La llibertat negativa i el problema de la desigualtat.
En su célebre conferencia de 1958 Dos conceptos de la
libertad, Isaiah Berlin acuñó una pareja de nociones que marcarían al
pensamiento político del siglo: la oposición entre “libertad negativa” y
“libertad positiva”. En la “libertad negativa” Berlin identifica esa
área en la que un individuo puede actuar sin la contrariedad de
obstáculos o interferencias. La “libertad positiva”, por el contrario,
designa la posibilidad de actuar para realizar ciertos propósitos
fundamentales, y en particular el proyecto, por parte de individuos o
colectividades, de la autodeterminación.
En uno de sus niveles, el
ensayo de Berlin se construye y se deconstruye a sí mismo, cede la voz a
las tensiones, las especulaciones provisionales, las ambigüedades: da
un espacio a las contradicciones que pueblan la historia política e
intelectual de la libertad. Pero en otro, el más conspicuo y evidente,
el ensayo plantea una dicotomía contumaz y una polaridad incuestionable:
el conflicto irresoluble entre libertad negativa y libertad positiva, y
la insuperable supremacía moral de la primera sobre la segunda. En la
noción de libertad negativa Berlin encuentra el concepto auténtico,
incorruptible de la libertad. Esta es la noción de libertad del
liberalismo. En la libertad positiva, Berlin da con la coartada para las
más brutales experiencias de dominación. Es ella, la libertad positiva y
su promesa de autodominio, la semilla conceptual que luego dio lugar al
totalitarismo. Por un deslizamiento perverso, pero para Berlin
prácticamente inherente a la lógica de la libertad positiva, el “yo
ideal” de la metáfora del autodominio se identifica con una entidad más
amplia que el individuo, como la razón, la raza, la Iglesia o el Estado.
Así, su gesto de liberación se presenta paradójicamente como la
violenta conformación del individuo a una colectividad.
En Another freedom,
Svetlana Boym anota que Joseph Brodsky percibía el ensayo de Berlin no
como una pieza filosófica sino como una “reacción visceral” a los
desastres del siglo XX. Y
no le faltaba razón. Pocos años atrás Stalin seguía vivo. No mucho
antes las tropas de la Alemania nazi ocupaban el continente desde
Bruselas hasta las puertas de Moscú. La dicotomía berliniana se situaba
así explícitamente en el campo de batalla de la Guerra Fría. “El deseo
de ser gobernado por mí mismo, o en todo caso de participar en el
proceso por el cual mi vida es controlada”, es decir, la libertad
positiva, es un proyecto distinto a la aspiración de un área libre para
la acción (la libertad negativa). “Es tan diferente, de hecho”, escribe
Berlin, “que condujo al final al gran choque de ideologías que domina
nuestro mundo”. En su dimensión más profunda, Berlin actúa como un
esmerado historiador intelectual. Pero en la más inmediata se asume como
un cold warrior que nos ofrece su texto como un ariete en la guerra fría de las ideas, como una versión letrada y majestuosa del red scare.
Tras
la experiencia de los totalitarismos, que supeditaron el conjunto de la
realidad social a la política, eran razonables reacciones como la de
Berlin, que disociaban la libertad de cualquier proyecto político
positivo. La oposición entre la libertad positiva y negativa representó
entonces un esclarecimiento estratégico y esencial. Intelectualmente,
sin embargo, es un distingo que carga con el fardo de su circunstancia
ideológica, que oscurece tanto como ilumina la historia de la libertad.
La dicotomía berliniana está lastrada de maniqueísmo. En ella la
“libertad negativa” no conoce disimulos: siempre es transparente, inmune
a la manipulación. La “libertad positiva”, en cambio, no puede
desligarse nunca de su fatalidad: ser el germen latente o el cómplice
imprevisto de la opresión. Más aún: Berlin disuelve en un solo concepto
valores esencialmente disímiles. Desde Epícteto hasta Rousseau, desde el
“repliegue en la ciudad interior” del alma hasta la soberanía popular,
todo cabe en el espacio conceptual de la “libertad positiva” –y todo
parece estar igualmente contaminado por una abierta o secreta afinidad
con la tiranía.
El ensayo de Berlin, sin embargo, no era solo el
producto de su momento histórico. Es el síntoma de una condición teórica
que habita en el centro del liberalismo. Como ha señalado Hannah
Arendt, la experiencia histórica del siglo XX no hizo más que reforzar
la tendencia liberal de entender la libertad como libertad de la
política. La perspectiva liberal ha hecho desde sus orígenes una
distinción categórica entre dos cuestiones: ¿quién gobierna?, y ¿hasta
dónde se debe gobernar?, y le ha dado prioridad a la segunda. El tema
del liberalismo radica, por tanto, en los límites del poder, no en la
identidad del sujeto que lo detenta.
El problema, en el ensayo de
Berlin lo mismo que en la tradición liberal en su conjunto, es que,
dejado a sí mismo, sin diálogo con otras tradiciones o inquietudes fuera
de la pura “libertad negativa”, el liberalismo padece de limitaciones
fundamentales, puntos ciegos que lo vuelven incapaz de pensar o de
pensar con profundidad zonas enteras de la realidad política. El
liberalismo, por sí mismo, es, por ejemplo, incapaz de pensar lo público.
Un ejemplo elocuente, tomado de la propia tradición liberal, es el
pensamiento de Alexis de Tocqueville. Uno de los objetos de la crítica
tocquevilliana es la tendencia de los individuos en las democracias a
abandonar la vida pública y retirarse a la esfera privada de los
negocios y la familia. Esta apatía individual conduce a un
debilitamiento de la política y, tarde o temprano, al despotismo. Para
evitar esta recaída en la opresión, la libertad debía de ser sacada de
la esfera privada y encontrar un significado político activo en la
colectividad. Es imposible entender la crítica de Tocqueville a los
peligros del “despotismo democrático” sin recurrir a los contenidos de
la libertad positiva. Más aún: es difícil no entender esa crítica
precisamente como un cuestionamiento de las consecuencias despóticas
latentes en una idea de la libertad centrada exclusivamente en la
negatividad. La perspectiva de Berlin, y con ella la de la tradición
liberal “negativa”, es insuficiente para darse cuenta de que la libertad
positiva, en su encarnación como libertad pública, es una de las
garantías de la propia libertad negativa.
Una ceguera más: al
concentrarse en el tema del individuo frente al poder público, el
liberalismo ha sido indiferente a las desigualdades entre individuos y a
los problemas que el individuo enfrenta ante el poder privado. La
tradición liberal ha tendido a olvidar que las interferencias a la
libertad individual se pueden originar no solo en el gobierno, sino
también en otros individuos, y que el poder estatal no es el único poder
susceptible de ser limitado. Para el liberalismo, la opresión de parte
de corporaciones y otros agentes económicos simplemente no existe, no
puede existir, porque no encajan en su esquema preestablecido. Y una
ceguera más: al inquietarse solamente por los obstáculos al ejercicio de
la libertad, el liberalismo ha abandonado la pregunta por las
condiciones bajo las cuales la libertad puede ser usada efectivamente.
Este es un aspecto en el que el pensamiento socialista (por ejemplo: la
crítica de Marx a la libertad como consentimiento formal) sigue siendo
vigente.
Frente a los despotismos antiguos y modernos, siempre hay
que recordar, con Berlin, que el libre espacio para la acción es una
dimensión esencial de la libertad. Al mismo tiempo, nunca hay que
olvidar, con Arendt y contra Berlin, que la libertad no es solo el
asunto de un ego solitario sino que necesita de los demás, y que
requiere de un espacio compartido para encontrarse con los otros en un
mundo común.
Humberto Beck, Isaiah Berlin, la Guerra Fría y la libertad, Letras Libres, Abril 2013
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