La solució tecnocràtica a la crisi de la democràcia.


El gobierno de los sabios o los mejores ha sido propuesto en la historia de Occidente, desde Platón a Lenin, como una solución al problema del conocimiento, es decir, como una forma de superar la ignorancia congénita de las masas. El sistema democrático, se critica desde las diversas teorías favorables al tutelaje, garantiza que las decisiones se ajusten a la voluntad de la mayoría, pero no garantiza en absoluto (más bien lo impide) que esas decisiones sean las más inteligentes. El gobierno de los sabios —los técnicos hoy— permitiría entonces superar un déficit de conocimiento experto que sería consustancial a las democracias.

No vamos ahora a repetir la crítica de este planteamiento, pues ya Aristóteles la hizo con eficacia con respecto a su maestro, sino que nos interesa poner de relieve que el problema democrático actual al que atienden los gobiernos de técnicos no es ya un problema de conocimiento sino uno de capacidad de decisión. Por lo que no son ya válidas, frente a gobiernos como el italiano, las sólitas críticas dirigidas al tutelaje tecnocrático.

En efecto, la realidad de nuestras sociedades en crisis no es la de que exista un déficit de conocimiento experto en su seno. Más bien todo lo contrario: si algo existe es una amplísima difusión del conocimiento. Todos los partidos, o por lo menos los más relevantes, tienen a su disposición la inteligencia necesaria para analizar la crisis y encaminar razonablemente sus soluciones. No existen ya “los sabios” como clase específica o aislada del resto de la sociedad. Y, sin embargo, no se adoptan las decisiones que cualquier plantel de técnicos reflexivos consideraría urgentes, menos aún las simplemente necesarias. Entonces, si no es una cuestión de conocimiento, ¿qué nos pasa? O mejor: ¿qué le pasa a nuestro sistema político?

La respuesta, bastante obvia, es que el sistema democrático se encuentra atenazado por una crisis de voluntad, o de capacidad de decisión si se prefiere. Ni el gobierno ni la oposición actúan hoy por criterios fundados en el conocimiento técnico, sino por criterios que modulan y manipulan este conocimiento en función de intereses partidistas. El gobierno hace lo que considera mejor para el país pero siempre que ello sea al mismo tiempo lo mejor para su futuro electoral. Y la oposición responde a idéntico criterio, aunque sea invertido. Lo cierto entonces es que el problema de fondo consiste en que un sistema político que responde sólo al código binario gobierno/oposición no puede por definición producir las soluciones óptimas sino otras relativamente desviadas (N. Luhmann). Y esto, que es un peaje asumible por la democracia en épocas de bonanza, se revela como un lastre insoportable en tiempos de crisis profunda. Porque cuando más necesarias son las decisiones sabias, más perturbaciones para su adopción surgen. La capacidad del sistema para producir decisiones adecuadas entra en barrena. (...)

La otra solución (una solución de las conocidas como del tipo “Ulises”) es encomendar el gobierno a unos técnicos respetados cuyas decisiones los partidos se comprometan de antemano a no impugnar ni cuestionar, y que no estén afectados por intereses ni escenarios electorales. La probabilidad de que tal sistema produzca decisiones correctas es muy superior al actual, de un lado, y de otro elimina de raíz gran parte del ruido con que las constantes crítica y contracrítica emborronan la opinión pública.

El sistema político de la República romana fue capaz de inventar una institución tan útil y peculiar como la Dictadura, provisional y limitada, para casos de crisis. ¿Por qué razón no podríamos hoy inventar el gobierno democrático de los técnicos? En Italia no les ha ido mal, desde luego no peor que aquí.

José María Ruiz Soroa, La experiencia tecnocrática, El País, 19/09/2012

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