Per una institució insurrecta.
En un sistema democrático la política no dirige directamente la economía,
pero sí dirige sus presupuestos institucionales y sus consecuencias sociales. Es
la responsable de mantener una serie de instituciones que permiten, limitan y
corrigen el juego del mercado que, dejado a sí mismo, está siempre ávido de
romperlas o corromperlas como advirtió Adam Smith. Por eso precisamente, cuando
esas instituciones fracasan en su papel de control y regulación, el fallo es de
la política que ha permitido su inoperancia, no del mercado que se ha adueñado
de ellas o las ha ignorado.
La política española tiene entonces en el momento actual un papel relevante,
más allá de quejarse doloridamente de su postración: nada menos que la tarea de
diagnosticar, definir y reestablecer las instituciones políticas que han fallado
estrepitosamente y han permitido llegar a la situación actual de crisis. Claro
que eso implica la autocrítica.
Y podemos perder el tiempo en criticar el malfuncionamiento de esta o aquella
institución (nunca mejor que aquello de que “del rey abajo, todas”), o podemos
ir un poco más allá y convenir en algo que es auténtica vox pópuli: ha
sido la colonización y subordinación de las instituciones por los partidos
políticos (unida a una política cortoplacista y electoralista de estos) la que
ha terminado por volver inoperantes a las instituciones de orientación y control
del sistema, a las que ha convertido en poco más que altavoces de su propio
sectarismo. Igual que lo ha hecho con la estructura territorial del Estado, que
se ha desarrollado más para atender a las demandas de élites políticas locales
camufladas con el digno título del autogobierno que para resolver un problema
político de integración.
El mal primordial de nuestro sistema radica, entonces, en el papel clave que
la Transición otorgó a los partidos políticos, sumado al uso desviado que han
hecho ellos de ese poder al colonizar el resto del sistema en su beneficio
directo. Por eso, la principal preocupación de la política española debería ser
ahora la de enderezar ese estado de cosas. Algo muy difícil, como es evidente,
puesto que los partidos son al mismo tiempo el problema… y su único cauce de
solución. Y, hasta ahora, prefieren dedicarse a silbar y montar farsas como la
de juzgar a otros.
No creo que la solución pueda venir de esas virtuosas y un tanto patéticas
llamadas a una ciudadanía activa que se supone podría tomar en sus manos (¡desde
la calle!) el control de los vicios del sistema, como se nos endilga de continuo
desde la filosofía democrática deliberativa o republicana. A la ciudadanía hay
que implicarla, claro está, pero la cuestión es la de diseñar las instituciones
concretas desde las que pueda operar, no cantar sus excelencias abstractas. Y en
este punto, la regla básica de seul le pouvoir arrête le pouvoir es la
que nos debe guiar. Hay que diseñar instituciones que contrapongan al poder de
los partidos un poder distinto, de contrapeso. Rememorando una frase de un
revolucionario francés que parece pensada para nuestros días: “¿Hace falta una
insurrección para corregir al poder? —se preguntaba—; no, no hace falta una
insurrección, —respondía— pero sí hace falta una institución que ocupe su lugar,
que incite o reprima la acción o inacción de los poderes constituidos”.
Instituciones que ocupen el lugar de la insurrección, paradójica pero brillante
intuición.
Vienen a la mente las viejas ideas de Condorcet o de Fichte sobre la
reactivación del eforado clásico griego: encontrar una forma de organizar
institucionalmente un poder ciudadano que vigile y corrija al de los partidos
políticos pero que, al mismo tiempo, no caiga en sus manos. Y en este momento
histórico de la democracia, parece que esa posibilidad pasa por dos exigencias:
primera, el de concentrar esa intervención ciudadana en asambleas o
minipopuli de carácter monotemático y especializado y cuya intervención
sea obligada en los desarrollos de políticas específicas. O quizás en el de
jurados electorales que fiscalicen la actividad de cada diputado electo, como
propuso hace años Ségolène Royal. Segunda, olvidar la elección y recurrir al
mecanismo del sorteo entre los ciudadanos (solo entre los interesados en esta
labor) junto con la imposición de severas sanciones para los comportamientos
desviados que se produzcan (revisión y rendición de cuentas).
Institucionalizar un contrapoder, esa es la tarea a la que la política
española puede dedicarse, si sus quejas y jeremiadas le dejan tiempo, claro.
José María Ruiz Soroa, Un poder de contrapeso, El País, 16/08/2012
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