Supervivència i cooperació.
¿Cuál es la causa de este sentimiento de estar tan expuestos y su
correspondiente malestar? Esa inquietud se la debemos a la realidad de nuestra
mutua dependencia, algo que por cierto también nos ha procurado muchos
beneficios. Hablar de interdependencia es una manera de referirse al hecho de
que estamos expuestos de una manera que no tiene precedentes, sin un adecuado
seno protector. Interdependencia equivale a dependencia mutua, intemperie
compartida. Vivimos en un mundo en el que, por decirlo con lenguaje leibniziano,
“todo conspira”. No hay nada completamente aislado, ni existen ya “asuntos
extranjeros”; todo se ha convertido en doméstico; los problemas de otros son
ahora nuestros problemas, que ya no podemos divisar con indiferencia o esperando
que se traduzcan necesariamente en provecho propio. Este es el contexto de
nuestra peculiar vulnerabilidad. Las cosas que nos protegían (la distancia, la
intervención del Estado, la previsión del futuro, los procedimientos clásicos de
defensa) se han debilitado por distintas razones y ahora apenas nos suministran
una protección suficiente.
Cuando las fronteras se desdibujan de manera que no es fácil determinar dónde
está lo propio y lo extraño, cuando los fenómenos circulan y se expanden a gran
velocidad, cuando no hay acción sin réplica, es lógico que el problema de las
amenazas y las protecciones se plantee con la mayor imperiosidad, aunque a veces
sea de modo delirante. En ausencia de protecciones globales y a la vista de la
débil seguridad que proporcionan los Estados, los individuos buscan microesferas
inmunológicas como muros, coches, estigmatizaciones del otro, proteccionismos,
segregación... De aquí surge toda esa política paranoica que busca fronteras,
que se empeña en recuperar la vieja distinción entre el afuera y el adentro, las
insularidades autistas que pretenden la inmunidad total.
El problema es que ciertos mecanismos de defensa son peligrosos, que resultan
potencialmente autodestructivos cuando quieren proteger. Las burbujas autistas
corren el riesgo de transformarse en protecciones redundantes que provocan
desastres similares a aquellos que pretenden conjurar. Pensemos en la asociación
peligrosa de medicamentos, guerras preventivas que se pierden, muros que más que
protegernos contra el mal nos aíslan del bien y exacerban el odio al otro. Tal
vez lo que mejor ilustre este vínculo paradójico entre superexposición y
sobre-inmunización, la lógica de las protecciones nocivas, sea la descripción
del hombre occidental como un ser sometido a la tensión del automovilista, a esa
condición doble, ambivalente, entre sensación inmunitaria y exposición máxima.
En ningún sitio se está tan protegido y expuesto al mismo tiempo como en un
coche.
Esta situación de superexposición en buena parte inédita y por eso suscita
numerosos interrogantes para los que no tenemos las oportunas respuestas. ¿De
qué naturaleza pueden ser las protecciones en un mundo así? ¿Cómo protegerse sin
auto-destruirse?
Debemos superar, de entrada, la tentación de producir esferas de seguridad
herméticas; la estanqueidad absoluta es imposible y la ilusión de esa
imposibilidad exige una energía considerable. Aprendamos del organismo humano,
que dispone de unos procedimientos de protección muy sofisticados, pero menos
rígidos de lo que solemos suponer o de lo que en principio desearíamos. Y es que
debemos nuestra singular supervivencia a la flexibilidad de nuestras
defensas.
Si la ecología nos ha suministrado el modelo de pensamiento sistémico,
podríamos pensar en una ecopolítica global que tuviera en cuenta alguna de sus
propiedades. Para empezar, conviene caer en la cuenta de que el organismo humano
tiene diez veces más micro-organismos simbióticos que sus propias células.
Cabría incluso decir que el organismo es más exógeno que endógeno. Hay una
verdadera simbiosis en el caso de las bacterias del intestino que son
indispensables para la digestión; ciertos micro-organismos que toleramos
desempeñan igualmente una función inmunitaria. No tiene ningún sentido, por
tanto, considerar las bacterias como exterioridades peligrosas y la inmunidad
del organismo como una lucha a muerte contra lo distinto de sí. Por el
contrario, pensar la inmunidad a partir de los fenómenos de tolerancia,
interacciones e internacionalizaciones habituales significa afirmar que el
organismo no está separado de su entorno y protegido absolutamente frente a sus
influencias. Lo que podríamos llamar barreras —como la piel o las mucosas— son
más lugares de intercambio que de aislamiento. El organismo no solo es capaz de
interiorizar seres exteriores, sino que esta interiorización es necesaria para
su preservación, para su funcionamiento normal, su inmunidad.
Por supuesto que no hay vida posible sin protección. Si las burbujas autistas
son peligrosas, la pura exposición a todo lo que viene es impensable. Pero las
protecciones son eficaces cuando permiten cierto tipo de relación y son
integradas en procesos de construcción de lo común.
No es extraño que una globalidad vulnerable, contagiosa, dispare
inevitablemente estrategias de prevención y protección, que no siempre son
eficaces ni razonables, que se traducen con frecuencia en movimientos
histéricos, miedos infundados y reacciones desproporcionadas. Muchas de nuestras
actuales estrategias de defensa —cuyo icono por antonomasia podría ser la
construcción de barreras— o son literalmente ineficaces o despiertan unos
sentimientos de miedo y xenofobia que terminan por hacernos más daño como
sociedades que aquello de lo que quisiéramos protegernos. En la época del
calentamiento climático, las bombas inteligentes, los ataques digitales y las
epidemias globales, nuestras sociedades deben ser protegidas con estrategias más
complejas y sutiles. No podemos seguir con procedimientos que parecen ignorar el
entorno de interdependencia y la común exposición respecto de estos riesgos
globales.
¿Qué lecciones políticas se pueden extraer de todo esto que alguno juzgará
demasiado abstracto? Pues algo tan concreto como que hay que aprender toda una
nueva gramática del poder para la que sirve de poco la obstinada defensa de lo
propio o la despreocupación por lo ajeno. Todo lo que podía valer para el
antiguo juego del poder, ahora ya no es más que pura gesticulación. El
instrumento fundamental para sobrevivir en la superexposición es la cooperación,
la atención a lo común. La intemperie, en el mundo actual, es la soledad, por
muy soberana que se imagine.
Daniel Innerarity, La exposición universal, El País, 29/08/2012
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