L'independentisme, element intimidatori.
No es ningún secreto: la burbuja más espumosa de los tiempos recientes es el
independentismo catalán convertido en filtro mágico contra males reales. Los
males reales empiezan por la crisis y acaban en España, o empiezan por España y
acaban por la crisis: la confusión inducida en Cataluña consiste en identificar
ambas cosas, así que para librarse de ambas basta con soltarse de una de ellas.
El primer efecto político es librarse de culpas propias porque son ajenas (como
todas las culpas, por supuesto). El segundo es explosivo como todas las falsas
salidas únicas: el programa de salvación se reduce a la predicación exigente de
la independencia (por la vía de una variante político-financiera del maltrato de
pareja: el expolio).
Contra lo que un marciano podría pensar ante la prensa, la radio y la
televisión catalanas (ya no te digo si sigue blogs), la mayoría de la clase
política y mediática no es ni ha sido independentista; ha asociado su posición
política con respecto a España con el sintagma catalanismo político, en el
extendido sobreentendido de que la prioridad había de ser la defensa del lugar
antes que la defensa de unas ideas para el lugar. Buena parte de ese catalanismo
político (no únicamente convergente) ha coqueteado crecientemente con
expresiones, imágenes, metáforas, analogías y fraternidades geopolíticas que han
servido para insinuar que la independencia iba a ser un recurso siempre a mano,
una salida intimidatoria o un elemento activo de presión negociadora. Por
supuesto, como siempre que se negocia en falso, el uso y el abuso de ese
elemento implícito ha servido para lo contrario. El efecto letal en la vida
pública ha sido desarmar de racionalidad y fiabilidad cualquier negociación de envergadura e inyectar de paso y masivamente el veneno del
recelo y la desconfianza. El descrédito de la política como protocolo de
negociación se evidencia cuando empieza la fe como único postulado: el
independentismo es una creencia basada en la superioridad de un estado
imaginario (la Catalunya independiente) frente a otro de derecho (el Estado de
las Autonomías).
Pero el independentismo latente y explícito ha reconvertido en clave positiva
ese efecto pernicioso de bloqueo o situación límite: necesitaba abundante tierra
quemada y estéril como prueba de la inviabilidad del acuerdo con España. Por
supuesto, la crisis económica es óptima para las estrategias extremistas: por
razones económicas (de ahorro y racionalización del gasto), legitima en el PP a
los sectores más reaccionarios y recentralizadores; y legitima al
independentismo porque Catalunya dejará de ser expoliada y los españoles ya no
harán más carreteras vacías con nuestro dinero (lo ha dicho, en un pronto de
gallardía castiza, nada menos que el profesor de la Universitat Autònoma y líder
de ERC Oriol Junqueras).
La clase política no independentista pero sí catalanista ha ido advirtiendo
rápidamente la rentabilidad mediática y movilizadora de esa estrategia. En forma
inmediata, diluye las responsabilidades políticas del poder catalán al librarle
de seguir negociando, librarle de una autocrítica presumiblemente fecunda y ganar
un argumento incontrovertible a la vista del paño: la única salida vuelve a ser
la independencia. El tedio democrático, por tanto, se ha roto en Cataluña a
través del nuevo fervor independentista, y es perfectamente explicable. Sin
embargo, ni el silencio ni la connivencia ni el desdén deberían ser la respuesta
de la socialdemocracia catalana (ni española): hoy la socialdemocracia necesita
reinventar sus propias respuestas contra los efectos infelices de una
construcción democrática básicamente feliz. Los últimos treinta años reclaman a
la socialdemocracia, por razones históricas y biológicas, culturales y
educativas, un relevo argumental y también una reeducación política sobre
objetivos y deficiencias del Estado. Y entre esos efectos infelices está el
bloqueo neurótico que los conflictos autonómicos generan en la política
nacional. El desarrollo terminante de España en un estado federal no debería
sonar a experimento cómico, ensueño rancio o hijo de una rara lubricidad
esotérica. A cambio, podría coadyuvar decididamente a desatascar una vida
política ridículamente cautiva de su ombligo (el español y el catalán) a través
de una corresponsabilización federal ante las finanzas o las decisiones
políticas: desactivar la rencilla autonomista por la vía federal tiene pinta de
resolver mejor las tensiones crónicas que sobreprotagonizan la vida civil y
política española y dejar el campo libre (precisamente) para hacer algo
útil.
Ignoro cómo se logra una movilización política e intelectual. Pero la
evidencia inmediata es que la socialdemocracia tiene una respuesta potente en la
reconstrucción de un concepto sin desarrollo argumental y conceptual desde hace
un siglo y que ni está muerto ni es ningún disparate: el federalismo no es una
entelequia ni un filtro mágico sino una respuesta política, racional y técnica
para países complejos parecidos al nuestro. Sean los que fueren los agravios del
Estado contra Cataluña, un sector del catalanismo ha sentido el desamparo
ideológico o la ineficiencia del federalismo socialdemócrata (quizá como le
sucedió a Ferran Mascarell). Pero las consecuencias son graves: ¿por qué es de
muy mal tono en Cataluña declararse abiertamente contrario a la independencia
como solución práctica a problemas reales o como remedio de urgencia? Los
remedios de urgencia son malos remedios y, sin embargo, en Cataluña hoy o bien
eres un reaccionario que no sabe que vivimos bajo un expolio crónico o bien eres
una rémora de la transición, una especie de fósil que no se ha enterado de que
las banderas han cambiado. Y tienen razón: las banderas han cambiado porque
tienen que cambiar y es bueno y necesario que cambien. Frente a la bandera de la
independencia como horizonte, la racionalidad pragmática y de índole social
debería saber defender el modelo federal como instrumento con ventajas civiles,
ideológicas, sociales, morales, políticas y hasta deportivas.
El arma euforizante de la manifestación del 11 de septiembre podría tener un
efecto retroceso imprevisto: puede poner en marcha el federalismo como noción
creativa y fecunda, como nuevo ensayo valiente, razonado, razonable, pragmático
y desde luego mucho menos traumático que una secesión. Como toda reforma de
envergadura, es por supuesto difícil, de complicadísima ejecución inmediata y
hasta quizá incluso tan comprometida que pide modificaciones de textos
requetesagrados e intocables. Yo no lo sé demasiado bien, desde luego: me dedico
a la historia cultural, y eso cuando hay suerte. Pero cuánto bien me hace leer
defensas razonadas de economistas, de técnicos, de profesionales, de profesores
en torno a las virtudes cohesionadoras de una estructura federal. E imagino en
un arrebato de ensoñación que esos materiales ideológicos y políticos pudiesen
ir engrosando una movilización política de inspiración socialdemócrata y dejar
de ser nada más que materiales académicos para debates teóricos.
El déficit de liderazgo personal que hoy arrastran los partidos (incluidos
los minoritarios y los autonómicos) puede reconvertirse en la virtud de una
democracia adulta y madura como la francesa. Hollande es el ejemplo práctico de
que el liderazgo puede pivotar sobre un frente ideológico que restituya el orden
de las prioridades socialdemócratas y desactive el espectáculo consolador de las
soluciones mágicas y burbujeantes.
Jordi Gracia, Racionaldad y burbujas, El País, 12/09/2012
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