Proximitats llunyanes.
by Jaya Suberg |
Cada quien vive su vida con alguna forma de silencio. Pero, además, hay algo de enigmático y de desconocido en tantas existencias que tienen que habérselas consigo
mismas sin demasiadas posibilidades ni siquiera de oxigenar o de airear lo que
les ocurre. Todo en ellas es difícil y dura cotidianidad. Cuanto sucede más allá
del alcance de nuestras informaciones se sume en la bruma de lo que damos por
supuesto. Y esta actitud no siempre implica respeto a la intimidad. Hay una cierta impiedad social, que es el
nombre de la desconsideración, de la falta de compasión, esto es, de la ausencia de un pathos común. No se trata de añorar ninguna condescendiente
superioridad, sino de reivindicar la más elemental simpatía, la de un sentir compartido. Sólo en caso de que algo
traspase los umbrales del reducto en el que se desenvuelve ese silencio, nos
permitimos conjeturas que nos posicionan, que pretenden ratificar o confirmar
incluso lo que nunca dijimos o pensamos. La verdad es que más bien estamos en
otra cosa.
Sin duda, hay en las vidas silenciosas algo de vidas silenciadas.
Zygmunt Bauman va más lejos y llega
a hablar, con una expresión que da cuenta de lo que no nos podemos resignar a
aceptar, de vidas desperdiciadas. Y
señala una serie de estrategias que conducen a ello a la hora de convivir. De separación, como exclusión del otro, de
asimilación, despojándole de su
otredad, y de invisibilización,
haciéndolo desaparecer de nuestra consideración mental. El asunto es aún más
inquietante si nos referirnos a la indiferencia
que vertebra tantos comportamientos sociales y es preciso reconocer que, de
una u otra forma, nos alcanza. Y ni
siquiera esto sería suficiente. En la sociedad de la aparente transparencia, en la de la proliferación de los
contactos y de las noticias, no poco se alberga en espacios sin lugar y sin
encuentro, que sólo destellan como incidentes, como estallidos, y tal y como se
dice, en tanto que gritos del silencio.
Todo se ve encauzado a que el espectáculo de la gran y permanente relación, de la comunicación
sin fisuras se desvanezca ante las experiencias de lo inconfesable de las vidas
que parecen destinadas a no ser consideradas como vividas. Y no obstante lo
son. Nada, ni siquiera el silencio, puede acallar esta verdad, que sin embargo
no deja de ser una verdad silenciada. Ni siquiera en muchos casos hay tanto que
contar. Y eso no significa que por ello pase a ser vulgar. En realidad, su
relato es el del puro quehacer que coincide con la permanente ausencia de
reconocimiento. A veces, ni siquiera los más próximos lo aprecian. Se produce
una invisibilidad. No es que no se
transmita, es que es tal la difuminación
que ni siquiera es preciso ocultarlo. Casi parece una esfumación, un ingreso en el ámbito de lo irreal. Pero, mientras
tanto, no por ser silencioso es irrelevante. Aunque su valor ya no es negociable.
Vivimos rodeados de proximidades sin cercanía, de ignorancias que presumen de saberlo todo, mientras en un ir y venir casi fantasmagórico se nos aparecen seres de cuyas aventuras y peripecias sabemos menos de lo justo. En algunas ocasiones, eso que vislumbramos se parece demasiado a lo que nos conformamos con saber, a lo que no nos trastorna sino lo imprescindible, que suele ser poco. Nos encargamos de que sea así. Es lo que podemos permitirnos.
La sociedad supuestamente traslúcida y permeable
es la de la creación de espacios en los que, al mostrarnos, se nos exige no
hacer en exceso patente lo que verdaderamente constituye nuestras ocupaciones y
preocupaciones. Resultaría impúdico. Del resto cabe hablar. Y ello incluye incidentes, anécdotas, curiosidades y
presuntas intimidades, en
definitiva, confesiones más o menos públicas. Que sorprendan, que entretengan,
que den que hablar, pero que, en última instancia, no comprometan. Y estos
planos de realidad, incluso para quienes hacen ostentación de atender los
problemas concretos, resultan tan disyuntos
que acabamos por disfrazar de respeto a su silencio lo que es desconsideración.
No es la necesaria singularidad, ni el amparo de la
individualidad, ni la deferencia para con las diferencias, ni el prestigioso
anonimato. Es sencillamente un modo de proceder tan centrado en lo
supuestamente decisivo que finalmente ignora
las vidas concretas. Éstas parecen destinadas a la combustión de diversas
maquinarias, a la lubricación de los engranajes de la operación diáfana cuya
finalidad incluye que permanezcan
silenciosas.
Y no es discreción, sino impotencia, falta de contexto, de condiciones, de oportunidades. Efectivamente, nos sorprenderíamos si conociéramos los avatares de quienes pueden permitirse poco respecto de sus propias existencias. Su campo de juego y de acción es tan definido y limitado que su grandeza consiste exactamente en vivir lo más dignamente posible lo que no seríamos capaces ni de experimentar ni de vislumbrar. Pero esta soledad sin espacio no es la de quien se encuentra con los otros, a partir de su singular reserva y cautela, sino la de quien no tiene terreno para dibujar su propio mapa, ni de elegir mínimamente un itinerario.
De ahí que el empeño en
deducir lo que a los demás les es
más conveniente, o de saber de antemano
lo que verdaderamente necesitan, o de procurarles
lo que resolverá sus más acuciantes problemas, debería no ignorar ese
silencio que acompaña toda vida y que forma parte constitutiva de lo que cada
quien es y desea. Considerar que nada se oculta a la bienintencionada decisión,
o estimar que ello no es significativo, es olvidar
opciones y formas de vida, y vidas sin demasiadas opciones para darles la forma
justa. Y de eso se trata, de los
olvidados, y del proceder justo.
Mientras tanto, en un lugar recóndito y remoto del universo, que bien pudiera
estar a nuestro lado, vidas tachadas,
vidas silenciosas, tratan de abrirse paso ante la inminencia de urgencias tan
constantes que acaban constituyendo no sólo una manera de vivir, sino un modo de ser tejido de silencio.
Ángel Gabilondo, Vidas silenciosas, El salto del Ángel, 12/04/2013
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