L'individualisme sociòpata de la modernitat.
Karl Jaspers designó con la expresión “tiempo-eje” las transformaciones
espirituales que se produjeron en la cultura universal a partir del año 800
antes de Cristo, cuando, en un estrecho margen de tiempo, coincidieron filósofos
presocráticos, profetas bíblicos, Zaratustra, Buda y Confucio. Sin duda,
entonces ocurrió algo trascendental —que Jaspers define como la intuición de “la
unidad y totalidad del ser”— pero, a mi entender, el hiato abierto entre los
siglos XVIII-XIX de nuestra era, con el advenimiento de Ilustración y
Romanticismo, constituye un “tiempo-eje” aún más profundo, porque el primero
tuvo lugar en el seno de la cosmovisión antigua mientras que el segundo supone
la definitiva desaparición del cosmos como imagen del mundo. Ese súbito
desvanecimiento de la cosmovisión tradicional se produce a impulsos del rampante
individuo autoconsciente, ese yo moderno que representa la última etapa de la
evolución de la vida y su manifestación óptima. En la vasta época premoderna
existió la idea de humanidad o del hombre genérico pero no la de un individuo
elevado a la categoría de totalidad suficiente y autónoma, segregada y aun
hostil a la realidad restante. Se aprecia una diferencia entre lo que dice, de
un lado, Aristóteles: “No es bueno que cada ciudadano se considere a sí mismo
como cosa propia: todos deben pensar que pertenecen a la ciudad porque cada uno
forma parte de la ciudad”, y lo que, de otro, escribió Kleist, el poeta
romántico alemán: “Para ser hombre verdadero hay que estar lejos de los
hombres”. El problema moderno se resume, en efecto, en cómo ser hombre
verdadero. Si se nos ofreciera un filtro cuya administración nos garantizara una
felicidad perpetua con independencia de nuestros logros y decisiones
individuales, la mayoría de nosotros no lo tomaría, porque percibiría ese estado
placentero como una forma odiosa de despersonalización. Lo cual demuestra que,
para nosotros, los modernos, lo primero es ser individual y todo lo demás,
¡todo!, adquiere valor sólo en tanto que lo somos.
La perplejidad de la filosofía contemporánea dimana del hecho de que el
utillaje conceptual todavía hoy en uso se forjó en la época cósmica de la
cultura y no sirve para iluminar la experiencia del yo moderno. La tarea actual
de la filosofía consiste en reinterpretar esas categorías desde la perspectiva
del destino individual del hombre, cuyo entorno ya no es el cosmos acogedor y
nutricio de la tradición secular sino un mundo estructuralmente injusto con el
afligido yo. Por su parte, antes de proceder a dicha reinterpretación, este
mismo sujeto moderno ha de cumplir con lo suyo y decidirse de una vez a
someterse a una dieta severa de adelgazamiento para desprenderse de la grasa
sobrante adherida a una noción absoluta del individuo (como la de la cita de
Kleist), de cariz sociópata y a la postre inviable, y adoptar a cambio otra
relativista y contingente encarnada por el ciudadano democrático que desea la
concordia y asume positivamente y como parte de su identidad personal los
límites a la subjetividad inherentes a la convivencia.
En suma, una apropiación de la tradición filosófica en perspectiva
individual, previo aligeramiento por parte del yo de ese exceso de énfasis
heredado del Romanticismo, conforma mi particular logon didonai, algo
que en entregas anteriores de Todo a mil, en el transcurso de las
estaciones de primavera y verano, he tratado de ensayar al presentar mi visión
adelgazada del sentido de la vida, el yo (único y repetible), la mortalidad, la
felicidad, la belleza, el amor, la ética de la vida privada o la verdad del
relativismo.
Me falta una poética. Pero, ahora, si me disculpáis, os dejo porque se me
hace tarde y tengo que repartir el correo en los buzones.
Javier Gomá Lanzón, Razón: portería, Babelia. El País, 08/09/2012
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