Economia i desafecció política.
Ha sido un economista, Joseph Stiglitz, el que ha tenido la virtud de resumir
mejor el estado de ánimo de una parte cada más significativa de la población,
alarmada por la marcha de las cosas. Lo ha hecho con el lenguaje de la economía,
pero su contenido puede ser perfectamente asimilado por el mundo de la política
y del resto de las ciencias sociales: 1) los mercados no funcionan, porque no
son eficientes ni transparentes; 2) el sistema político no corrige los fallos
del mercado, del que el más importante es el gigantesco volumen del desempleo.
La gente confiaba en ese sistema, tenía fe en que iba a exigir responsabilidades
a quienes habían provocado la crisis, a corregir rápidamente los abusos y a
proteger a los más desfavorecidos; 3) como consecuencia de lo anterior se ha
multiplicado la desconfianza en la economía de mercado y en los mecanismos
tradicionales de la democracia y ambos, economía de mercado y democracia, tal
como están, no favorecen los esfuerzos equitativos.
¿Qué factores han contribuido a que esta opinión sea dominante?
Fundamentalmente los siguientes: que se considera que no es sólo la economía la
que está intervenida sino la propia democracia; segundo, la brutal expansión de
la desigualdad (de rentas y de patrimonios, de oportunidades y de resultados) en
el seno de nuestras sociedades; y por último, la ineficacia de las políticas
adoptadas para corregir los problemas económicos más significativos,
fundamentalmente el empobrecimiento de las clases medias y bajas. Esas
políticas, que podrían estar legitimadas por su eficacia, se toman teniendo en
cuenta factores instrumentales intermedios (el déficit, la deuda, las
privatizaciones, la desregulación,…) que no pueden movilizar el ánimo de la
gente, y que olvidan sus objetivos finalistas (el empleo, el bienestar,
etcétera). Creíamos que esta lección la habíamos aprendido, con sangre, después
de dos guerras mundiales.
Si el partido que aspira a gobernar tiene que ocultar su verdadero programa
porque de conocerlo los ciudadanos no le votarían; si el Gobierno de turno debe
renunciar a sus propuestas y seguir la única senda posible que se le impone
desde fuera (desde instancias políticas alejadas, desde los mercados,…), empieza
a ser un misterio por qué alguien se tomará la molestia de votar y de estimular
la alternancia partidista. Poco a poco los ciudadanos se sentirán liberados de
la obligación de la virtud democrática del voto. Los políticos obedecen cada vez
menos a las demandas de la gente y por eso están sufriendo derrotas electorales
históricas. La autonomía de la res económica reduce el campo de la
seguridad colectiva que representa la democracia y prevalece la incertidumbre y
la angustia. Si no existe la capacidad de intervención efectiva por parte de una
autoridad política electa, no hay democracia.
Es en este contexto en el que hay que analizar las cesiones de poder de los
países europeos en el seno de la construcción política de la Unión. La discusión
no está en la pérdida de soberanía o no, sino a quien se le cede esa soberanía.
El politólogo José Fernández Albertos, que ha estudiado mucho estos asuntos,
(Informe sobre la Democracia en España 2012, Fundación Alternativas, y
Democracia intervenida, editorial Catarata) se pregunta en qué medida
los europeos perciben esos cambios como legítimos. La respuesta vendría dada por
la capacidad de los ciudadanos para influir en las políticas que emanan de
Europa. Y esa respuesta no puede ser positiva: porque todo lo que viene son
medidas de ajuste y se deja la promesa de bienestar para un futuro que nunca
llega; porque las reformas institucionales que está adoptando la UE se centran
casi exclusivamente en limitar el margen de maniobra de los gobiernos y no en la
dirección de fortalecer la participación democrática en la toma de decisiones y
de los mecanismos de control democrático, que son enormemente imperfectos.
Incluso en el caso improbable de que se realizase hoy un amplio traspaso de
poderes hacia la institución europea elegida de forma más democrática (el
Parlamento), ¿cuál sería la capacidad de los ciudadanos europeos de controlar
las acciones de la UE cuando en este Parlamento no hay mayorías de gobierno a la
que los ciudadanos puedan castigar (o premiar) en función de lo que esos
ciudadanos observen? Y porque la crisis ha hecho perder mucha de la confianza de
la gente en el proceso de construcción europea.
La segunda circunstancia que avala el malestar ciudadano es la creciente
desigualdad estructural en el seno de las sociedades, que en muchos casos es
superior incluso a los años anteriores a la Gran Depresión. Mientras las clases
bajas y medias se han empobrecido, las élites tienen a veces ganancias
inimaginables desde el punto de vista de la razón. ¿Cómo entender en una
democracia que las fortunas de unos cuantos privilegiados sobrepasen las rentas
de países poblados por decenas de millones de habitantes? No existe una
representación concreta del infinito. Hasta el punto de que en el Foro Económico
de Davos (no precisamente un ámbito izquierdista), en la presentación del
Informe Global Risk 2012 elaborado a partir de entrevistas a 469
expertos globales, se dijo que si se mantienen los niveles de desigualdad pueden
sembrarse las “semillas de la distopía” en términos de nacionalismos, populismos
y proteccionismo.
Los programas de ajuste tienen efectos distributivos negativos. En las
crisis, aunque todos sufren pérdidas los pobres pierden en términos relativos
más que los ricos, siendo esta razón suficiente para justificar políticas
económicas que redistribuyan los sacrificios de manera inversamente proporcional
a la renta y la riqueza. Es lo que hizo Roosevelt con el New Deal, pero
ahora no hay ni rastro de aquellas políticas. Desarrolla Stiglitz la idea de que
durante años (después de la II Guerra Mundial) existió un acuerdo entre la parte
alta de la sociedad y el resto: nosotros os proporcionamos empleo y prosperidad
y vosotros nos permitís que nos llevemos nuestras bonificaciones; todos vosotros
os lleváis una tajada, aunque nosotros nos llevaremos la más grande. Este
acuerdo tácito, que siempre había sido frágil, se ha desmoronado: los ricos se
llevan la riqueza pero no proporcionan a los demás más que angustia e
inseguridad. La clase media está siendo exprimida y el sufrimiento de los de
abajo se va haciendo más palpable a medida que quedan en evidencia las
deficiencias de la red de seguridad mientras los programas públicos de ayuda y
los bienes públicos se van recortando más y más. Esta ruptura del contrato
social es la que ha hecho hablar a Simon Johnson (economista jefe del Fondo
Monetario Internacional cuando se inició la Gran Recesión) de “golpe de Estado
silencioso”.
El tercer factor de desafección es la ineficacia de las políticas económicas
aplicadas. Las políticas de austeridad a ultranza en las recesiones (la
"austeridad autoritaria") proporcionan un círculo vicioso en el que la falta de
crecimiento genera más paro, menos ingresos públicos, más déficit y deuda, menos
gasto público y todo vuelve a comenzar con dosis más profundas. Las mismas
políticas que contribuyeron a crear la crisis son las que se están aplicando
para salir de ella. El principal problema de la Gran Recesión es la falta de
demanda. Para la mayoría, el sueldo es la fuente de ingresos máxima. Las
políticas que dan lugar a un aumento del paro y a unos salarios más bajos a
cambio de un radiante porvenir son una importante fuente de
ineficiencia y de desigualdad. En los últimos años esas políticas no han
generado un crecimiento que beneficie a la mayoría. Incluso es factible que
estén contribuyendo a que, cuando llegue la recuperación, sea sin creación de
empleo.
El artículo comienza con las ideas de un Nobel de Economía y termina con las
de otro, Amartya Sen, que defiende que la democracia, más allá de la
representación política y del respeto a la regla de la mayoría, implica la
protección de los derechos y libertades de los individuos, el acceso a las
prestaciones sociales y el derecho de acceder a la información, así como
participar activamente en la deliberación pública. Ni más, ni menos.
Joaquín Estefanía, La democracia aletargada, El País, 13/09/2012
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