Educació i igualtat de gènere.


Que las mujeres y los varones no somos biológicamente iguales es algo evidente. Como en la mayor parte de las especies de animales, también en la nuestra existen diferencias entre los sexos que técnicamente se denominan dimorfismo sexual. Pero otra cosa muy diferente es establecer el alcance de tales diferencias, especialmente en el plano intelectual.

A finales del siglo XIX la idea de que la inteligencia humana dependía directamente del tamaño del cerebro gozó de gran prestigio en una parte de la comunidad científica. En esa línea, se llevaron a cabo mediciones en los cerebros de cientos de cadáveres de ambos sexos y distintas poblaciones humanas con el fin de establecer el ranking del intelecto humano. Especialmente célebre en estos estudios fue la escuela encabezada por Paul Broca, profesor de cirugía de la Facultad de Medicina de París. Entre los resultados que parecían más claros estaban aquellos que certificaban que el tamaño del cerebro de las mujeres es, en promedio, menor que el de los varones. Amparándose en este resultado se estableció la idea de la inferioridad intelectual de la mujer frente al varón, lo que tuvo gravísimas consecuencias en los derechos civiles y en el tipo de educación de las mujeres. En realidad, las mediciones realizadas no hacían sino confirmar una idea preconcebida de la sociedad de aquella época, la de la inferioridad intelectual femenina.

Afortunadamente, la lucha de muchas mujeres, apoyada por no pocos varones, consiguió que la educación de las niñas, en la escuela y el hogar, no difiriera de la de los varones y con ello se realizó uno de los mayores experimentos sociológicos de la Historia, cuyo resultado conocemos bien. Educadas en las mismas condiciones y dotadas de las mismas oportunidades, las mujeres han resultado ser tan competentes como los varones en todas las actividades del intelecto humano.

Por eso, me ha sorprendido grandemente la noticia de que existe una corriente en educación que aboga por el retorno a la educación separada de las niñas y niños. He tenido la ocasión de leer el argumentario de algunos de los centros educativos en los que se defiende y se sigue la enseñanza separada y no puedo por menos que considerarlos endebles y poco convincentes. Me queda la sensación de que no son tanto cuestiones pedagógicas como planteamientos ideológicos los que sustentan este tipo de enseñanza. Sobre todo, teniendo en cuenta que un buen número de dichos centros se encuadran en un perfil ideológico que contempla también como diferentes los papeles que deben desempeñar varones y mujeres en la sociedad.

Aunque no pretendo elevar a la categoría de norma mi experiencia personal, lo cierto es que como antiguo alumno de un colegio de chicos y como profesor durante más de una década en centros de Formación Profesional en los que existía segregación "natural" de sexos en función de las especialidades (con ramas mayoritariamente femeninas, como Sanitaria, Peluquería o Administrativo y otras predominantemente masculinas como Electricidad y Electrónica) mi impresión es que la enseñanza mixta es más natural y mejor, en todos los sentidos, que la basada en la separación entre chicas y chicos.

Es cierto que los ritmos de maduración intelectual no son los mismos y también que existen diferencias de comportamiento entre los adolescentes de ambos sexos. Pero creo que esta diversidad no debería contemplarse como un problema que justifique la separación por sexos en la escuela. Pienso que uno de los valores fundamentales del proceso educativo estriba en la oportunidad de convivir con personas diferentes, aprendiendo de ellas. La diversidad no es un problema, es una oportunidad de enriquecimiento personal. Sin duda, la enseñanza mixta es más compleja que la educación separada pero las dificultades que presenta pueden ser abordadas sin renunciar a su valor fundamental. Separar por sexos es, seguramente, la solución más fácil pero no la mejor.

Por otra parte, la sociedad española ha elegido organizarse alrededor de una serie de valores que la vertebran y que están recogidos en nuestra constitución. Y uno de ellos, entre los más importantes, es el de la igualdad de las personas. Aspiramos a vivir en una sociedad en la que mujeres y varones vivamos en igualdad de condiciones. Nuestros hijos e hijas deben crecer siendo capaces de trabajar con personas de diferente sexo, procedencia o creencia. Más aún, deben estar preparados para que en su futuro laboral personas de ambos sexos estén a su cargo o sean sus superiores jerárquicos. Y para ello, ¿no es mejor que jueguen y aprendan juntos desde el propio jardín de infancia? Si los educamos por separado ¿dónde y cuándo aprenderán nuestros hijos e hijas a convivir y a trabajar juntos?

Pero todos estamos sujetos a cuestiones ideológicas y quizá estas pesen también mucho en mi opinión sobre este asunto. Tal vez, tengan razón quienes defienden que se trata de un tema circunscrito al ámbito de la libertad de elección de los padres y que el sentido común y la forma de pensar de cada uno debe ser el juez último a la hora de elegir el modelo educativo para sus hijos. Pero también es cierto que es responsabilidad de la sociedad establecer el marco en el que dicha libertad puede ejercerse. A fin de cuentas, hay aspectos muy importantes de la educación, como la propia obligatoriedad de la escolarización, que no se dejan a la libre elección de los padres. Al menos, no con fondos públicos.

Y ese es, a mi juicio, el fondo de la cuestión. Creo que se trata de un asunto demasiado importante para el futuro de nuestras hijas e hijos, y de nuestra sociedad a la postre, como para que este tema quede sometido exclusivamente al ámbito judicial de cada comunidad autónoma y que pudiera llegar a darse el caso de que, dependiendo del territorio, la enseñanza separada fuera, o no, financiada con fondos públicos. En mi opinión, se trata de un tema lo suficientemente serio como para ser considerado un asunto de interés general y debería ser sometido a un serio debate. O mejor aún, un debate más amplio sobre la conveniencia de subvencionar con el erario público, especialmente en estos tiempos de fuertes recortes en educación, a cualquier alternativa educativa, sea del signo que sea, que pudiera rozar con valores democráticos tales como la igualdad de género.

Lo cierto es que no existen dos personas iguales y que las diferencias y afinidades intelectuales no atienden a etiquetas de género. La experiencia me ha enseñado que mi cerebro funciona de un modo más parecido al de algunas mujeres que al de muchos hombres y por ello, puestos a elegir, hubiera preferido compartir también con ellas el pupitre.

Ignacio Martínez Mendizábal, El extraño caso de los cerebros diferentes, El Huffington Post, 03/09/2012

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