Arribar a ser éssers simpàtics.
by Jaime Francés Durá |
Por lo visto, la
antipatía tiene algo de simpático, es decir de contagioso, e induce a
determinados comportamientos y actitudes. Y bien que se nota. La simpatía
también, aunque cuesta más apreciarlo. Por eso no es insignificante que se propale
cierta desconsideración o indiferencia como el modo habitual de
relación o que, al margen de esa inercia, nos abramos con efectivo afecto e
interés a las vicisitudes, no ya tan ajenas, de los demás. Para ello resulta de
gran alcance personal y social ser simpático. Desde luego, ser agradable es
decisivo. Pero no se reduce a eso. Y aunque es indiscutible la influencia del
temperamento y del carácter, el modo de reaccionar, la simpatía, se abriga en
el modo de ser. Más aún, en lo que hace ser, una inclinación y en
no poca medida una decisión.
Puede llamar la
atención que se indique que alguien elija
ser simpático, toda vez que algunos más bien parecen disponer de todas las
cualidades para no serlo. Y con razón se alude a las condiciones de diverso
tipo que se dice determinan el que se sea alguien capaz de simpatía. Hay que
tener en cuenta, se subraya, las circunstancias y las coyunturas. Sin duda.
Pero ello nos induce a pensar que confundimos la simpatía con otras atractivas
cualidades que la adornan y no pocas veces la acompañan. En cualquier caso, ser
simpático no significa tener más o menos gracia, ni
mostrarse locuaz y
dicharachero, ni ser estruendoso y animoso, o llevar la voz cantante, o
tener
tendencia a ocupar el espacio y hacerse propietario de la iniciativa. O
mostrar
una cierta inconsciencia mientras otros más apesadumbrados están al
tanto de lo que ocurre. Ciertamente, también proliferan quienes
promueven exactamente lo
contrario.
El asunto es otro. La
simpatía supone un pathos común, compartido, y puede perfectamente identificarse
como una forma de mutua pertenencia
y de solidaridad. La capacidad de
disfrutar y de padecer con alguien, en diversas circunstancias y haciéndose
cargo de la situación, hasta el extremo de ponerse en su lugar y sentir y
prácticamente palpitar a su lado, es una empatía
que caracteriza asimismo a la simpatía. Sentir y vivir la emoción de lo que en
esa medida también nos ocurre y alegrarse con el bien ajeno confirman que la
envidia es poco simpática. A su vez, compartir el dolor, las penurias, los
sufrimientos que supuestamente no nos corresponderían, y entender que no
siempre restar importancia es la mejor manera de comprender, nos convoca a
ofrecer la palabra adecuada, pertinente, que no trata de diluir la situación porque es difícil o comprometida.
El simpático ni es un insensato, ni es un frívolo.
Ahora bien, la simpatía
alcanza otro nivel cuando es capaz de atender las perspectivas propuestas y
defendidas por otros, en la voluntad de comprender en verdad sus razones únicas y singulares, sin
que ello signifique carecer de las propias. Reconocer con generosidad esa
peculiaridad, sin tratar de domesticarla, supone no tener una visión cerrada y presupuesta de lo común. Los pueblos antipáticos tratan de
posicionarse eludiendo esa singularidad ajena y haciendo de la particularidad
una antipatía. Y ya el colmo de lo antipático es la confrontación de antipatías
enfrentadas. Ellas se encuentran para que crezca el desencuentro. Como
resultado más evidente se produce el encierro en un ideal individualista en tanto que forma compartida de egoísmo. De ahí que sea tan decisiva la
reivindicación de que, puestos a proceder simpáticamente, y conscientes de que
la simpatía llega a provocar sentimientos conformes o análogos, se promueva una
suerte de afinidad o de inclinación afectiva, una comunidad que
ya induzca a un determinado comportamiento.
El vínculo profundo entre aquello que carece de relación directa, sin por eso dejar de comportarse mutuamente de modo simpático, ese efecto que moviliza lo que está en principio separado y distante, muestra un modo de considerar lo común de enorme relevancia y un comportamiento simpático. Y, a su vez, una determinada necesidad de acordes y de acuerdos para sintonizar conjuntamente, siquiera en esa distancia y diferencia.
Por ello resulta tan
elocuente que compasión y simpatía tengan una dimensión
etimológica en la que dicen un carácter común y un pathos compartido. Ciertamente, cada palabra tiene su procedencia,
su vida, y su historia, y en ocasiones puede leerse con mayor o menor cercanía
fraternal o amparo paternal. En todo caso, es inadecuado desconsiderar el
alcance de una verdadera comprensión que no se limite a ser una forma de superioridad
envuelta en un tono de lamento inactivo. De ahí que sea tan decisivo conjugarlas conjuntamente. De lo
contrario la compasión, como Nietzsche
nos previene, resulta engañosa y tramposa, ya que se sustenta en la miseria
ajena para sobrellevar la propia. Pero compadecer no es simplemente soportar el
propio padecer, es también gozar y disfrutar con el bien de los otros. Así que
puestos a ser compasivos, convendría que lo fuéramos simpáticamente.
En una sociedad con tendencia a la falta de piedad, entendida ésta no ya literalmente como conocimiento y cumplimiento de los deberes para con los dioses, la patria, los padres, los hijos, según los latinos leen esa palabra, no sólo como atención a los deberes para con los demás, como justicia, como respeto para con nuestros antepasados, de afecto y de clemencia, sino como, a su vez, de carencia de sentimientos y de convicciones compartidos, la simpatía se reduce simplemente a ser agradable y a no procurar complicaciones. Ello permite la adopción de medidas impías, carentes de sensibilidad, de cordialidad y de solidaridad. Esta apática impiedad, en la ausencia de conmiseración de las decisiones que unos y otros adoptamos, que agudiza la fragilidad del proceder simpático, desconsidera los mejores restos de aquella palabra fraternidad que los ilustrados se transmitían a media voz, con aires clandestinos, por su carácter transformador e insurrecto respecto de los valores dominantes, sin duda bien antipáticos.
Tal vez simpáticamente acciones supuestamente ínfimas que por su
compasión y piedad no se reducen a una actitud emotiva, de lamento afligido,
que todo lo invade, tengan repercusión social. Se trata de propiciar una
intervención sentida, de implicación, de impugnación y de modificación de un
estado de cosas. Pero nada cabe sin que recuperemos la amable verdad de llegar
a ser seres simpáticos.
Ángel Gabilondo, Simpáticamente, El salto del Ángel, 23/04/2013
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