Parole, Parole, Parole ...
Los humanos disponemos de una potente herramienta: la palabra. Tiene tanta fuerza este utensilio, que nos da la oportunidad de cambiar la realidad cuando esta no nos gusta. O, mejor dicho, hacernos la ilusión de que la cambiamos. Aunque hay otro sistema aún más sofisticado que algunos políticos utilizan a entera satisfacción: cambiar la realidad al tiempo que se edulcora o niega el cambio con palabras. Se habla de reforma laboral cuando se quieren abaratar los despidos, por ejemplo. O se evitan conceptos de connotaciones negativas. En 2010, se aprobó la ley de plazos del aborto, que convirtió a este en un derecho libre de la mujer, y el Gobierno de Rodríguez Zapatero se las ingenió para eludir la palabra principal: aborto. La norma figura en el BOE como a Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo. En sentido contrario, nuestras democracias mediáticas saben bien cómo echar mano de vocablos positivos. Ahora, por ejemplo, desde que el movimiento ecologista lanzó el concepto de sostenibilidad, todo se hace en nombre de ese bien supremo. Funciona como un mantra porque en su nombre se pueden aceptar —o se cree que se pueden aceptar más fácilmente— sacrificios, reducción de las jubilaciones, recortes de derechos y prestaciones y privatizaciones.
Su uso llega al paroxismo, hasta retorcer los argumentos y terminar
enunciando una medida con lo contrario de lo que en realidad propone.
En este terreno, el Partido Popular que preside Mariano Rajoy no
tiene rival. El Ministerio de Sanidad, abrumado por la falta de liquidez
del sistema, aprobó en abril del pasado año el llamado medicamentazo.
Las novedades más importantes de aquel fueron enterrar el derecho
universal a la sanidad (ahora es solo para los asegurados), excluir
a los inmigrantes ilegales y terminar con la gratuidad de los fármacos
para los jubilados. El real decreto se llamaba, sin embargo, de
medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional
de Salud y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones. La brevedad, como se ve, no es, sin embargo, el fuerte de estos gestores.
Unos meses más tarde, y aquejado por problemas similares de liquidez,
el presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, presentó su propuesta de privatizar seis hospitales, el 10% de los centros de salud y la imposición de la tasa del euro por receta (tumbada después
por el Constitucional). Semejante atentado contra la sanidad pública se
bautizó con evidente falta de imaginación pero con mucha hipocresía
como Plan de medidas de garantía de la sostenibilidad del sistema sanitario público de la Comunidad de Madrid.
En marcha está el funesto proyecto de Miguel Arias Cañete,
ministro de Medio Ambiente, de reformar la Ley de Costas. Las medidas
que propone el ministro (y ahora su partido en el parlamento) tienen una
finalidad evidente: relajar esa norma de 1988, reducir para ciertos
casos la franja de dominio público de los cien a los veinte metros,
amnistiar a ciertos núcleos urbanos construidos literalmente sobre la
arena y otorgar un plazo más amplio a los que desde hace 25 años sabían
que debían abandonar sus casas o negocios por ocupar terreno público.
Pues bien, la iniciativa está viendo la luz bajo el tramposo nombre de Proyecto de Ley de Protección y Uso Sostenible del Litoral y de modificación de la Ley 22/1988, de 28 de julio, de Costas.
A todo ello, se une la grotesca insistencia por parte del ministerio de
asegurar que la reforma bien puede presumir de “tolerancia cero” contra
las agresiones al litoral. Saben bien los colaboradores de Arias Cañete
que esto de la tolerancia cero también guarda, todavía, un aroma a justa cruzada.
Esta durísima recesión está despertando conciencias. Así lo expresaba
con gran precisión un oyente la semana pasada en Radio Nacional de
España. De modo que, a estas alturas de la crisis, poco engaña tanto
juego de palabras. Sabemos que un escrache es criticable, pero que ni es
coacción ni acoso ni acto violento —y, menos aún, nazismo puro—.
Solo hay que consultar el diccionario para saberlo. Sabemos también
desde hace tiempo de la aversión de muchos políticos a llamar a las
cosas por su nombre; especialmente, ahora que vienen mal dadas. Y, sin
embargo, es en estas circunstancias cuando más sinceridad se reclama.
Gabriela Cañas, El engaño de las palabras, El País, 15/03/2013
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