Europa contra la democràcia.


Evidentemente, son los menos quienes reparan en que los países europeos, desde hace bastante tiempo, ya no son regidos por instituciones legitimadas democráticamente, sino por una serie de abreviaturas que las han suplantado. Sobre la dirección a tomar deciden el FEEF, el MEDE, el BCE, la ABA o el FMI. Solo los expertos están en condiciones de desgranar esas siglas. Del mismo modo, solo los iniciados pueden deducir quién decide qué y cómo en la Comisión y en el Eurogrupo. Común a todos estos organismos es que no aparecen en ninguna Constitución del mundo y que ningún elector tiene algo que decir sobre sus decisiones. El único actor al que escuchan son los denominados “mercados”, cuyo poder se expresa en las oscilaciones de los tipos de cambio y los intereses y en los ratings de algunas agencias estadounidenses.

Parece fantasmal con qué tranquilidad los habitantes de nuestro pequeño continente han aceptado su expropiación política. Quizá eso se deba a que estamos ante una novedad histórica. En contraste con las revoluciones, golpes de Estado y asonadas militares en las que es rica la historia europea, ahora las cosas suceden sin ruido ni violencia. En eso estriba la originalidad de este asalto al poder. ¡Ni marchas con antorchas, ni desfiles, ni barricadas, ni tanques! Todo se desarrolla pacíficamente en la trastienda.

A nadie extraña que, ante todo esto, no se puedan tomar en consideración los tratados. Las reglas existentes, como el principio de subsidiariedad de los Tratados de Roma, o la cláusula de rescate de Maastricht se dejan sin efecto a capricho. El principio Pacta sunt servanda [Hay que respetar los pactos] queda como una frase vacía ideada por cualquier remilgado jurista de la antigüedad.

La abolición del Estado de derecho se proclama con toda franqueza en el Tratado sobre el Mecanismo de Estabilidad Financiera (MEDE). Las decisiones de los miembros que marcan la pauta en este organismo de rescate son inmediatamente efectivas desde el punto de vista del derecho internacional y no están vinculadas a la aprobación de los Parlamentos. Estos miembros se autodesignan, igual que en el antiguo régimen colonial, como gobernadores y, al igual que los directores, no tienen que rendir cuenta alguna frente a la opinión pública. Al contrario, están expresamente obligados a mantener el secreto. Esto recuerda a la omertà, que forma parte del código de honor de la mafia. Nuestros padrinos se sustraen a cualquier control judicial o legal. Gozan de un privilegio que ni siquiera está al alcance de un jefe de la Camorra: la absoluta inmunidad frente al Derecho Penal. (Eso es lo que se dispone en los artículos 32 a 35 del Tratado del MEDE).

La expropiación política de los ciudadanos ha alcanzado con esto su culmen transitorio. Ya había empezado mucho antes, como tarde con la introducción del euro. Esta moneda es el resultado de un chalaneo político que ha penalizado con la indiferencia todos los requisitos económicos de semejante proyecto. Se ignoraron los desequilibrios de las economías nacionales participantes, sus muy divergentes capacidades para competir y sus desbocadas deudas públicas. El plan de homogeneizar Europa tampoco tomó en consideración las diferencias históricas de las culturas y mentalidades del continente.

Pronto hubo que remodelar a capricho, como plastilina, los criterios que se habían acordado para el acceso a la Eurozona, con la complicación de que se incluyó en ella a países como Grecia o Portugal, que carecen de las posibilidades más elementales de afirmarse en esta unión monetaria.

Muy lejos de reconocer y corregir los defectos de nacimiento de esta construcción, el régimen de los rescatadores insiste en perseverar a toda costa en el rumbo adoptado. La recurrente afirmación de que “no hay alternativa” niega la virtualidad explosiva de las crecientes diferencias entre las naciones participantes. Ya desde hace años se muestran las consecuencias: división en lugar de integración, resentimientos, animadversiones y reproches mutuos en lugar de entendimiento.

“Si el euro fracasa, fracasa Europa”: bajo este lunático eslogan debe juramentarse un continente de 500 millones de habitantes con la aventura de una clase política aislada, exactamente como si dos milenios fueran un mero clic en comparación con un papel moneda recién inventado.

En la llamada crisis del euro se demuestra que la situación de expropiación política de los ciudadanos no se detiene ahí. Según su lógica, desemboca en su correlato: la expropiación económica. Solo allí donde salen a la luz los costes económicos queda claro qué significa todo esto. La gente de Madrid y Atenas solo sale a la calle cuando, literalmente, no le queda otra elección. Y eso no dejará de producirse en otras regiones.

No importa con qué metáforas adorne la política su novísimo monstruo —paracaídas, bazuca, Gran Berta, eurobonos, unión fiscal, bancaria o de deuda—, a más tardar cuando haya que hablar de cuentas los pueblos despertarán de su siesta política. Intuyen que antes o después tendrán que salir garantes de lo que hayan organizado los rescatadores.

En esta situación, el número de opciones imaginables es limitado. La forma más sencilla de liquidar tanto las deudas como los ahorros es la inflación. Pero también se contemplan subidas de impuestos, recortes de las pensiones, quitas de la deuda y tasas obligatorias, medidas que ya se han tomado en consideración anteriormente y que encuentran eco diverso según las preferencias de cada partido, y para cuya designación existe la expresión “represión financiera”. Y finalmente cabe recurrir a un último instrumento, la reforma monetaria. Es un medio ya probado para castigar a los pequeños ahorradores, dejar a salvo a los bancos y liquidar las obligaciones de los presupuestos estatales.

No se vislumbra una salida fácil de la trampa. Todas las posibilidades insinuadas cautelosamente han sido bloqueadas con éxito hasta el momento. El discurso sobre una Europa de velocidades variables ha caído en saco roto. Las cláusulas de descuelgue propuestas tímidamente jamás se recogieron en un tratado. Pero, sobre todo, la política europea se burla del principio de subsidiariedad, una idea demasiado evidente como para que haya sido jamás tomada en serio. Esa palabra afirma, nada más ni nada menos, que desde el municipio hasta la provincia, del Estado nacional hasta las instituciones europeas, es la instancia más próxima al ciudadano la que siempre tiene que regular todo aquello que sea capaz de regular, y que a cualquier nivel superior solo deben transferirse las competencias regulativas de las que los anteriores no puedan hacerse cargo. Pero esa subsidiaridad nunca dejó de ser, como demuestra la historia de la UE, más que una palabra huera. En caso contrario, a Bruselas no le habría resultado tan fácil despedirse de la democracia, y la expropiación política y económica de los europeos no habría llegado hasta donde ha llegado hoy.

¿Lúgubres perspectivas, pues? ¡Buenos tiempos para los amantes de las catástrofes que predicen el colapso del sistema bancario, la quiebra de los Estados endeudados, o, mejor que cualquier otra cosa, el fin del mundo! Sin embargo, como la mayoría de los augures del hundimiento, estos profetas quizá se alegren prematuramente. Porque los 500 millones de europeos no van a sentir la tentación de rendirse sin resistencia, defenderse, según los mantras favoritos de sus salvadores: “No hay alternativa a nosotros” y “si fracasa nuestra empresa, fracasa Europa”. Este continente ya ha instigado, vivido y superado otros conflictos muy distintos y mucho más sangrientos. La marcha atrás del callejón sin salida en el que nos han metido los ideólogos de la incapacitación no transcurrirá sin costes, enfrentamientos y dolorosas privaciones. El pánico es, en esta situación, el peor consejero, y quien entone el canto de despedida de Europa no conoce sus fortalezas. Ya lo dijo Antonio Gramsci: “Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”.


Hans Magnus Enzensberger, La expropiación política de los europeos, El País, 27/09/2012 .

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