La felicitat i l'esperit esportiu.


Cuando alguien te dice: “Voy a contarte un chiste buenísimo”, lo más normal es que, aunque sea gracioso, nunca te lo parezca tanto como te lo habían hecho creer con ese preámbulo. Peor es quien te pide lo que él califica de un “pequeño” favor cuando luego a ti no te parece tan pequeño pero temes quedar de mezquino si no le complaces. Parejamente, la “felicidad” es una de esas palabras fulleras cuya sola mención levanta expectativas excesivas que no pueden sino frustrarse toda vez que, al patentizar la diferencia que separa las resonancias grandiosas que evoca —un estado de plenitud sin fisuras— y nuestra situación real menos halagüeña, acaba sembrando la desolación y la desdicha por doquier. Esos buenos deseos de feliz navidad, feliz año o felices vacaciones que por costumbre nos intercambiamos en fechas establecidas no se cumplen nunca y ahondan el poso melancólico de nuestra alma. La felicidad es uno de esos conceptos fastidiosos heredados de nuestra gloriosa tradición cultural —de cuando el hombre participaba de la perfección del cosmos— que al individuo moderno, imperfecto y atribulado, le pesan como una carga angustiosa. Haríamos bien en desconfiar de quienes lo manosean demasiado o lo agitan como un señuelo. Si hemos de considerarlo todavía un concepto útil, no sería nunca un estado sino una dirección y una posición relativa. ¿Quién por ventura es (estado) feliz en este mundo? Nadie. En todo caso, uno se mueve hacia alguna clase de bien (dirección) y se juzgará más o menos satisfecho si avanza hacia él o se aleja. Forzado a dar una definición de la felicidad —una vez sometida a una dieta de adelgazamiento semántico—, la mía sería ésta: feliz es quien no tiene deudas con la vida.

El ciclo vital de un hombre se compone de varios estadios: infancia, adolescencia/juventud, madurez, ancianidad. Ninguno tiene el monopolio de lo humano pero representa una variación auténtica de lo mismo. En cada una de esas etapas el hombre ha de buscar no tanto la enfática felicidad sino, con más llaneza, ese momento propicio que los griegos llamaron kairós y que podría traducirse libremente como su “enhorabuena”. Al niño, al joven, al adulto y al anciano les conviene hallar y disfrutar todo lo posible la específica “hora buena” que posee el estadio que están atravesando. Con todo, los griegos denominaron acmé (y los romanos floruit) a la edad madura en la que hombre y mujer, habiendo acumulado ya suficiente experiencia, se encuentran en la plenitud de sus capacidades. Tras el acmé se inicia ese descenso de plano inclinado en el que lo negativo prevalece sobre lo positivo hasta la oscuridad final de la muerte. Pero incluso esta es más soportable si uno tiene la fortuna de llegar a la ancianidad como los antiguos patriarcas, “colmado de años”, tras completar exitosamente el ciclo vital y sin grandes deudas con la vida. Quien haya aprovechado cada uno de los momentos propicios que la vida le depara —esas horas buenas exclusivas de cada estadio— tendrá una disposición más favorable a aceptar con deportividad sus postrimerías: aunque la muerte no dejará nunca de ser para él un mal, se tenderá a contemplarla como un ingrediente necesario de la ley de vida, algo relativamente íntimo a todo lo viviente cuando ha alcanzado su natural desarrollo.

La deportividad —la aceptación de las reglas de juego y de las victorias y derrotas que sobrevienen de su aplicación— parece, en efecto, la actitud adecuada para el vivir, siempre que no se olvide que la vida es deporte de algo riesgo. Y como siempre que se practican estas actividades arriesgadas, acaba uno sufriendo lesiones (las heridas de nuestra mortalidad). “Hay gente que es mejor que su vida”, se lee en Los Thibault, y esta gente suele pensar que con ellos la vida ha roto las reglas, como la protagonista de El despertar, la novela de Kate Chopin: “No estaba desesperada pero tenía la impresión de que la vida le pasaba de largo, rompiendo e incumpliendo todas sus promesas”. Y, ante tal incumplimiento, nace el sentimiento de deuda, de que la vida nos debe algo pendiente de cobro.

Una de las características de nuestro tiempo es que ha hecho de la juventud el acmé del ciclo vital humano en sustitución de la edad madura. Como la juventud dura poco, toda la vida restante se resume en una lucha larga y a la postre inútil contra el envejecimiento inevitable. Hay jóvenes que, ante esa perspectiva, se declaran cansados de la vida incluso antes de haber vivido. La fugacidad de la lozanía genera en otros una especie de derecho de crédito contra el mundo y aquí el peligro es la tentación de cobrarse deudas a destiempo prestando atención al demonio del mediodía que, en torno a la cincuentena, nos susurra al oído la idea de cambiar de pareja, coche, look y hábitos. Finalmente, hay quienes, al comprender que nunca podrán cobrarse deuda alguna por la juventud perdida, se llenan de resentimiento. Para Max Scheler la diferencia entre el asceta y el resentido estriba en que el primero renuncia a algún bien reconociendo que es bueno mientras que el segundo, tras comprobar que definitivamente no está a su alcance ese bien, lo odia y trata de enlodarlo.

Hoy todo el mundo quiere ser joven pero, bien mirado, vivir es vivir y envejecer. Vivir equivale a envejecer y querer vivir a querer envejecer. Permanecer siempre joven, no envejecer nunca, es como no vivir, porque envejecer es la única fórmula hasta ahora conocida para seguir viviendo. El único tratamiento anti-aging de probada eficacia sigue siendo la muerte porque quien está muerto ya no envejece más.

Quien por vivir con genuino espíritu deportivo acepta las derrotas sin resentimiento, acumulará pocas deudas. No se cansará nunca de la vida y, si tiene la suerte de llegar al final del camino, disfrutará de la ancianidad colmado de años, como los antiguos patriarcas.

Javier Gomá Lanzón, Deudas con la vida, Babelia. El País, 18/08/2012

Comentaris

Entrades populars d'aquest blog

Percepció i selecció natural 2.

Gonçal, un cafè sisplau

Què és el conatus de Spinoza?