Utopies necessàries i utopies perilloses.
Este era el lema de una de las pancartas que
encabezaban la marcha al Congreso de los Diputados del 25 de septiembre, además
de un eslogan largamente coreado. Uno de los manifestantes decía: “lo que
queremos es que se marchen, que se vayan, el gobierno y los diputados, porque no
los queremos”. Puede entenderse este deseo, expresado en un momento en que las
instituciones se muestran impotentes para cumplir el mandato que les confiere la
representación de la voluntad popular, suplantada por exigencias que provienen
de oscuros especuladores financieros. Pero conviene recordar que cuando se
reemplazan los argumentos racionales por expresiones puramente emotivas el
resultado puede ser contraproducente y puede ayudar a mantener la situación
contra la cual se protesta.
Si todos los gobernantes se marcharan ¿qué quedaría
en su lugar? ¿Alguien piensa que un hipotético gobierno del pueblo reunido en
asamblea es posible en la Europa del siglo XXI y en una nación de cuarenta y
siete millones de habitantes? Incluso una posible renuncia del gobierno que
provocara elecciones anticipadas ¿serviría de algo, teniendo en cuenta la
realidad de nuestros partidos políticos actuales? ¿Quiénes realizarían hoy una
reforma constitucional (sin duda necesaria) que asegurara el papel de la gestión
pública en la economía?
Me parece evidente que la crisis actual demuestra el
fracaso de esta última etapa del capitalismo, caracterizada por la progresiva
destrucción de un sistema democrático que ha costado siglos conquistar y que
provoca un aumento de las desigualdades y la exclusión de la historia de una
parte importante de los habitantes de este pobre planeta. Y creo que solo una
gestión socializada del capital financiero puede racionalizar la economía, de
tal manera que las decisiones se tomen a la luz pública en lugar de los oscuros
despachos anónimos que la dirigen actualmente. De manera que en este momento no
bastan reformas cosméticas del sistema sino que son necesarios cambios radicales
–es decir, que vayan a la raíz- en la vida económica.
Pero precisamente por ello es necesario que las
protestas contra este estado de cosas no se limiten a expresar sentimientos
legítimos sino que exijan cambios posibles, que preparen el camino para reformas
futuras más ambiciosas. Por ejemplo. Una reforma de la ley electoral que haga
posible la participación de los ciudadanos en la confección de las listas y que
permita la representación proporcional que exige la Constitución. Una política
económica que, sin descuidar el déficit, dedique parte de los recursos del
Estado que hoy se dirigen a rescatar bancos a estimular la economía. Una
política de recortes que se dirija a eliminar gastos inútiles de la
administración –como las diputaciones, designaciones a dedo, sueldos de
ayuntamientos, coches oficiales, etc.- y que no ponga en peligro conquistas como
la sanidad gratuita y universal, la enseñanza pública o la atención a la
dependencia. Una política internacional que busque acuerdos con países que
pretendan superar la actual dictadura de los bancos alemanes, establezca tasas a
las transacciones financieras y combata los paraísos fiscales. Una reforma
fiscal que imponga tributos progresivos según la renta. La gestión pública
permanente de los bancos nacionalizados, que no los devuelva al mismo sector que
los ha arruinado. La transparencia de las cuentas públicas mediante el libre
acceso de los ciudadanos por internet. Y seguramente muchas más.
Si se lograra una movilización ciudadana masiva
centrada en estas y otras medidas similares, la clase política podría comprender
que el apoyo electoral que necesita depende de su respuesta a medidas concretas
antes que a promesas vagas y personalismos sin contenido. Aunque para ello sería
necesario superar uno de los vicios tradicionales de la izquierda: el
sectarismo. Habrá que aceptar que la coincidencia en estas y otras medidas
urgentes no implica que se compartan todos y cada uno de los principios de cada
sector de opinión: si se logra recuperar en alguna medida la gestión pública de
la vida económica tiempo habrá para discutir la manera de concretar su
realización. Quizás así se abriría un espacio para que pudieran surgir programas
y dirigentes que superaran la mediocridad generalizada de los políticos
profesionales de la actualidad. Por el contrario, limitarse a repetir consignas
emocionales grandilocuentes puede preparar el camino para que surjan líderes
carismáticos autoritarios o, en el otro extremo, para allanar la tarea de los
“hombres de negro”, que son capaces de realizar su tarea mientras otros se
encargan de reprimir algaradas populares emotivas pero de corto alcance.
La utopía es necesaria; la única utopía peligrosa es
la que se considera a sí misma como ya realizada. En la medida en que la utopía
se limita a señalar una dirección a sabiendas de que nunca se llegará a su
término constituye una condición indispensable para una política que pretenda
superar un pragmatismo oportunista. Las emociones, las consignas altisonantes y
hasta las demandas imposibles tienen su lugar en este momento. Pero si nos
quedamos en ellas y no somos capaces de organizar un movimiento ciudadano que
las traduzca en exigencias concretas corremos el riesgo de que la realidad ni se
entere de nuestras utopías.
Augusto Klappenbach, ¿Que se vayan todos?, Público, 28/09/2012
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