Gomá Lanzón: l'interès reflexiu i la civilització.
Tocqueville |
¡Qué importantes son estos miramientos! Recuerdo a un magistrado del
Tribunal Constitucional susurrándome en confidencia que los derechos
fundamentales están ideados para proteger a los chorizos (esa fue su
expresión) porque la gente honrada no los necesita. Lo cual es una
evidente exageración, pero señala una gran verdad: la democracia, que
presume a sus ciudadanos libres y legales, reconoce en éstos una
dignidad innata a la que se anudan tratamientos que nunca declinan y que
subsisten incluso cuando dichos ciudadanos se comportan de forma muy
indigna, como ejemplifica la respetuosa actitud del guardia de seguridad
en el supermercado. El hombre durante la evolución de la especie perdió
garras y cuernos que sirven a los animales para la lucha, pero a cambio
fue dotado de inteligencia con la que puede producir armas incluso más
poderosas que las de los brutos, pero también puede hacer algo mejor:
renunciar a la lucha violenta. El Estado de derecho es ese principio de
justicia en virtud del cual los ciudadanos permutamos la venganza
privada entre individuos o grupos por un uso tasado y mínimo de la
coacción estatal, acordado por agentes independientes siguiendo un
procedimiento objetivo, neutral y general al servicio de la paz social y
política.
Tiene algo de prodigio antinatural —contrario a los instintos
polémicos de destrucción que Freud supo discernir en nuestra alma— ese
abandono voluntario y colectivo de las armas en beneficio de una
impersonal ley coercitiva. En cuanto antinatural, a contracorriente de
las inclinaciones más elementales, el ciudadano consentirá en obedecer
la ley en primer lugar por miedo a la coacción prevista contra las
infracciones o, con más frecuencia, por una inclinación prevalente
motivada por una costumbre general de cumplimiento. Pero una sociedad
será tanto más madura cuanto más respete la ley por convicción íntima de
sus ciudadanos y por un asentimiento privado a su legitimidad,
necesidad y conveniencia. Y esto requiere una educación sentimental
sobre lo que Tocqueville llamó “interés reflexivo” del ciudadano, ese
que no niega el egoísmo individual, sino que lo civiliza para
armonizarlo con el bien común. En realidad, todo el proceso de
civilización estriba en la domesticación de la espontaneidad instintiva
mediante mediaciones simbólicas (la cultura) que inhiben y disciplinan
un despliegue demasiado libre del yo salvaje. Prefiero la vulgaridad
legal (a la que tiende una libertad sin instrucciones de uso) a la
ausencia de legalidad, pero a las dos prefiero el buen gusto que nace de
la educación del corazón. En una sociedad de personas con buen gusto,
algusentidos que actúan como si todo les fuera debido sin tener en
realidad derecho a nada, los padres les enseñamos con insistencia a dar
siempre las gracias. Pero incluso cuando tenemos derecho a algo, es de
buen gusto afectar que el servicio lo recibimos por la bondad del
prestador y no porque esté obligado a ello. Volviendo a nuestro camarero
de marras, quien recibe el plato de calamares, si de verdad es un
caballero, se apresurará a darle las gracias. Ese “muchas gracias”
significa decirle al camarero: tú me has prestado un servicio, pero no
eres mi servidor, sino un ciudadano como yo y, ya que contribuyes a mi
bienestar, aunque te pague por ello, tienes mi agradecimiento.
Esta meditación final sobre la gratitud me allana el camino para despedirme de los lectores de Babelia, pues suspendo sine die la sección de Todo a mil donde he venido poniendo mis desmayadas cogitaciones a un ritmo de una cada tres semanas. Nadie en el periódico me ha señalado la puerta; al contrario, sólo tengo reconocimiento por el exquisito trato que he recibido en este tiempo. Han sido tres años de colaboración sin tregua, cincuenta y cinco microensayos: el primero, sobre l a necesidad de ganarse l a vida; el último, sobre l a i mportancia de agradecerla. No lo dejo por ninguna razón en particular. Parece inteligente irse de la fiesta cuando mejor te lo estás pasando. O, como decía mi abuela: conviene levantarse de la mesa con un poco de hambre. Yo no estoy saciado y confío en que los lectores no lo estén tampoco del todo. Se trata por mi parte de un acto de desasimiento destinado a encarar durante una temporada un horizonte sin libros ni artículos en el telar y volver a escuchar demoradamente el rumor del corazón. A ver qué dice.
Hasta más ver. Gracias y gracias.
Javier Gomá Lanzón, Gracias, Babelia. El País, 13/04/2013
Esta meditación final sobre la gratitud me allana el camino para despedirme de los lectores de Babelia, pues suspendo sine die la sección de Todo a mil donde he venido poniendo mis desmayadas cogitaciones a un ritmo de una cada tres semanas. Nadie en el periódico me ha señalado la puerta; al contrario, sólo tengo reconocimiento por el exquisito trato que he recibido en este tiempo. Han sido tres años de colaboración sin tregua, cincuenta y cinco microensayos: el primero, sobre l a necesidad de ganarse l a vida; el último, sobre l a i mportancia de agradecerla. No lo dejo por ninguna razón en particular. Parece inteligente irse de la fiesta cuando mejor te lo estás pasando. O, como decía mi abuela: conviene levantarse de la mesa con un poco de hambre. Yo no estoy saciado y confío en que los lectores no lo estén tampoco del todo. Se trata por mi parte de un acto de desasimiento destinado a encarar durante una temporada un horizonte sin libros ni artículos en el telar y volver a escuchar demoradamente el rumor del corazón. A ver qué dice.
Hasta más ver. Gracias y gracias.
Javier Gomá Lanzón, Gracias, Babelia. El País, 13/04/2013
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