Contra el maniqueisme.


A veces, para poder distinguir con claridad entre los buenos y los malos, parece bastarnos con una proyección: son mis amigos y mis enemigos. Con más precisión: mis amigos son los buenos, mis enemigos los malos. Podría pensarse que más bien lo que sucede es que precisamente por ser buenos son mis amigos. Pero no pocas veces ocurre lo contrario: dado que son mis amigos, son los buenos, porque son los míos son más buenos. Ya no es una caracterización por valores o ética, es una clasificación de acuerdo con otros intereses. No es nuestra cuestión ahora qué pueda querer significar eso. Baste con decir que con sólo esa imprecisa distinción se movilizan no pocos sentimientos, pasiones y decisiones. Así que la cuestión de la bondad queda asociada socialmente a la cuestión de cierta lectura de la amistad. No es de extrañar, pero no por ello deja de resultar inquietante,

Esta tipificación como “los buenos y los malos” tiene algo de cinematográfico. Pero ese no es el problema. Lo peor es que resulta inadecuada e injusta. Y es tan operativa como finalmente infecunda para el bien. O lo que es peor, es productiva negativamente. No digamos ya si esta clasificación alcanza indiscriminadamente a colectivos e instituciones. Aunque decimos encontrarla simplista, funciona con efectos indiscutibles y no pocas predecibles. Y en ocasiones se utiliza para aplicar contundentes medidas basadas en la confrontación, en la reducción del otro, en la eliminación de quien ya es entonces, sin duda, lo contrario, el contrario. No el contrincante, ni el diferente, sino el enemigo, que ha de ser aniquilado. Se objetiva y personifica la maldad y se define socialmente identificándola con peligrosos colectivos que han de ser reducidos. No es que no los haya. Sin embargo, en este caso se hace por muchas y buenas razones, aunque más en concreto, por no ser de los nuestros.

No es necesario aludir a la mayor complejidad, ni es preciso ser dialéctico para cuestionar estas caricaturescas caracterizaciones. Es suficiente con ser cuidadoso, pero no viene mal recordar lo que Hegel nos dice en la Ciencia de la Lógica: “La pura luz y la pura oscuridad son dos vacíos que son la misma cosa. Sólo en la luz determinada –y la luz se halla determinada por medio de la oscuridad- y por lo tanto sólo en la luz enturbiada puede distinguirse algo, así como sólo en la oscuridad determinada –y la oscuridad se haya determinada por medio de la luz- y por lo tanto en la oscuridad aclarada es posible distinguir algo, porque sólo la luz enturbiada y la oscuridad aclarada tienen en sí mismas la distinción y por lo tanto son un ser determinado”. Hay buenos y malos, pero dicho esto así, sin más, sin determinarlo, no nos permite ver, ni ser, ni decir nada concreto. Salvo que, ahora ya, reincidentes, insistamos en que, por supuesto, los buenos somos nosotros. Y ya se sabe lo que son ellos.
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by William Blake

 Si nosotros somos los buenos y ellos, siempre ellos, son los malos, si yo soy el bueno y los demás los malos, es razonable que nuestra única posibilidad sea combatirlos, evitar toda contaminación y tratar, en el mejor de los casos, de eludirlos o de no situarnos al alcance de sus operaciones. Pero tampoco exactamente se es sin más bueno o malo. Se es bueno o malo por algo, para algo, según algo. Y quizá quepa más proximidad con alguien en unos asuntos o modos de vida que en otros. Sin embargo, no faltan aquellos a quienes les basta cualquier diferencia, de gustos, de afición, de preferencias, de convicción o de posición, para hacer todo por no tener que ver en absoluto con alguien. Aún más, para tratar de suprimir no sólo esa diferencia, sino a quienes la ostentan. Que sea lateral o más determinante resulta irrelevante. Son ellos, los otros, los enemigos, los malos. Y si no lo son del todo, lo podrían ser. En el límite, nos encontramos con su satanización, esto es, su objetivación como mal, como maldad, no sólo como enemigos, sino que se produce la demonización del adversario, peligroso enemigo por el mero hecho de serlo.

Lejos de la ingenua consideración de pensar en una suerte de bonhomía general y universal, y de reducir la concordia a indiferencia para con los avatares de cada singularidad, es obvio que hay mal, existe la maldad, pero ni siempre ni sólo al margen de nosotros mismos. Y ello no es un juicio de conciencia, ni una valoración moral. Es suficiente con una estimación personal, social y política. Ahora bien, es comprensible que desde un planteamiento dualista y maniqueo se encuentre no sólo difícil, sino inviable, el entendimiento, la aproximación, y no digamos el acuerdo, que siempre resultaría improcedente e injusto.
Cuando Foucault alude a la necesidad de transformarnos a nosotros mismos, como expresión de una verdadera curiosidad que a la par busca transformar el mundo, es consciente de que ni somos tan buenos, ni tan bellos, ni tan verdaderos que no hayamos de cuidarnos y de ocuparnos de nosotros mismos y de la ciudad, para ser a su vez otros que quienes somos.

Esta voluntad de reducir la maldad, mientras encontramos inviable e ingenua la bondad, nos lleva a recordar el debate en el que Derrida acusa a Gadamer de sostenerse en la buena voluntad de poder, a lo que replica el pensador alemán mostrando más bien su confianza en el poder de la buena voluntad. Y de eso se trata, de la voluntad, y de que sea buena, Y esa bondad ya sería transformadora. Y del mismo modo, aunque parece excesivo presuponer siempre la buena voluntad, más excesivo es estimar que no la hay en absoluto.

Puestos a reclamar ámbitos para el acuerdo y la concordia, al menos hemos de sostenernos en la buena voluntad. Y a veces parece faltar y, precisamente, en nombre de un mal llamado realismo que se refugia en las circunstancias. El fracaso de inicio de cualquier proyecto de generación de otras posibilidades se sostiene en la simplista caracterización de los buenos y los malos, y hemos de empezar por liberarnos de ella. Esto no significa que hayamos de estar dispuestos a todo, de cualquier manera, a cualquier precio, para lograr imponer nuestra voluntad. No es que no haya quienes lo estén. La maldad radicaría ya de entrada en esa decisión de vincular la voluntad a la ejecución, sin ninguna mediación. Es a lo que Hegel denomina terrorismo de la voluntad.

Y dado que de la voluntad se trata, no faltan quienes se desenvuelven con menos dudas en la clasificación de buenos y malos, de los buenos y los malos. Y desde esa asentada comodidad la alientan y desde esa perspectiva lo analizan todo. Cuestionar este planteamiento no significa ignorar que tal vez somos los malos para otros, sus malos. Y atentos a su mirada, hemos de estar dispuestos a dar respuesta, sin confirmar su planteamiento. No siempre se trata de elegir lo menos malo de entre dos males, a veces, por muy improbable que nos parezca, hemos de elegir entre dos bienes. Y en numerosas ocasiones nos movemos en el terreno de lo probable, de lo verosímil, de lo deseable, de lo discutible, Pero no pocas veces hay un horizonte de justicia que se juega en nuestras decisiones. Y, desde luego, estar permanente y exclusivamente pendiente de sí, de lo mío y de los míos, sin atender a las buenas y las malas razones, propias y ajenas, olvida que eso ya, de suyo, produce efectos y funciona como maldad.

Ángel Gabilondo, Los buenos y los malos, El salto del Ángel, 18/09/2012

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