Mea culpa.
La culpa es uno de esos elementos
esenciales cuya ausencia o exceso provoca graves desajustes en los
seres humanos. Una culpa excesiva puede hacer que alguien busque su
propia destrucción, y un sujeto sin culpa es un instrumento apto para
causar la destrucción de los otros.
Las grandes religiones monoteístas
han comerciado desde siempre con el sentimiento de culpabilidad, cuya
manipulación es altamente eficaz y rentable para dominar a poblaciones
y colectividades enteras. Pero contrariamente a lo que el pensamiento
ácrata proclama, la culpa (como el dolor) es una función indispensable
para la vida, necesaria para regular nuestros actos y medir las
consecuencias que suponen en nuestros semejantes. Por eso la culpa
está indisolublemente ligada al amor, a tal punto que no resulta
extraño que la falta de uno traiga como consecuencia la falta de la
otra, tal como podemos reconstruir en el estudio de las personalidades
psicopáticas.
Pero lo más sorprendente
es que la investigación psicoanalítica haya descubierto que la culpa
no depende de la realización de un acto prohibido o de una
transgresión a la ley. Mientras Freud indagaba en el abismo infernal
de la melancolía, donde la culpa alcanza la intensidad del delirio y
el enfermo se acusa de hechos que no ha cometido, otro gran genio
recorría el mismo camino con otros medios. En El proceso, Kafka
nos demuestra que el ser humano está atrapado en el sentimiento de
una falta inconsciente, que su pecado es tan originario como
desconocido, y que su crimen es inapelable. Joseph K. será ejecutado
sin que en ningún momento los lectores podamos saber la naturaleza de
su delito. Ni siquiera él lo sabrá, y aun así acabará entregando el
cuello a su verdugo.
La culpa es esa misteriosa sustancia que
no emana de ninguna realidad (prueba de ello es la escasa o nula culpa
que las faltas reales provocan, por ejemplo, en nuestra cultura
política contemporánea) sino que se destila en la profunda alquimia del
inconsciente. Lo asombroso es que puede afectarnos de manera
silenciosa, sin que seamos capaces de percibirla o tener de ella
siquiera un signo o una intuición. Así, innumerables seres viven vidas
atormentadas, se entregan a toda clase de acciones autopunitivas, se
sumergen una y otra vez en al fracaso, empujados por un sentimiento de
culpabilidad del que no tienen la más mínima sospecha y que, para
colmo, no se fundamenta en ninguna transgresión real.
Esta característica de la condición humana ha sido exitosamente
aprovechada por la Iglesia católica, que hizo de la confesión, el
arrepentimiento y la penitencia una fabulosa empresa de lavado. No
fueron necesarios demasiados siglos para que surgieran expertos en
mercadotecnia que inventaron el upgrade de la confesión, una suerte de categoría premium en
la cartilla del pecador: las indulgencias. Dado que la culpa ha de
ser pagada, ¿por qué restringir los medios a las multas simbólicas de
padrenuestros y avemarías? Del mismo modo que hoy usted tiene casi
todas las aplicaciones para su smartphone en
versión gratuita o de pago, por aquel entonces las indulgencias fueron
algo así como las preferentes de la clase vip, a la que todo podía
perdonársele.
Hoy en día el mensaje del
arrepentimiento se transmite por canales más políticos que religiosos,
y se nos quiere cargar con la culpa de esta falsa crisis atribuyéndola
a nuestros excesos hipotecarios. Por supuesto, no falta tampoco en
este caso el coro de idiotas, siempre listos en cualquier época, que
repite la letanía de que hemos vivido por encima de nuestras
posibilidades, y que ahora debemos lavar nuestra culpa en las aguas
benditas del río ERE. Pero no es eso lo peor, sino que buena parte de
la ciudadanía termine sucumbiendo a este mensaje, puesto que no hay
nada más fácil de manipular que la culpa que todos llevamos dentro por
el mero hecho de existir.
¿Puede haber
algo más absurdo y condenable que ser una criatura humana, aspirante a
buscar un sentido trascendente a una existencia que carece de todo
propósito predefinido? Por esa razón, es fácilmente observable que la
intensidad de la culpa es inversamente proporcional a la creencia que
un sujeto tiene en la misión que le cabe en la vida. Anders Behring
Breivik, el carnicero de Oslo, no se arrepiente de nada, porque se
justifica en la realización de un proyecto supremo, del mismo modo que
nuestros políticos no dimiten porque están convencidos de que la
voluntad de salvar a la patria es la razón que los ha puesto en el
mundo.
Por eso hay en el melancólico un
enfermo que no ha hecho nada y sin embargo se declara culpable de toda
clase de delitos imaginarios, una dignidad que echamos de menos en los
personajes públicos que pasean su indecencia ante las cámaras de
televisión y en los medios de prensa. El melancólico asume en toda su
crudeza y fatalidad –y sin la más mínima defensa o protección– esa
verdad originaria de que nuestra existencia está gobernada por el
sinsentido y la ausencia de fundamento, para lo cual debemos
disimularla lo mejor posible con nuestras obras.
Algunos lo han sabido disimular tan bien, que tomaron lo de la Obra al
pie de la letra y por eso nos sobran casas y aeropuertos. Pero estos,
como el de Oslo, tampoco se arrepienten de nada, porque ya se han
apuntado a las indulgencias de Montoro.
Stéphane Hessel escribió ¡Indignaos!, y ahora Rajoy apresura la redacción de su ¡Arrepentíos!,
con el que espera batir un récord de ventas y consolar a los
desahuciados. Unos dicen que se lo ha escrito Punset, nuestro profeta
nacional en materia de felicidad, otros creen que ha sido Bárcenas, y
que el título es un claro mensaje para que sus camaradas no se pasen
de listos. En cualquier caso, vivimos en el mejor país del mundo,
donde pecar es casi gratis y además nadie se hace responsable. ¿Qué
más podríamos pedir?
Gustavo Dessal, ¡Arrepentíos!, el diario.es, 23/04/2013
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