Dràcula: les raons del cos.
Se ha cumplido este año, en el mes de abril, el
centenario de la muerte del escritor irlandés Bram Stoker, autor de
Drácula(1897), de la que Oscar Wilde dijo que era la novela más bella
escrita jamás. Es extraño un calificativo así referido a un libro que habla de
la desgracia de existir, de un mundo presidido por la abyección y el mal. La
novela comienza con el diario de Jonathan Harker, un agente inmobiliario que
viaja a la remota región de los Cárpatos para formalizar la venta de una casa en
Londres, y que no tarda en descubrir que es prisionero del extraño y monstruoso
ser que le acoge en su castillo.
En uno de los pasajes de este diario, Jonathan
Harker nos narra su encuentro con tres lujuriosas mujeres que irrumpen en su
habitación aprovechando la ausencia del conde, su amo y señor. Son tres vampiras
y, aunque Harker se da cuenta enseguida de que algo maléfico las impulsa, no
puede evitar caer bajo su hechizo. “Mi corazón, escribe, se inflamó con un
deseo malvado y ardiente de que me besaran con aquellos labios rojos”.
Representan, como la Lilith bíblica, el lado oscuro y perverso del ser femenino,
la amenaza de una sexualidad libre, sin las ataduras de la religión o las
convenciones sociales. Primo Levi, en su relato Lilith, describe así a
la primera compañera de Adán: “A ella le gusta mucho el semen del hombre, y anda
siempre al acecho de ver adónde ha podido caer (generalmente en las sábanas).
Todo el semen que no acaba en el único lugar consentido, es decir, dentro de la
matriz de la esposa, es suyo: todo el semen que ha desperdiciado el hombre a lo
largo de su vida, ya sea en sueños, o por vicio o adulterio”. Ese semen
desperdiciado, el que tiene que ver con los sueños y los deseos inconfesables,
es el símbolo de esa sexualidad oscura y siempre ávida de nuevas víctimas que
representa el vampiro.
Drácula, escrita en plena época
victoriana, habla con un atrevimiento insólito en su época del deseo sexual. Ese
deseo no sólo aparece en los merodeos nocturnos del conde sino en el
consentimiento de sus víctimas. Una de las leyes que rigen el mundo de los
vampiros es que estos sólo pueden entrar en una casa si alguien los llama desde
su interior, lo que explica la frase con que el conde recibe a Jonathan Harker,
al comienzo de la novela, en la puerta de su castillo: “Entre libremente”. Es
decir, porque así lo desea. Es Jonathan Harker el que desea besar los labios
rojos de la vampira, y serán, más tarde, Lucy y Mina, la prometida de Jonathan,
las que llamen al conde para ofrecerse a él. Las escenas de esa entrega son de
una intensidad sexual que todavía hoy, en que la sexualidad ha dejado de ser un
tabú, nos hacen estremecernos, y no es difícil imaginar lo que supuso en su
tiempo leer unos pasajes como estos.
Drácula, la novela de Bram Stoker, nos
enseña que no somos dueños de nuestros deseos, por eso nos perturban. No es
cierto que nuestro cuerpo nos pertenezca, siempre pertenece a otro: a aquel o
aquella que lo hace despertar. Mina y Lucy rechazan todo lo que el conde
representa —la oscuridad, el daño, el dominio—, y sin embargo una y otra vez le
llaman a su lado pues inconscientemente ansían ese semen que se pierde en las
noches, que no llega a la matriz de la esposa, y que representa la sexualidad
libre que no dejan de anhelar. Pero mientras que Lucy termina devorada por esa
sexualidad y por transformarse ella misma en una vampira; Mina logra sustraerse
a su influjo gracias a la fuerza del amor. La historia de estas dos muchachas es
sin duda el corazón de este libro extraordinario.
Pero Drácula es también, entre muchas
otras cosas, una novela sobre la escritura de un libro. Un libro que lector ve
crecer ante sus ojos, como esa obra que separa la razón de la locura, el mundo
de los hombres del de la animalidad y el mal. Todos los que se acercan a Drácula
comparten misteriosamente esta necesidad de escribir, de contar lo que les
sucede cuando se acercan a él, y así, tras el diario de la visita al castillo
del conde de Jonathan Harker, nos encontraremos con el diario de Mina y con las
cartas que ésta intercambia con su amiga Lucy. A estos documentos no tardan en
sumarse las notas de los doctores Seward y del doctor Van Helsing. Todos ellos
padecen, como Hamlet, la misma compulsión a anotar lo que ven, sin perder ni un
solo momento, como si supieran que lo que está en peligro no es sólo sus propias
vidas sino la posibilidad misma de lo humano.
Drácula representa lo que Nietzsche llamó la “gran
razón del cuerpo”, que es justo lo que niegan los sensatos diarios que leemos,
como si eso tan humano de lo que no dejan de hablar, con su sometimiento a todos
los convencionalismo de la época, terminara por resultar insignificante. Sólo el
conde Drácula habla de lo que somos, sólo en él se esconde nuestra verdad.
Las victorias de Drácula, como las del demonio
cristiano, proceden de una comprensión profunda de la naturaleza de sus
víctimas. El hecho de que Lucy se transforme en vampira, y que la misma Mina
esté a punto de hacerlo, significa que esas damas sangrientas que tanto temen
viven agazapadas en su interior. Drácula no hace sino liberarlas, pues nadie
puede transformarse en algo que no es. La amenaza del vampiro está inscrita en
la misma naturaleza de sus víctimas. Habla en suma de todo lo que estas son y se
niegan a reconocer.
Todo esto aparece expresado con perturbadora y
bella crueldad en la escena de la vampirización de Mina. Drácula se acerca a la
joven y, tomándola en sus brazos, le dice que a partir de ahora será de su raza,
será carne de su carne, sangre de su sangre, su compañera y su ayudante. Luego
posa una mano sobre su hombro para sujetarla y, tras desnudar su cuello con la
otra, se inclina sobre ella para beber su sangre. Y, al día siguiente, Mina
anota en su diario, recordando la escena: “Yo estaba desconcertada y, por
extraño que parezca, no deseaba entorpecerle”. A pesar de todo el
horror que le produce el conde, lo que Mina nos dice es que deseaba entregarse a
él.
Pero no sólo es Mina la que cae bajo el influjo de
Drácula, sino que también este se siente turbado, al menos unos instantes, por
la irrupción de un sentimiento nuevo, incompatible con su naturaleza demoníaca:
la intuición del amor humano. Así es, en efecto, como el doctor Seward describe
el comportamiento de Drácula en la misma escena: “A pesar de las circunstancias,
me resultó curioso observar que, en tanto que el rostro (del conde), blanco de
color, se agitaba convulso sobre la cabeza inclinada de la mujer, las manos
acariciaban tierna y amorosamente su cabello revuelto”.
Drácula representa el mundo del deseo sin límites,
sin moral, sin posibilidad de aplazamiento o renuncia; Mina, el mundo paciente e
inquieto del amor humano, tan cercano a esa escritura que trata de liberarse de
la tiranía de las convenciones sociales y atender las razones del
cuerpo. Y lo perturbador de esta novela es que nos dice que esos mundos no
pueden dejar de estar juntos. El deseo le pide al amor que prolongue sus goces,
y el amor le pide al deseo que no lo deje sin locura. Ambos buscan lo que no
puede ser: las nupcias entre la vida y la muerte.
Gustavo Martín Garzo, El príncipe de las tinieblas, El País, 15/09/2012
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