Lucreci i els inicis del Renaixement.
Un helado día de enero de 1417, un hombre joven, regordete, de ojos vivos y
protuberantes (si la miniatura que lo retrata en su traducción latina de
Jenofonte es fiel) cruzaba a caballo una zona montañosa del sur de Alemania. Su
meta era (probablemente) el monasterio benedictino de Fulda, fundado en el siglo
ocho por un discípulo de San Benito, y su misión descubrir en los enmohecidos
recovecos del monasterio los libros de olvidados autores paganos. El nombre del
joven era Poggio Bracciolini y su patria Florencia, donde sus amigos, grandes
lectores como él, seguían la tradición iniciada por Petrarca casi un siglo antes
de buscar en los basureros eclesiásticos las obras maestras de la antigüedad
griega y latina. Así Petrarca había rescatado del olvido la monumental
Historia de Roma de Tito Livio, varios discursos y cartas de Cicerón y
la obra poética de Propercio. Poggio esperaba emular a su maestro.
En Fulda, Poggio fue recibido con cautela, pero, gracias a sus cartas de
recomendación, se le permitió consultar el grueso catálogo de la biblioteca
abacial. Para apaciguar la desconfianza del bibliotecario, pidió consultar
primero el manuscrito de uno de los padres de la Iglesia, Tertuliano, pasando
así de las obras canónicas a las paganas. Descubrió así un poema épico de Silio
Itálico, de quien sólo se había conservado el nombre, una importante obra sobre
la astronomía, de Manilio, autor de quien ni el nombre había sobrevivido hasta
entonces, y un largo fragmento del historiador Amiano Marcelino. Por fin, vio
que el catálogo mencionaba una obra del filósofo y poeta Tito Lucrecio Caro,
De rerum natura, Acerca de la naturaleza de las cosas, escrita
probablemente hacia el año 50 antes de Cristo. Ovidio, Cicerón y otros más lo
mencionaban con admiración en sus escritos, pero ni un solo verso había llegado
hasta el siglo de Poggio. Con el resignado permiso del bibliotecario, el joven
literato ordenó al escriba que lo acompañaba que hiciese una copia.
Aquí comienza lo que es para Stephen Greenblatt, erudito e imaginativo
conocedor del Renacimiento europeo, uno de los capítulos fundamentales de
nuestra historia intelectual. Con la obra maestra de Lucrecio, Poggio rescata
para su época (y para las sucesivas) una fundamental reflexión acerca de nuestro
universo, peligrosamente subversiva para los lectores de la católica Europa del
siglo quince, y asombrosa premonición de las teorías astrofísicas de nuestro
tercer milenio. En De rerum natura, Lucrecio declara que el universo, y
todo lo que éste contiene, está hecho de partículas minúsculas siempre en
movimiento, y que los dioses imaginados por los poetas no son necesarios para
que ese universo exista. Platón había hecho decir a su Sócrates que la
imaginación poética distrae de la percepción veraz de la realidad; Lucrecio
retoma esta observación y la transforma en una rigurosa exigencia que precede y
amplifica el ateísmo darwiniano de Richard Dawkins y tantos otros científicos de
nuestros días.
En su tiempo, Lucrecio fue juzgado por sus lectores más un poeta virtuoso que
un científico lúcido, un filósofo epicúreo en el verdadero sentido de la palabra
(y no en la denigrada aceptación que damos hoy al epíteto). Quince siglos más
tarde, en la época de Poggio, su visión del mundo alentó a artistas como Sandro
Botticelli y sus propósitos aterraron a los teólogos del Vaticano, quienes
condenaron su libro al Index. Como tantas otras obras prohibidas, De rerum
natura sobrevivió a las llamas y, más tarde, su autor fue reconocido como
el padre de una larga línea de científicos, desde Galileo, quien lo estudió
detenidamente, hasta Newton, Darwin, Freud y Einstein, quienes alabaron su
justeza y su intuición.
Lucrecio sirvió de inspiración a numerosos escritores y filósofos. En 1989,
un bibliotecario de Eton College compró, por apenas 250 libras, una edición de
De rerum natura impresa en 1563. Bajo la firma que hacía de ex libris,
el bibliotecario descubrió otra, de un dueño anterior. En la tercera página de
guarda, este antiguo y entusiasmado lector de Lucrecio había escrito: “Puesto
que los movimientos de los átomos son tan variados, no es imposible que se hayan
juntado alguna vez de esta manera, o que en el futuro volverán así a juntarse,
dando nacimiento a otro Montaigne”. Lucrecio fue, para Michel de Montaigne, una
suerte de hermano espiritual.
La feliz y convincente tesis de Greenblatt es que lo que llamamos
Renacimiento o “Temprana Modernidad” empieza con el descubrimiento hecho por
Poggio. Por supuesto, no sabemos si, de no haber existido la posibilidad de leer
nuevamente el De rerum natura, Montaigne hubiese reflexionado de la
misma manera acerca del sentido de la vida, Botticelli hubiese pintado su
Primavera, Galileo hubiese descrito un universo unificado y autosuficiente,
Einstein hubiese tratado de definir esas minúsculas partículas de las que
estamos hechos nosotros y los gusanos y las estrellas. El hecho es que gracias a
un joven lector empedernido, el De rerum natura existe y Lucrecio
continúa conversando con nosotros, y sus versos nos ayudan a examinar, con algo
más de sabiduría y de audacia, la asombrosa existencia de eso que llamamos
mundo.
Alberto Manguel, La aventura de las ideas, Babelia. El País, 08/09/2012
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