
¿Puede pensarse la línea de
división política a partir de la designación del enemigo? Hay aquí dos
posibilidades: o bien se parte de una potencia contra la cual se lucha,
o bien se lucha en nombre de una potencia común, de una capacidad
común. Si la política consiste en atacar al enemigo, entonces se trata
de una concepción militarista del enemigo. Hacer algo “contra” no
construye un comunismo positivo. En mi opinión, ese es el problema de
los actos que dicen: “lo estamos haciendo para que despertéis, panda de
cretinos”. ¿Por qué se quiere crear un comunismo con aquellos que han
sido considerados como cretinos?
Al menos en estos casos no queda eludida la dimensión del acto, que no
aparece en ningún lugar de lo que se presenta como “política”.
Pero se produce al riesgo de una fetichización del “acto” que lo
separa de aquello que lo inscribe en la dinámica de una acción y de un
pensamiento colectivos para convertirlo en un acto ejemplar, en un
gesto que pretende despertar a los pasivos —lo que los constituye ipso facto como pasivos.
El tipo de actos del que hablamos pretende alcanzar objetivos
precisos, cortar los flujos. No tienen por qué interpretarse
forzosamente como gestos para “despertar a los cretinos”. Se trata más
bien de partir de la cólera acumulada en el lugar en que se detuvo la
lucha. ¿Acaso no había en los maoístas la voluntad de determinar el
paso al acto mediante una identificación con el pueblo que sufre?
Esta voluntad no se confundía con la voluntad de despertar a los
adormecidos, ni con una identificación con el pueblo que sufre: se
trataba solamente de pasar a una fase superior. Servir al pueblo no era
servir al pueblo que sufre. “Servir al pueblo” no era una consigna
caritativa, contrariamente a lo que explicaban los trotskistas sobre los
maoístas, sino que era servir a las luchas populares, identificar los
focos, prolongar su resonancia.

El problema siempre radica en una
consistencia política, constituir un grupo con vistas a la acción.
Desde este punto de vista, querría volver a la cuestión de la lucha de
los obreros de la fábrica de relojes LIP: ¿qué es lo que determinó
exactamente? ¿Se consideraron el grupo o la organización militante, a
partir de ese momento, como apoyos auxiliares de las luchas obreras?
¿Qué sucedía entonces con el tema de la vanguardia?
La Gauche Prolétarienne tenía muchos defectos, pero no el de ser una
vanguardia. Tampoco era un simple soporte. Se consideraba más bien como
fermento en el seno de las masas, creando las condiciones de
emergencia de una verdadera “dirección obrera”. Tenía la idea de ser un
intermediario para que se constituyera un verdadero movimiento obrero.
LIP coincidió con el derrumbe de la Gauche Prolétarienne, pero
resulta que fue el ejemplo soñado del grupo de obreros que construye
una lucha. La gente de LIP fue capaz de unir las formas de lucha, la
capacidad de organizarse en colectivo de producción e incluso de hacer
circular una inteligencia colectiva.
¿Por qué se
interrumpió entonces la radicalidad maoísta? Se produjeron varios
acontecimientos (LIP, pero también la revolución de los claveles en
Portugal) que hicieron pensar que se había tomado el relevo, que el
impulso tomaba fuerza en otros lugares. En cierto modo, LIP permitió un
final pacífico a la Gauche Prolétarienne. En Francia, el izquierdismo
persistió bajo la forma de movimiento democrático difuso, antes de
quedar liquidado definitivamente por los socialistas. A finales de los
años 1970, los socialistas tenían un programa hipermarxista, un
discurso de clase. Lo que ha sucedido desde entonces no habrá sido más
que una gigantesca impostura histórica: el Partido Socialista se ha
apropiado de todo el espacio, recuperando el electorado del Partido
Comunista y las energías intelectuales y militantes de la izquierda. Lo
que ha pasado en Alemania e Italia es diferente.
Hay una diferencia entre Alemania e Italia, país en el que se puede
hablar de un movimiento de masas que reunía a cientos de miles de
obreros y de estudiantes. No había una separación entre sus
componentes, como fue el caso efectivamente en Alemania y Francia. En
este sentido, me gustaría plantearle una pregunta: en el año 1977 en
Bolonia, o en la gran manifestación de Roma, ¿cree que el rechazo al
esquema de la “toma del poder” dejó pasar algo importante? Oreste
Scalzone explicaba que un periodista le preguntó varios años más tarde:
“¿Habían preparado alguna cosa para ese día?”, Scalzone se quedó algo
ruborizado y acabó respondiendo: “No, no habíamos pensado en ello”.
En la Gauche Prolétarienne, nuestra
perspectiva tampoco era la toma del poder. De manera general, las
revoluciones están hechas por personas que no quieren tomar el poder:
pienso en 1830, en 1848… Las barricadas no están hechas para tomar “el
poder”, sino para oponer una afirmación material del pueblo a la
confiscación estatal del poder común.
El problema es
que, por un lado, estábamos en un esquema marxista de poder obrero y
que, por el otro, la idea de hacer algo como en 1917 no tentaba a
muchos. Mayo del 68 fue, ante todo, una huelga general en un sentido
amplio, una interrupción de las formas de trabajo, autoridad y
legitimidad de la dominación. Faltó ciertamente imaginación respecto al
medio de constituir una potencia colectiva popular de un nuevo tipo.
Además, los movimientos de izquierda en general y maoístas en particular
fueron en Francia muy minoritarios. Todo esto no tiene nada que ver
con la historia de la autonomía italiana.
La autonomía no se tomó en serio la idea de que algo podía sustituir a
la organización policial de la sociedad. En el libro del Comité
invisible, incriminado actualmente en el asunto de los sabotajes de la
SNCF, observamos también un rechazo de la perspectiva consistente en
tomar el poder. En la perspectiva de este libro, son las “comunas” las
que efectúan la deposición del poder; no tiene que haber gobierno, hay
que “volverse ingobernables”, etc. Sin embargo, la cuestión del
gobierno revolucionario es precisamente muy importante.
Hay que distinguir lo que depende de problemas de organización en el
seno del grupo y la cuestión de la toma del poder. En el caso de la
organización leninista, ambos problemas se confunden…
La cuestión del gobierno revolucionario puede, no obstante, plantearse
en una situación en la que el poder de Estado vacile. Se trata de
saber cómo pensar y qué hacer con ese momento de vulnerabilidad del
poder.
La verdadera
cuestión es la de la persistencia. Nos encontramos confrontados,
primeramente, con la dispersión en la que cada uno se define por un
horario que está fragmentado y saturado. Por ejemplo: acciones con
RESF, reuniones para mantener vivo un colectivo informal, tiempo de
movilización puntual, etc. Creo que es necesario salir de esta
distribución del tiempo y asumir cierta irreversibilidad en el
encadenamiento de los actos. La cuestión no es tanto la de tomar el
poder —que es una consigna trotskista que Daniel Bensaïd parece querer
rehabilitar actualmente—, sino más bien la del poder de tomar el poder.
Todas las variantes del trotskismo persistirán hasta el fin del mundo.
Todo ser tiende a perseverar en su ser. Pero es cierto que la cuestión
consiste en saber lo que puede unir las luchas que se suceden unas
tras otras (sin vivienda, sin papeles, hospitales, cierre de
fábricas…). ¿Qué es lo que puede transformar esas energías en una
capacidad colectiva? Si se responde diciendo “Hace falta un partido”,
se está respondiendo con un parche, puesto que se está afirmando que,
en definitiva, para unificar hace falta una instancia unificadora. Pero
también sabemos que no es la “convergencia de luchas”, los encuentros
entre una miríada de mini-organizaciones lo que opera esta
transformación. Se trata de saber cómo extraer un nombre común que sea
susceptible de nombrar lo que es común como dinámica de acción y como
esperanza de porvenir.
Respecto al argumento de la
dispersión, es reversible. Hay cierta alegría militante en mantener la
abertura del mundo, incluso podría decirse que también existe tal
alegría en la irresolución. Podemos hablar de un comportamiento
consistente en sistematizar la espera en el sentido fuerte del término:
estamos en un presente que se basta a sí mismo. Es algo que queda
demostrado claramente en el ejemplo de la autonomía obrera, y solo
retrospectivamente puede decirse “habríamos podido hacer algo…”. Si
ciertas personas se implican en política, si le consagran sus energías
vitales, es para conseguir una vida más intensa, con más comunidad, y
en el presente. Es lo que intenté mostrar en La noche de los proletarios:
el futuro comunista siempre ha sido un presente. No hay comunismo sin
la puesta en común de las capacidades implicadas en ciertos puntos de
resistencia.
Querría abordar otro punto. Creo
que resulta interesante ir en contra de la idea de una extinción de la
clase obrera. Sin duda, es cierto que está dispersada, desmantelada.
Pero la cuestión es saber si no se puede considerar una unificación
política por medio de la figura obrera.
Cabe
distinguir dos cosas. Está el nivel de la descripción de lo
contemporáneo, de la realidad de los procedimientos de explotación: a
este nivel, puede afirmarse que la desaparición de cierta idea del
proletariado no impide la conflictividad obrera. En este sentido, hay
que reafirmar el componente obrero en la constitución de una fuerza
democrática. No estoy seguro, en cambio, de que “figura obrera” pueda
ser el nombre común que buscamos. ¿Puede “el obrero” ser el nombre de la
figura de los sin parte? Y, si no, ¿qué puede sustituirlo? Hay que
encontrar nombres que sean capaces de dividir de otra manera la
distribución de las identidades. Recientemente, las personas que forman
la RESF han redactado un “manifiesto de los innumerables”. Es una bella
palabra, pero tampoco basta para operar el tipo de unificación que
buscamos. Hay que pensar en una figura subjetiva que pueda tener la
consistencia de lo obrero y, al mismo tiempo, la inconsistencia de lo
innumerable.
Ha sido necesario
hacer el duelo de la idea de que se podría llevar a cabo la toma de
conciencia, que se tendría que llevar la verdad a las masas. Como
también hay que hacer el duelo de una confianza en la simple capacidad
de propagación de las ideas y de los actos. El problema, por tanto, es
el de una redefinición de la transmisión en el orden de la política.
Así pues, la cuestión puede ser la siguiente: ¿qué podría ser
políticamente el equivalente del encuentro entre Jacotot y sus alumnos?
Hay que conjugar una doble exigencia: por un lado, poder dar confianza
a la puesta en común de esas capacidades dispersas, lo cual
corresponde a lo que vosotros llamáis un trabajo de “vínculo”. Por otro
lado, crear una forma de ruptura simbólica fuerte. Es decir, crear una
forma de agrupación en la que todos los que despliegan una capacidad
propia puedan tener confianza en la extensión de esa capacidad. Para
ello, hay que crear modos de información y de archivo, formas de
circulación y de discusión de las ideas, de los lugares sociales, de
los modos de afirmación y de las formas de acción que se erijan
claramente como alternativa a lo que se llama la vida política con sus
organismos, sus medios de comunicación, sus partidos, sus maneras de
construir los problemas y sus soluciones. Se trata de construir los
lugares de una problematización diferente de lo político, lugares
verdaderamente autónomos que den testimonio de una singularidad fuerte,
con tesis claras sobre lo que se entiende por política, sobre lo que
puede quererse y lo que se piensa poder. Para ello, no es necesaria la
arrogancia del Comité Invisible. La ultra-izquierda sostiene
actualmente un discurso de pedagogo embrutecedor en el sentido jacotista del término, presentándose como la última chispa de inteligencia crítica que brilla en el seno de un mundo de cretinos alienados.
La perspectiva que consiste en bloquear o atacar la economía,
desarrollada entre otros por el Comité invisible, ¿no constituye
justamente una ruptura simbólica fuerte, un discurso de ruptura?
Insisto de nuevo: la ruptura simbólica debe hacerse en nombre de la
igualdad y no en nombre de un ataque a la economía. Es decir, que debe
operarse en nombre de una afirmación (la igualdad) y no en nombre del
enemigo (la economía).
Hay una
verdadera toxicidad de los discursos sobre la economía. Se juega, por
ejemplo, con la oposición entre economía financiera y economía real,
pero es una falsa división. Y los que son capaces de no sostener esta
falsa división permanecen encerrados en horizontes limitados. Estoy
pensando, por ejemplo, en la entrevista entre Moulier Boutang y Frédéric Lordon:
se trata una vez más de saber cómo acabar con las crisis financieras.
Hay consenso sobre el hecho de que debe evitarse absolutamente el
derrumbe de la economía “real”, porque sería el desastre, el caos, lo
impensable. Ahora bien, lo que sucede actualmente es esencialmente eso:
podemos pensar al margen de la evidencia de que es la economía la que
hace mundo. Podemos pensar al margen de la economía, colocándonos en el
lugar mismo de lo “impensable”.
Se trata
de saber lo que es exactamente ese lugar de lo impensable, ese afuera o
“al margen de la economía”. El debate sobre economía financiera y
economía real es insuficiente, efectivamente, pero atesta el hecho de
que cierta figura de la economía —la que se identifica con el todo de
la evolución de las sociedades— está justamente en debacle. El beneficio
de la crisis financiera es justamente liberarnos de la “economía” como
realidad unívoca y ley ineluctable. El pensamiento de la economía como
modo de gobierno del mundo que se impone por sí mismo se encuentra
debilitado. Ello significa, asimismo, que la des-responsabilización de
los Estados en nombre de la necesidad económica está debilitada, que
vuelve a ponerse de manifiesto que son ellos mismos los que crean esa
necesidad. El poder oligárquico se ejerce, entre otras maneras, como
necesidad económica y no hay razón alguna para aislar la economía como
potencia autónoma. Ahora bien, esta obsesión por un nombre oculta
evidentemente otra cuestión: ¿qué otra organización de formas de
producción, de consumo y de intercambio podemos considerar actualmente
como posible y deseable?
Esta entrevista, con el título "Construir los lugares de lo político", se publicó en El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética,
Jacques Rancière, presentación y traducción de Javier Bassas Vila, ed.
Herder, Barcelona, 2011, pp. 289-304. Este texto ha sido cedido por la
editorial Herder para su reproducción aquí.
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