On no hi ha Déu no hi ha blasfèmia.
Donde no hay dioses no hay blasfemia. La blasfemia es hija de la divinidad,
una manifestación estrictamente religiosa que refuerza con su transgresión la
fuerza de lo sagrado. Castigar la blasfemia es propio de sociedades teocráticas,
organizadas según las leyes de los dioses y no de los humanos.
Ciertamente, desde los poderes públicos hay que proteger la pluralidad
religiosa y promover el respeto a las creencias de todos. Pertenecen a un ámbito
personal en el que nadie tiene derecho a entrometerse. Pero las libertades de
conciencia y de expresión son un bien superior que no cabe degradar en nombre de
religión alguna. Nadie puede castigar un supuesto delito de difamación religiosa
sin afectar directamente al corazón de la libertad. Pero inducir al respeto no
significa obligación de respetar, como defender el derecho a la blasfemia no
significa obligación de blasfemar.
Y eso es así porque estamos hablando de libertades y derechos individuales.
Los dioses y los libros sagrados, las religiones y los dogmas, como los
personajes históricos y los mitos, las patrias y las banderas, no tienen
derechos ni deberes como los tienen los ciudadanos individuales. No se puede
atentar contra el honor de Buda o de Confucio, de Napoleón o de Garibaldi, de
Jesucristo o de la Santísima Trinidad.
Los violentos que reclaman el honor mancillado de sus profetas o de sus
libros o que incluso llegan a asesinar en su nombre ejercen un chantaje
intolerable. Este sería el caso si se convirtiera en delito punible la
publicación de las viñetas de Mahoma que hizo el diario danés Jyllan
Posten en 2005, la difusión en YouTube del infame vídeo californiano sobre
Mahoma o la actual campaña satírica sobre el islam de Charlie
Hebdo.
Será difícil convencer a los dirigentes de muchos países islámicos donde la
blasfemia está ahora castigada penalmente, incluso con la muerte. Obama lo ha
intentado con su discurso del martes ante la Asamblea General de Naciones
Unidas, aunque es de temer que de poco servirá su pedagogía sobre la libertad de
expresión, dirigida a gobiernos y regímenes que sacan réditos de estas
prohibiciones en dos direcciones, en el control sobre los medios de comunicación
y en el apaciguamiento de los islamistas más radicales y violentos.
Obama ejemplificó el problema con su defensa de la libertad para insultar al
presidente de Estados Unidos. El insulto al soberano es una actividad que
antaño, cuando era de origen divino, pertenecía también al territorio de la
blasfemia y se castigaba severamente. Ahora, en cambio, la libertad de blasfemar
contra el jefe del Estado es la garantía de la sociedad libre. Lo mismo hizo una
sentencia célebre del Tribunal Supremo con el símbolo máximo de la nación que es
la bandera. Esta es la paradoja: quienes estos días queman banderas con las
barras y las estrellas a lo largo y ancho del mundo islámico no cometen delito
alguno según la jurisprudencia y los códigos estadounidenses.
Todo esto es una discusión medieval, perfectamente al día gracias a la
campaña organizada por los poderes religiosos de buen número de países
islámicos, que promueven una legislación internacional contra la denominada
difamación de la religión. Hasta 2011 estos problemas se dilucidaban sin
discusión pública en las mazmorras y comisarías de las dictaduras árabes, pero
ahora se debaten en los parlamentos y en las comisiones constitucionales como
resultado de la llegada impetuosa de los partidos islamistas al poder,
dispuestos a demostrar la verdad de su lema y mito de que el islam es la
solución para todo.
El único límite a la libertad de expresión es la incitación a la violencia.
No es el caso de las imágenes de Mahoma. Tampoco del humor más o menos grueso e
irreverente con el islam o el cristianismo. Ni siquiera es el caso de la zafia
producción videográfica utilizada como excusa para una campaña de violencia.
Para la jurisprudencia estadounidense no lo es ni siquiera el negacionismo de
los crímenes contra la humanidad, a diferencia de lo que sucede en algunos
países europeos.
Obama ha trazado las líneas rojas. No las que le pedía Benjamín Netanyahu
respecto al arma nuclear iraní, sino otras más importantes, exigidas por las
reacciones antiliberales en las democracias árabes. Si las traspasamos, quedarán
condonados otros sistemas de censura que se practican en muchos países, como
China, en nombre de la estabilidad y para evitar las provocaciones. No hay
diversidad cultural que valga respecto a estos valores universales que surgen
espontáneamente en todas las civilizaciones, allí donde hay hombres y mujeres
que reivindican sus derechos por encima de los dioses y de los mitos.
Lluís Basset, Derecho a la blasfemia, El País, 27/09/2012
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