Amelia es mi amiga espiritual. Desde la adolescencia, mis conversaciones con ella han sido de temas globales y de asuntos que van más allá de la lógica. Siempre comprometida con mil causas y participando activamente en distintas ONG. Nunca ha ido sobrada de dinero, más bien al contrario, pero unos meses atrás lo pasó realmente mal. Para llegar a fin de mes necesitaba hacer auténticos malabarismos. “Ya ves cómo estoy”, protestaba, pero no tanto por su situación como por el espacio mental que le ocupaba algo tan material y terrenal como el dinero. Su espiritualidad no la protegía de la preocupación económica. Nadie está ofuscado por unos trozos de papel ni por unas monedas, sino por lo que significa su carencia. No poder cuidar a los padres enfermos como se merecen, tener que cambiar a los niños del cole y separarlos de sus amiguitos, obligarnos a aguantar un dolor de muelas… Y es que, como apunta Carlos Cañete, “el dinero es lo más inmaterial del mundo”. Gregory M. Rose y Linda M. Orr (de la Universidad de Washington y Akron, respectivamente), en su artículo Midiendo y explorando el significado simbólico del dinero, concluyen que al dinero le podemos otorgar cuatro grandes significados: Logro, en este caso representa la consecución de objetivos propuestos. Estatus, el dinero simboliza prestigio. Seguridad, el dinero significa protección frente al futuro. Preocupación, su falta se encuentra asociada a fantasías muy catastróficas.
Cada uno de nosotros tiene el dinero atado a diferentes significados y emociones. Sin embargo, existen atribuciones casi arcaicas que subyacen en todas nuestras mentes. Ya no nos relacionamos directamente con la naturaleza. Nuestras necesidades más básicas (alimentarnos, tener un refugio), nuestros instintos más primarios se entrelazan estrechamente con la economía. Las palabras de Axel Capriles no lo pueden explicar mejor: “El dinero es el portador simbólico de la más elemental angustia de supervivencia”. De hecho, en muchas investigaciones se ha puesto de manifiesto que el dinero como incentivo activa los mismos circuitos neuronales que otros refuerzos asociados a necesidades fisiológicas como la comida o el sexo.
Actualmente, por desgracia, muchas personas tienen motivos reales para sentirse asustadas. Dejando aparte este tipo de angustias, no son pocos los casos de actuaciones monetarias patológicas. La avaricia de la gente rica. Todos conocemos a personas que teniendo suficiente dinero para vivir ellos y sus descendientes no donan nada y encima su existencia va dirigida a acumular más. Andan obsesionados por sus pertenencias.
Avaros aparte, ¿qué pasa con nuestra tendencia a ahorrar? Actualmente, nuestras fantasías catastróficas se ven corroboradas por lo que vemos en la tele o en los periódicos. Con el miedo a cuestas, intentamos ahorrar más que nunca. Además, en el inconsciente colectivo vi ven cuentos como “la hormiga y la cigarra” que sustentan esta forma de actuar. Ahorrar siempre se ha visto mejor que gastar; así, mientras gastar mucho se considera una patología: “compradores compulsivos”, no existe la etiqueta de “ahorradores compulsivos”. Con los ahorros no pretendemos cubrir solo nuestras necesidades, sino también nuestros miedos, y, dada la profundidad de estos, puede parecer que nunca tenemos suficiente. Ahorrar nos calma un poco el desasosiego que nos provoca la incertidumbre del futuro de los seres queridos. Un banquero jubilado me contaba que ha visto muchos casos de viejecitos que ahorraban al máximo para que, una vez fallecidos, esos ahorros de toda la vida fueran vapuleados en dos días y de cualquier forma por sus hijos. Claro que no siempre es así, y claro que nunca pensamos que va a ser nuestro caso… Qué difícil decidir cuánto debemos ahorrar y cuánto gastar.
Estaba paseando con una empresaria que, dadas sus posesiones, tiene su vida e incluso la de su hija aseguradas, y en un momento dado se quejó de que tenía mucha sed. Cuando le propuse parar y comprar una botella de agua, me comentó que mejor no porque ya se la bebería en casa. Siempre evita gastar un solo céntimo. En torno al dinero hay muchos comportamientos absurdos. ¿Quién no se ha encontrado regateando un buen rato por una cantidad ridícula? ¿Quién no ha pasado varios minutos en el súper mirando qué tomate frito es el más barato para ahorrarse diez céntimos y luego comprar otro producto totalmente prescindible?
El comportamiento más espeluznante al que nos arrastra el dinero es, sin duda, el que exhibimos cuando hay herencias de por medio. El mes pasado murió el padre de un amigo mío. Todos, incluido él mismo, sabían que se estaba muriendo. Por eso, sus tres hijos, que viven en diferentes países, fueron hasta México para despedirse de él. La esposa de su padre (estaba casado por segunda vez) les pidió que fueran a firmar un documento: se trataba de una renuncia a la herencia para que todo quedara para su mujer y su hija (su hermanastra). Se negaron. Y el padre, que casi no podía ni hablar, intentaba convencerles de que lo hicieran. Encoge el estómago. Mi amigo me contó que en las conversaciones surgió mucha “porquería”: que si su padre había sido un despilfarrador cuando ellos no tenían dinero, que si quería más a su última hija que al resto… No se hablaba de dinero, se hablaba de esos significados tan cargados que arrastra.
¿Usamos nuestros ingresos de la mejor forma posible? Quizá lo que compramos no es indispensable para nuestra felicidad. Cuando compramos algo, ¿qué estamos comprando en realidad? ¿Compramos un coche caro porque realmente lo necesitamos para ser felices o para aparentar algo? ¿Por qué pagamos cada mes la cuota del gimnasio si no vamos?, ¿estamos pagando la ilusión de que un día iremos? ¿Cuando se establece una competición entre los padres divorciados a ver quién hace más regalos a sus hijos, están comprando su amor? En realidad, en muchos casos estamos tapando agujeros del ego con el dinero. Una asistenta colombiana estaba ahorrando porque iba a pasar unos días a su país y quería llevar regalos a todos sus hijos. Pero una factura inesperada de la luz se lo impidió. Todavía le resultaba posible pagar el viaje, pero no los obsequios. La señora para la que trabajaba no podía prestarle, así que le propuso buscar en su casa a ver si encontraban artículos que le pudieran servir de regalo. Y así se apañó. Al volver le comentó que se había dado cuenta de que no hacía falta obsequios caros para que sus hijos y ella disfrutaran estando juntos. Ella en el fondo quería llevar grandes regalos para asegurarse de que sus hijos estuvieran bien con ella, como si su presencia no fuera suficiente. Un ejemplo que demuestra qué diferente sería el mundo si cada uno de nosotros descubriera qué carencia quiere tapar con su dinero.
Imaginemos que tenemos suficiente para cubrir nuestras necesidades, que llegamos a final de mes sin apuros y nos dan a escoger entre dos libros: uno que nos enseña un método infalible para hacernos millonarios y otro que nos explica la forma de liberarnos de nuestros miedos y de los significados irracionales que le damos al dinero. ¿Cuál escogeríamos? No hace falta especular la respuesta, los libros y cursos sobre cómo ganar dinero triunfan. Todavía nos falta mucho…
Jenny Moix, Nuestra relación con el dinero, El País semanal, 26/08/2012
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