El rellotge com a metàfora.
EL RELOJ MECÁNICO aparece en Europa poco antes del año 1300, dejando obsoletos los primitivos artilugios de medir el tiempo: clepsidras de agua (desde los griegos) o relojes de sol. Toscas máquinas mastodónticas movidas por pesas, de aceleración pausada por un áncora, fueron ocupando lugares relevantes en conventos y catedrales durante los siglos XIV y XV. Los inventos del resorte y el péndulo (siglo XVII) convirtieron los relojes en máquinas maravillosas e imprescindibles; multitud de artesanos relojeros establecidos en Alemania se enriquecían fabricando relojes de pared y hasta de bolsillo. Las gentes vivían fascinadas por el reloj, señor del tiempo de oración, trabajo y ocio. Semejante mecanismo transformó y agilizó la vida y la mentalidad europea, y ni la filosofía ni la política fueron impermeables al invento.
Otto Mayr (Essen, Alemania, 1930), exdirector del Deutsches Museum de Múnich y del departamento de Historia de la Ciencia y la Técnica en la Smithsonian Institution de Washington, publicó este libro (Autoridad, libertad y maquinaria automática en la primera modernidad europea, Acantilado, Barna 2012) en inglés en 1986. Traducido con excelencia por la escritora Marta Pessarrodona, sorprende por su amenidad ya que gracias a su estilo elegante e informativo, sus tesis principales —acaso algo reduccionistas— se exponen con concisión.
Mayr afirma que un avance técnico tan crucial como el reloj sacudió Europa e inspiró durante siglos maneras de encarar la vida y modos de gobierno. Las metáforas con el símil del reloj proliferaron en la vida cotidiana, en la literatura y el arte; también, sedujeron a los filósofos del “mecanicismo”, el cual postulaba con Descartes a la cabeza que los animales eran máquinas, y que el hombre, aunque no del todo, casi también, pues aún poseía un algo impreciso llamado “alma”. Una gran mayoría de pensadores cartesianos abrazó ideas mecanicistas, y tal creencia impregnó una fórmula de Estado: el absolutismo. Federico el Grande de Prusia, en el siglo XVIII, afirmaba que su imperio marchaba como un reloj. Y como un reloj, según Leibniz, funcionaba también el universo, puesto en hora de una vez por todas por el infalible relojero, Dios.
Metáforas y símiles semejantes se acumulan por decenas en el libro de Mayr, en su mayoría se refieren al artilugio como algo grande y positivo. Tal fue la actitud que dominó en Centroeuropa, postura acomodaticia con el absolutismo. En Inglaterra, en cambio, surgieron disidencias contra la tiranía del reloj: Shakespeare lo tuvo por un instrumento infernal, y más tarde, Newton y Clarke pugnaron contra Leibniz y su metáfora del relojero perfecto; los británicos sostenían que en ocasiones la máquina del universo andaba mal y requería ajustes; Dios todopoderoso intervenía para paliar los desarreglos en su marcha..
El liberalismo inglés relegó la idea de la rigidez mecánica del Estado. A la metáfora del reloj se opuso otra, protagonizada por un instrumento de peso y medida: la balanza. El Estado británico moderno, la monarquía parlamentaria, funcionaba equilibrando fuerzas, buscando el ajuste y la mesura… Mayr explica con largueza el paso de una mentalidad a otra en este libro original, que invita a reflexionar sobre el pasado y la técnica. A partir de aquí cabe plantearse incógnitas futuras: ¿qué metáforas inspirará en años venideros la maravillosa (e infernal) Internet? ¿A qué tipo de gobiernos se asociarán?
Luis Fernando Moreno Claros, ¡Esa maravilosa máquina!, Babelia. El País, 08/09/2012
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